Estos
días Madrid es un cubito de hielo sobre el que floto a la deriva. Unas veces, de Pacífico a Mar de Cristal. Otras, desde Buenos Aires hasta
Islas Filipinas. Las frías corrientes subterráneas me arrastran donde quieren: Laguna, Lago, Canal, Ríos Rosas. Muchas noches
desemboco muy cerca de Cuzco, donde en ascensor asciendo al séptimo
cielo. Allí, una sonrisa sin nubes incendia el recibidor en
penumbra. Y me derrite, siempre me derrito, igual que un cubito de
hielo en Sol.
lunes, 23 de noviembre de 2015
lunes, 16 de noviembre de 2015
lavARTE
Gastón
apenas si gasta. Con buen ojo, vive en su lavandería de calle
Buenavista, en pleno corazón del barrio madrileño de Lavapiés.
Diariamente allí pinta una bella paradoja: durante la mañana y
parte de la tarde, Gastón limpia y centrifuga todas las manchas de
ayer, tanto las tuyas (si con tu bolsa de ropa sucia bajo el brazo te
animas a visitarlo) y las mías (yo frecuento su establecimiento a
menudo) como las suyas, porque Gastón es lavandero pero también
pintor abstracto, dedicación ésta última obligada a mancharse. De
modo que cada noche, cuando las grises lavadoras industriales duermen
con sus párpados de cristal abiertos, Gastón despliega unos paneles
de madera ya muy gastados y con sus dedos, palmas de las manos y a veces hasta usando los codos se afana en crear colores y mundos
irremediablemente irrepetibles. “Y es que acá no hay dos cuadros
iguales, Fernando”, me repite siempre él. Gastón es chileno. Le
encanta conversar. A mí me encanta oírle hablar de sus lienzos.
Tengo predilección por uno de ellos. Se titula Deshielo. Es
muy grande. Está colgado sobre una hilera de centinelas del lavado
que parecen custodiarlo igual que guardas de museo. Gastón promete
que es Chile lo que encierra ese paisaje, pero yo pienso que se trata
de Andalucía. En concreto, me recuerda al mar de Málaga. Quizá por eso no
hay vez que no me quede embobado repasando sus contornos mientras
escucho cómo la secadora termina de arrullar mi ropa. La primera
ocasión que entré en su lavandería-taller, Gastón me contó que
hace años expuso en Córdoba. “En un palacio muy grande”, y
añadió, “yo no fui pero sí varios de estos lienzos, y vi fotos
de todo aquello”. Ya esa misma mañana nos llamamos amigo el uno al
otro. Me acuerdo que compartimos una cerveza de las que guarda
escondidas en la trastienda, aunque con el tiempo he ido descubriendo que la
predilección de Gastón es el tinto. Luego recogí mi ropa en un
cesto amarillo. La fui doblando con mucho cuidado. Olía a limpio.
Por un rato me sentí de vuelta en casa. “El secreto, es algo que sólo
confieso a los clientes habituales, está en echar siempre un poquito
de suavizante de más”, me explicó Gastón con una sonrisa de
oreja a oreja. Y yo le di las gracias.
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Imagen: Gastón Covarrubias, junto a varios de sus muchos lienzos.
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jueves, 12 de noviembre de 2015
Ciudad Ferrocarril
En
mi ciudad hay una calle del Ferrocarril. Allí puede visitarse el
museo del Tren. Yo vivo muy cerca. Curiosamente todos los
establecimientos de la zona parecen tomados de un cruce de vías. Se
llaman bar El andén, ultramarinos Quinto vagón, lavandería
Catenaria o salón de juegos Vapor. Algunas mañanas veo montañas de
humo negro construir el cielo. Siempre me hacen pensar en fuego.
Imagino envuelto en llamas uno o varios comercios del barrio. Los
vecinos niegan al tiempo que sonríen y tratan de calmarme. Es sólo
la locomotora, repiten. Ya está entrando en la estación. Muy pronto
escaparemos de mi ciudad.
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miércoles, 11 de noviembre de 2015
Microrrelato por viaje: Estepona
En
el jardín de casa hay una flor de tacto áspero, sin aroma ni
color. Tiene espinas afiladas como papel. Sus hojas son de
periódico y los pétalos, negra tinta. El interior de su corola
esconde la fotografía de otra flor.
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Fotografía: Pablo Moreno
Cuento: Fernando García de la Cruz
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lunes, 9 de noviembre de 2015
Caminante de palabras (#2): Estepona
Pablo Moreno, autor de Caminante de palabras, escribe sobre el municipio malagueño de Estepona para el blog:
"Una
de las grandes dudas que te surgen cuando visitas Estepona es quién
riega todas las macetas que engalanan las calles del centro. Existe
un sinfín de maceteros de todos los colores y lunares y uno piensa
que debe ser una tarea titánica preocuparse por cada una de las
plantas. Supongo que deben contar con la ayuda de los vecinos. Por
continuar con el líquido puro, la cascada artificial del Orquidario
es un lugar digno para probar el "efecto seda" en
fotografía. Aunque, tal y como me comentó una visitante, ella
prefiere las cataratas del Niágara que había visitado
recientemente. Puede que tenga razón, pero de lo que no hay duda es
de que un caudal de esas características podría dejar las cúpulas
del Orquidario relucientes. Por cierto, el restaurante Vitín de la
Plaza de las Flores es un buen lugar para dar un alto por su
excelente relación calidad-precio y la amabilidad de sus camareros."
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Fotografía y texto, por Pablo Moreno.
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domingo, 11 de octubre de 2015
Contando ovejas
Todas
las noches cuento ovejas hasta que me duermo, lo que suele ocurrir
entre la oveja 3.458 y la 5.716, aunque cada noche es un mundo.
Normalmente me entra algo de sueño con la oveja número 1.113, pero
tampoco sucede siempre. Resulta complicado de explicar. Pero
agradezco de corazón el ahínco y la fidelidad de mis ovejas. Pese a
que veces dudo si la que brinca es la misma oveja que cuento y
recuento en bucle. Porque son tan parecidas entre ellas, tan
algodonosas e indistinguibles. Claro que yo no sé interpretar sus
balidos y quizá ahí resida lo que las diferencia. Desde luego a mí
me suenan igual. Por eso ayer no comprendí de primeras qué pasaba.
Había sido el mío un día agotador. Terminé de cenar casi muerto.
No exagero, los párpados se me cerraban. Rendido arrastré el cuerpo
hasta la cama y enseguida caí dormido. Al rato escuché balidos.
Muchos. Pensé que eran soñados. Pero al abrir mis ojos descubrí
incontables ovejas rodeándome. Sus caras, de auténtico enfado.
Quise apaciguarlas con palabras amarillas. Inútil. Sólo se calmaron
al escuchar que empezaba a contarlas. Entonces saltaron felices sobre
mi cama en otra noche de insomnio.
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jueves, 8 de octubre de 2015
Microrrelato por viaje: Almáchar
El
pueblo era una rayuela de casitas blancas. Allí se conocieron,
jugando en sus calles. También cerca del viejo cauce, donde se
besaron por primera vez. Y en la plaza mayor, que presenció su
primer baile, guapísima ella con su vestido coral, muy elegante él
de chaqueta y corbata azul. El bar de Matías acogió las primeras
borracheras. Crecieron felices: el uno con el otro y casi sin querer.
Pero llegó un día en que no coincidieron. De repente dejaron de
encontrarse en cada esquina. Olvidaron la rayuela. Los niños se
habían hecho mayores.
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Fotografia: Pablo Moreno
Cuento: Fernando García de la Cruz
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miércoles, 7 de octubre de 2015
Caminante de palabras (#1): Almáchar
Pablo Moreno, autor de Caminante de palabras, escribe sobre Almáchar para el blog:
"La
luz intensa que desprendían las encaladas paredes del pueblo hizo
fijar la mirada en la panorámica más bella del pueblo. Era
mediodía. Se trataba de un momento excepcional para saborear los
productos de la tierra. En uno de los restaurantes cercanos a la
antigua iglesia pudimos degustar una de las mejores carnes. El sabor
conseguido gracias a la buena elaboración y a la adquisición de un
producto excepcional evocaron los mejores recuerdos. Instantes
después de disfrutar de la gran comilona, se imponía hacer un poco
de deporte. Almáchar es perfecto para ponerse en forma. Protegido
por gatos, en la villa hay empinadas cuestas y pendientes para todos
los gustos. Subirlas puede constituir un reto. Por eso, uno piensa
que podría ser posible la construcción de un funicular, un tranvía,
un ascensor panorámico de cristal o incluso montar un tren
turístico. Dos fueron los núcleos expositivos visitados, pero yo me
quedo con una fotografía del Museo de la Pasa en la que aparecía a
escondidas un amigo. La visita coincidió con la Feria del Ajoblanco,
un elixir mágico a base de almendras que cedí amablemente tras la
insistencia de un periodista salvaje. Por cierto, aquí me sirvieron
la Pepsi más barata de los últimos años. Eso sí, después de
aprender mi primera frase de coreano que apenas ya recuerdo. Mamoko
es un nombre propio que jamás se olvida."
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Fotografía y texto, por Pablo Moreno.
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domingo, 4 de octubre de 2015
'Tiempos verbales'
Presente
continuo y a la vez simple el nuestro. Ahora histórico. Pasado un
beso veo el futuro. Es indicativo, pluscuamperfecto, sin imperativos
y tan olvidado de pretéritos que nunca sé conjugarte en
condicional.
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viernes, 2 de octubre de 2015
LLEGADAS (T1)
Ella bajó
de un avión,
en
su maleta traía el cielo.
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jueves, 1 de octubre de 2015
Watergate costasoleño (y II)
Tampoco
soy Carl Bernstein y ni siquiera me parezco a Dustin Hoffman, pero
recuerdo que una noche a última hora en el periódico, justo antes
del cierre, necesitaba triple confirmación para publicar al día siguiente mi historia e hice igual que en la película Todos los hombres del presidente; me
encerré en una sala con el auricular del teléfono pegado a la oreja
y le dije a mi fuente “no te pido que me digas nada, tan sólo voy
a contar hasta diez, ¿vale? Voy a contar de cero a diez y si al
finalizar aún sigues al otro lado significará que no hay problema
en salir con el artículo mañana, ¿de acuerdo?” Oí un “de
acuerdo”. Inmediatamente empecé: “Cero, uno, dos, tres,
cuatro...” Comprobé que todavía había línea. “Cinco, seis,
siete...” Increíble, ¡aún línea! “Ocho... Nueve... ¡Y
diez!”. “¿Queda todo claro, no?”, me preguntó la fuente.
“Gracias”, contesté yo antes de colgar. Y así fue, de veras que
sí, cómo firmé mi mayor exclusiva: el veterano entrenador y
querido exfutbolista Ricardo había cerrado de cara a la nueva
temporada el fichaje de Ricardito, esperanza de futuro para el equipo
del barrio y su hijo de nueve años.
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miércoles, 30 de septiembre de 2015
Watergate costasoleño (I)
No
soy Bob Woodward ni me parezco a Robert Redford, pero sí que vestí
americana y corbata todas y cada una de aquellas noches en la quinta
planta del aparcamiento de calle San Lorenzo. Allí, tan silencioso,
en un recodo sombrío y húmedo alejado del azul fluorescente,
siempre vigilando la lumbre de su cigarrillo, me esperaba la silueta
de Garganta Profunda; su homólogo costasoleño en realidad.
Acostumbrábamos a hablarnos muy bajito, casi en susurros. A veces
uno de los dos callaba de repente y miraba de refilón a izquierda y
derecha, presintiendo una presencia acechante, espía. Mis preguntas,
invariablemente las mismas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo, por
qué. Y todas esas uves dobles, para mi asombro, qué deleite me
producía, encontraban respuesta en sus labios coloreados de
penumbra, mientras la luz del pitillo subía, bajaba, se atenuaba,
aunque sin llegar jamás a extinguirse. Nuestros encuentros eran
cortos, acelerados, y en un momento dado, súbito parpadeo,
Garganta Profunda desaparecía igual que un prestidigitador. Quizá
nunca había estado allí, dudaba yo a veces. Y ya solo, en peligro,
con tanto miedo como sudor bajo mi flequillo, corría escaleras
abajo, huyendo de atacantes invisibles. No me detenía ni siquiera al
pisar la calle sino que seguía trotando hasta la parada de taxis más
cercana, ubicada a varias manzanas del aparcamiento. Recuerdo cómo, durante el trayecto en coche hacia la redacción, giraba
continuamente la cabeza temeroso y buscaba faros enemigos al otro
lado de la trasera del taxi. Únicamente me sabía a salvo en el
periódico, atrincherado frente al brillo fantasmagórico de mi
monitor, mientras daba forma al artículo del día siguiente. Fueron
tiempos difíciles. Entiendo que el director me quitase de escribir
horóscopos.
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Imágenes: Fotogramas de la película Todos los hombres del presidente.
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sábado, 26 de septiembre de 2015
Sin deterioro
Todos
deberíamos irnos sin deterioro, que una tarde se nos haga de noche
mientras aún veamos luz. Y un corazón, el tuyo, también el mío,
no debiera amagar con sustos, volverse arrítmico ni propenso a
sofocos. Tampoco está bien que con los años nuestras piernas
flaqueen o que las manos tiemblen y pierdan tanta fuerza como
destreza, hasta llegar a un punto fatídico en que ya no saben
agarrarnos al mundo. Pero principalmente nadie debiera asistir a su
olvido. “Por increíble que parezca ahora no recuerdo el nombre”,
me reconoce Matías con más pena que cansancio. Tiene noventa años.
Me habla de su nieta. “Todos deberíamos irnos sin deterioro”,
añade. Y creo entender, aunque cuando miro sus ojos claros, que
todavía guardan brillo, igual que las arrugas del rostro no le
borran una sonrisa amplia y sincera, o esa inmensa alegría con la
que me narra sus ayeres, jamás pienso en deterioro, sino en vida.
viernes, 25 de septiembre de 2015
OVEJAS
Una oveja abrió la cama, otra mulló mi almohada, entre dos me arroparon, pero no recuerdo qué oveja troceó el somnífero.
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jueves, 24 de septiembre de 2015
El mosquito
El
mosquito apareció petardeando igual que una motocicleta antigua.
Volaba de un rincón a otro del coche como la bola de un gigantesco
pinball,
posándose a ratos encima
del volante o frente al velocímetro, también en la luna delantera,
incluso sobre los botones de la radio. El mosquito, quizá sabiéndose
observado, comenzó a rondar mis manos. Buscó una muñeca, la
izquierda, me picó a placer. Entonces migró de brazo y ahí
contraataqué. Consiguió zafarse. Distraído vi que un deportivo me
echaba las luces. Me aparté sin comprobar el espejo retrovisor y un
camión cisterna hizo sonar su bocina quejoso. Di un respingo. Tuve
miedo. El mosquito, no. Sus ojos diminutos y negros, ansiosos de
desafío, me miraban mirarle. Llegué a creer que aquel insecto
quería insultarme, me llamaría cabrón, imaginé, hasta mentaría a
mi madre. Pero silencioso, todo crueldad, el mosquito nada dijo
mientras se acomodaba justo en el centro del asiento reservado para
el copiloto. Lancé un nuevo puñetazo que esquivó sin alharaca. Su
réplica fue demoledora. Vino contra mis gafas, además cambiaba de
lente según con qué mano intentara yo golpearle. Un púgil
magnífico que no logré impactar. De repente sentí que mi cuerpo
buscaba, no sé, algo así como escapar del sillón, pero el cinturón
lo impedía. Arriba y abajo cambiaron de lugar.
Desperté
en este hospital. Sobrevivirá, repiten los médicos. De mi brazo
nace un tubo color rojo. Serpentea hasta una cama próxima. Allí
duerme el mosquito.
miércoles, 23 de septiembre de 2015
NARANJA (MEDIA)
Ahora
verás naranja, me había avisado la doctora en urgencias, pero no
dijo que esa mañana cuando regresara a casa tú, aún en pijama, tu
pijama naranja a juego con tus ojos también naranjas, olerías a
naranja, me sabrías a naranja, a zumo de media naranja.
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lunes, 21 de septiembre de 2015
Inamovibles
Curiosamente
simétricas (mismo cardado color platino, hermanas de gafas de ver,
análogas en edad y constitución) dos señoras mayores beben y
conversan en la mesa de al lado. Repasan la distribución del piso de
una de ellas. No llegan a un acuerdo. Te repito que ese cuarto queda
enfrente del zaguán, una continuación directa, explica la
propietaria del inmueble. ¿Tú crees?, insiste la amiga y dice más,
yo creo que no, que tu habitación cae justo detrás del recibidor,
cierto, pero formando un ángulo, ¿sabes a qué me refiero?, es todo
un requiebro lo que hay ahí. Y vuelven a empezar o más bien vuelven
a la carga, cada una con su punto de vista inamovible, que es quizá
lo único que me las diferencia o me permite distinguirlas. Llevan
horas enfrascadas en la cuestión espacial. Terminadas las ultimas
copas de vino, ambas deciden retomar el tema al día siguiente. Se
prometen argumentos convincentes. Una tomará medidas de casa,
incluso le pedirá la cinta métrica a su nieto. La otra aparecerá
con una vieja fotografía tomada hace muchos fines de año. Ahí se
verá claro, garantiza. Se despiden con dos besos para luego caminar
juntas calle abajo. Mañana por la noche coincidiré de nuevo con
ellas en el bar. Desde mi mesa, tan cerquita y contigua, pegaré el
oído. Y ninguno de los tres querrá cambiar de vida, de idea, ni tan
siquiera de postura.
viernes, 18 de septiembre de 2015
Cerca
Sucede
a media mañana, cuando deambulo por casa. También en mitad de la
noche, justo antes de volver a dormir o al menos intentarlo. En
realidad me ocurre a todas horas, en cualquier momento. Paso delante
de tu puerta y se me escapa: Hola. No estás pero a diario continúo
entrando en tu habitación para gastarte una broma, contarte algo,
preguntártelo. ¿Y Pilar, ha salido? Le decía ayer a María. Es
bonito que se me olvide. No me acostumbro. Pese a lo lejos te sigo
pensando cerca.
miércoles, 2 de septiembre de 2015
Despertar
Sólo
dos minutos más, susurra ella en una mañana muy fría para ser
verano. Descansa, yo contaré por ti, escucha decir a su lado. Es una
voz que acaba en un par de manos enterradas, recorriendo su pelo. Y
ella hace caso y sonríe, y se deja rascar y adormecer, y también
deja de pensarse, aunque como en sueños sí que piensa o se sigue
pensando, pero de forma atenuada, con mucha pereza, desde lejos. Y
así vislumbra, igual que si estuviese en un corredor bañado de
luces y sombras, todo aquello que tendrá que hacer hoy en el
trabajo, y también lo que hará luego, a la tarde. Ella incluso
piensa y aventura lo que hará durante el largo mes de setiembre, aún
por llegar. Y en un momento dado se descubre pensando, o mejor
recordando, lo que hicieron anoche y en ese instante imagina y cree
adivinar qué quiere y querrá hacer él de aquí en adelante. Por
eso le da un beso, en realidad únicamente lo intenta, porque está
tan dormida, tiene tanto sueño, que el beso se pierde en los
rincones de su cabeza acariciada. Inevitablemente ella vuelve a
desvanecerse otro poco, hasta ahora mismo, que con pena le ha
parecido oír algo como ya es la hora o ya es tarde, o ya han pasado
ese par de minutos. Aún nota las dos manos trenzadas bajo su pelo
cuando pestañea y abre los ojos. Se miran. Se incorporan. No dicen
nada. Son ayer. Tiempo de despertar.
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Imagen: A couple in bed (painting)
miércoles, 26 de agosto de 2015
40 años de Tiburón
Necesitaremos
un barco más grande y una bombona de oxígeno. Y traigan también
sus rifles. Al dispararlos a la vez sonarán como estas uñas
escamando cientos, miles de pizarras, puedo garantizarlo. Yo les
diré, si guardan silencio, cómo atrapar un gran blanco. Acérquense,
apenas queda tiempo. Primero, hará falta una jaula de metal y dentro
de ella meteremos a un oceanógrafo barbudo. No olviden al
cazatiburones, hacen muy bien en mirarme, claro. Quint esperará y
maniobrará junto al timón. Aunque en realidad el único que importa
es nuestro héroe, ¿dónde está? Porque necesitaremos un héroe, al
mejor entre todos ellos, para derrotar este nuevo miedo que Steven Spielberg grabó para nosotros hace ya cuarenta años. Él estará
solo ante el peligro, solo frente a un demonio de caucho y plástico,
un robot escalofriante y monstruoso, tan adictivo como la alternancia
hipnótica de dos notas musicales. Escuchen la tensión, la angustia,
el terror. Imaginen ver o verse, acechar y acecharse, a través de
sus ojos negros y muertos. Son ojos de escualo, de horrible tiburón.
Es un animal asesino. Es el peor de los hombres. No hay duda, cambió
las películas. Su explosión en mil pedazos fue el primer taquillazo
veraniego. Ahora nos preocupa más, realmente nos paraliza, el final
del turismo. Muy improbable, pero a ratos Málaga me recuerda a la
isla de Amity. Por eso siempre que puedo bajo a la playa de los Baños
del Carmen y desde la orilla, con mis grandes gafas de ver, que en
nada han de envidiar a las del jefe de policía Martin Brody, oteo el
mar azul, a veces coloreado de verde, y siempre está en calma. Y
reconozco que siento miedo. Mucho. Pero jamás pierdo la esperanza de
que tarde o temprano vislumbraré entre las olas una aleta dorsal
oscura y estilizada como un fragmento de celuloide a la deriva.
Tiburón hizo de mi vida cine.
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Fotogramas e imágenes del rodaje de la película Tiburón.
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domingo, 23 de agosto de 2015
"Hoy durará siempre"
Paula
y Juan, y un par de tazas de leche con azúcar. Café una mota tan
sólo. Anoche regresaron tarde, después de las cuatro y media. Ya
son casi las once, dice uno mientras los dos desayunan en la salita.
No han dormido. Se sonríen. Y cada nueva sonrisa colorea de rosa ese
amago de ojeras. Paula y Juan se hablan a los ojos. Sueñan con
alquilar un coche, quieren ir a Granada. Pero tras el último sorbo
lo que harán esta mañana de domingo será ducharse y coger el
metro. Bajarán con la línea 1 hasta Atocha. Desde allí remontarán
la cuesta de Moyano y se detendrán en todas las casetas. Apuesto a
que mirarán los libros de oferta al tiempo que se recomiendan
lecturas y regatean con varios tenderos. Para Paula, y Juan
coincidirá, agosto no lo es tanto bajo los árboles del Retiro. Por
eso pasearán por los caminos alrededor del lago y sus barcas. Mira
qué han dibujado en la boya, comentará Juan y a Paula le hace
gracia. También visitarán el Palacio de Cristal, donde dentro
encontrarán instalada una jaima gigantesca, llena de música y
murmullo de conversaciones. Luego me gustaría que rodearan la Fuente
del Ángel Caído, justo antes de ir a sentarse en un banco de
ubicación imprecisa. A la sombra compartirán viajes y anécdotas.
Como esa ocasión en la que Paula estuvo a punto de participar en un
concurso de televisión y sólo el azar pudo impedirlo, ya había
pasado las pruebas. O aquella otra en que Juan, tan propenso a lo
absurdo, casi se vio envuelto en un asunto de capa y espada. Y qué
pronto se les hará tarde. Pero a Paula y Juan no les gusta tener
prisa. Querrán no tener reloj. De modo que seguirán contándose y
en un momento dado supongo que echarán a andar hasta perderse por el
barrio de las Letras. Quizá coman en un bar de la calle Huertas.
Mejor tal vez en uno próximo a la plaza de Santa Ana. Y después, a
la hora del café, seguro que con mucha leche y azúcar, apenas una
motita de café únicamente, se mirarán y sonreirán. Y de hecho no
dejarán de sonreírse ni de mirarse. Porque el tiempo se habrá
detenido o sencillamente ha dejado de existir entre los dos. Y de
nuevo es por la mañana. Paula y Juan desayunando en la salita.
Observo sus tazas y ojeras de no haber dormido. Con todo el domingo
por delante para soñarse.
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Lienzo: El Retiro, Joaquín Sorolla.
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viernes, 21 de agosto de 2015
Hacerse mayor
Ni
Uri ni yo somos tan rápidos como solíamos. A mí me frena una
rodilla, la derecha. A él le flaquea la columna a la altura de los
cuartos traseros. Y para Uri resulta mucho peor. Porque ya no festeja
sus noches corriendo de aquí allá. Recuerdo cómo a horas
intempestivas trotaba siempre por casa con su pelota favorita y esa
gran lengua de sofoco asomándole a un lado de la boca. A Uri tampoco
le queda ímpetu de ladrar conversaciones (y algún que otro insulto)
con los demás canes del vecindario, que ahora hablan solos toda la
madrugada. Nuestro perro ya ni siquiera se nos une a la mesa si
cenamos muy tarde. Se ha vuelto menos glotón. Y casi siempre se
acuesta el primero. De repente observamos que se levanta del sofá y
marcha despacito, como un pequeño sonámbulo, hasta su rincón,
donde coge la forma de un peludo ovillo de sueño. Cuando llego a
casa en una de esas noches que ni mi rodilla consigue frenarme a salir, lo encuentro
adormilado y el pobre no puede levantar los párpados ni los huesos.
Una leve agitación en su cola es la única muestra de
reconocimiento, de alegría. En esos momentos me asalta un
miedo azul que no consigo borrar pese a que pestañeo una y mil veces.
Queriendo ahuyentar el susto me tumbo a su lado. Uri no hace ningún
ruido. Quizá cree que no soy más que un sueño que le acaricia una
pata, que le rasca el lomo, ya de color muy gris, mientras le cuenta
que mañana saldrán a la calle bien temprano para oler cada esquina
y luego, Uri, escúchame, comeremos a medias un poco de jamón, de
queso, incluso algo de pan, manzana y hasta tortilla... Finalmente la
duermevela también acaba por vencerme. Entonces, tan dormidos como
indefensos, cae sobre nosotros el tiempo. Y al vernos yo creo que se
apiada y nos hace viejos y mayores, sí, pero a los dos juntos.
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Fotografía: Uri posando en la terraza.
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jueves, 13 de agosto de 2015
Ayeres
Algunas
mañanas me despierto aprensivo y creo que esa muela quejosa me va a
estallar, luego temo que mis ojos y orejas también puedan explotar,
y al final acabo preguntándome si no será que hasta mi corazón
late a un paso de saltar por los aires. Son días largos y azules en
los que me duele el hígado, la rodilla derecha, ambos pulmones, una
muñeca, la izquierda, los dos tobillos, el lugar donde yo creo está
el páncreas y un testículo (no diré cuál). Por eso tomo pastillas
amarillas. Muchas. Alivian mi malestar. Además, bebo piezas de
fruta, una tras otra, y como litros de agua, uno tras otro, o es al
revés; sólo de pensarlo mis nervios se crispan. Cuando cae la noche
siempre bajo al bar de la esquina. Allí estallo con tres cervezas y
entonces hablo con todos, tonteo con todas. Ya no pienso que mañana
pueda dolerme nada. Soy mi mejor ayer.
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Fotografía: Keith Richards.
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martes, 11 de agosto de 2015
Cardíaco ('rojo')
De
un tiempo a esta parte me viene doliendo el corazón. Me ocurre
estando con ella: esas tardes que paseamos junto a la playa o
mientras compartimos una cerveza, sentados en cualquier bar del
centro; también cuando nos acostamos. Siempre es el mismo dolor de
punzadas arrítmicas. Tantas y tan fuertes que el otro día desperté
en el hospital. Ella esperaba junto a mi cama. La vi despeinada, el
gesto muy preocupado y llena de miedo, y sus ojos, así como sus labios, grandes y temblorosos, latían, me miraban. Y yo quise
decirle guapa y gracias, y que no se asustara, pero un enfermero sin
rostro la apartó. Sus gritos eran de color rojo.
lunes, 10 de agosto de 2015
Ladrón de ida y vuelta
Llueve
en agosto. Se mojan nuestras cabezas mientras en un callejón junto
al mar alguien me atraca. Sólo tengo mi cartera. Se la ofrezco.
Vacía, es su protesta. Compongo un gesto de disculpa, los hombros se
me caen hasta el suelo, simétricos, la cara tan amarilla como papel
viejo y las manos, mis manos cuelgan sin temblor, son de muerto. Tú
estás mal, quiero que me pregunte pero el asaltante no duda. A media
voz me oigo reconocer que un poco. Pues vete ya, anda, y me devuelve
la cartera. En su interior hay un billete.
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viernes, 7 de agosto de 2015
Marrón
Marrón
tiene un revólver y un gran problema en cada mano. El contable se
niega a abrir la caja fuerte mientras afuera el sheriff no
deja de gritar que salga y se entregue. Ya oye a sus muchachos rodear
el banco con pasos fantasmales, un leve crujir de baldas amarillas.
Marrón piensa en Blanca vestida de negro, los ojos llorados. No
llores, mi querida, quiere decirle, te prometí que escaparíamos.
Marrón dispara al contable en una pierna, la izquierda. Y cuando el
contable cae entre aullidos de dolor los hombres del sheriff
irrumpen en el banco. Entran por ventanas, puertas y paredes. Son
tantos. Son demasiados. Marrón derriba a dos, incluso hiere a un
tercero, antes de que una bala alcance su columna y otra, casi
simultánea, destroce su mandíbula. La última y definitiva desangra
su corazón. Marrón también se cae o cae para siempre, aunque no
hace ningún ruido. No muy lejos de allí Blanca todavía sueña
con un romance en Durango.
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Fotograma: Paul Newman y Robert Redford, en Dos hombres y un destino.
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Fotograma: Paul Newman y Robert Redford, en Dos hombres y un destino.
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jueves, 6 de agosto de 2015
Un sueño
Anoche
soñé que nos conocíamos mucho antes, aunque ya sabíamos qué
vendría después. Por eso yo intentaba que todo fuese distinto. Pero
tú insistías debe suceder igual. Sólo así, prometías en mi
sueño, volveremos a conocernos.
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miércoles, 5 de agosto de 2015
'Verde' (relato)
Verde
tiene las mejillas y los ojos enrojecidos de risa y cloro. No
deberías abrirlos mientras buceas, le digo siempre. Pero ella sonríe
y no hace ningún caso. Luego me promete, a sabiendas de que será
mentira, tan sólo unos largos más, a ver si ahora puedo, papá. Y
yo no puedo evitar reírme. Entonces Verde me mira un poco extrañada,
sin llegar a comprender. Luego desiste o se le olvida y se sumerge
otra vez para un nuevo intento, y observo cómo se aleja muy
despacito, moviendo sus pequeños brazos morenos y dando patadas
cortas y algo torpes contra el agua. Noches atrás, después de
cenar, mientras contábamos estrellas, me contó entre susurros que
su esperanza es cruzar este verano la piscina, ida y vuelta recalcaba
con voz solemne, sin sacar la cabeza para coger aire. Mi esperanza es
Verde.
domingo, 2 de agosto de 2015
Noctámbulos
Una
maldición. Un cruel encantamiento. Ocurre cada noche a las cuatro de
la mañana. Despierto y ella está a los pies de la cama mirándome,
toda vestida de blanco, fantasmal. Dice mi nombre muy bajito, igual
que un susurro, y me pregunta si sigue siendo guapa, si la echo de
menos. Y yo contesto con la voz ahogada de sueño que siempre será
guapísima, pero ha pasado mucho tiempo. Y con unos ojos que parecen
besos amarillos ella me observa durante largo rato sin comprender.
Luego gira sobre sus talones y se marcha del cuarto muy despacio,
abatida. Entonces corro a cerrar la puerta con la promesa de un
divorcio que nunca llega.
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sábado, 1 de agosto de 2015
Azul
Todas
las tardes de vacaciones Juan contempla el mismo barco atracado a
kilómetro o kilómetro y medio de la playa y no hay día que no
piense, y así se lo dice a Azul, sentada a su lado sobre una toalla
amarilla, que nadando podría llegar fácilmente hasta el buque. Y
Azul, mientras se recoge y peina el pelo en una larga cola libre de
enredos, o al tiempo que levanta la mirada de esa revista que acaba
de comprar de camino a la playa, o simplemente mientras está
haciendo nada salvo ser Azul y tumbarse quejosa bajo el sol, siempre
le responde con desgana que eso para qué, Juanillo, pues vaya
estupideces se te ocurren, y qué harás cuando llegues junto al
barco, ¿pegar un grito? ¡Eh, ustedes, los de a bordo, dejadme
subir! Y al final les pedirías que por favor te trajesen de vuelta,
si te conoceré yo, Juanillo. Entonces Azul se interrumpe para reírse
de su propia ocurrencia. Pero Juan no la escucha. Ni siquiera lo
finge. Por eso no oye cómo Azul le recuerda que su rodilla, la
derecha, está fatal y ya no aguanta ni un kilómetro andando, mucho
menos en el agua, Juanillo. Y de nuevo ella ríe o se ríe, aunque
esta vez algo más bajito. Mientras, Juan sigue observando el barco
y, tras cada pestañeo, siente que ese gigantesco buque blanco y
azul, cargado de contenedores, cientos de ellos, de tantos colores,
va dejando de parecerse a un barco. Sobre el mar, que es plomo
líquido, la embarcación flota y brilla como una casa o un ascenso,
o como la propia Azul brillaba hace mucho tiempo, vestida de novia y
tan sonriente. Qué guapa, qué recuerdos. Y por un momento parece
que hoy se ha convertido en ese lejano día, así lo siente Juan,
pero en realidad es la última tarde de julio y Azul y él volverán
mañana a la ciudad. Mejor no pensarlo, piensa Juan, que se levanta
igual que un resorte. Antes de llegar al rompiente de las olas su
rodilla ya duele. Y es que no puede ser bueno caminar sobre esas
pequeñas y puntiagudas piedras del demonio. Pero Juan no se amilana,
sino que salta. Se zambulle con brío. Y está nadando. Poco a poco
acompasa su respiración con sus brazadas y patadas contra el agua. Y
avanza a buen ritmo. Juan no quiere mirar atrás, pero sabe que no
está cerca de la orilla. El mar tiene un tono verde azulado. Es
frío, envolvente y revitalizador. Y Juan siente cómo todo su cuerpo
despierta. Por fin alza la cabeza, aún dista mucho hasta ese barco
que no es un barco, sino Azul. Es Azul, que le espera en cubierta. Si
se concentra, Juan la escucha gritar que se dé prisa, que nade otro
trechito, ya casi ha llegado. Y qué guapa, qué recuerdos. Y de
nuevo Juan bracea, patalea. Sin tanto ímpetu, pero recobra el ritmo.
Conforme los minutos transcurren, el ahogo y la fatiga sofocan sus
músculos. El buque tampoco parece acercarse, sino todo lo contrario,
es como si se alejase. O, ni uno ni lo otro, como si se mantuviera a
la misma distancia y nadara a idéntica velocidad que Juan. Por
primera vez, gira la cabeza. Juan tiene dudas. La playa queda
lejísimos. Está a mitad de camino. Pero no tiene sentido volver.
Únicamente puede proseguir, esforzarse hasta Azul. Juan lo
conseguirá. Lleva todas las vacaciones imaginando este momento,
anticipando su victoria. Y Juan no cree que sea un mareo eso que
siente. Aunque no ve bien. Y hasta el cielo parece nublado, borroso,
líquido. Y las olas le sumergen la cabeza. Está tragando agua.
Mucha. El sabor es horrible. Los siguientes movimientos de Juan se
ralentizan. Comprende que le cuesta razonar. Y la rodilla duele.
Demasiado. De hecho, toda su pierna derecha le arde. Rabia de dolor.
Juan intenta flotar, hacerse el muerto para recobrar el aliento.
Aunque no se acuerda, ya no sabe cómo hacerse el muerto. Y se hunde
como uno de verdad. Bajo la superficie Juan vislumbra las
profundidades. Intenta calmar su respiración. Imposible. Le vienen a
la mente palabras como denso, miedo y negro. Aunque ahí abajo, entre
la nada, algo brilla. Qué luz. Juan la ve incluso desde detrás de
los párpados. Bucea hasta ella. Es Azul. Es Azul vestida de novia.
Que extiende los brazos. Que lo invita a que se acerque. Su traje es
de un blanco cegador. Juan abre la boca impresionado. Entonces todo
el mar azul entra por su garganta, desciende por el esófago, y anega
sus pulmones. Pero qué guapa, cuántos recuerdos. Y Juan sonríe
mientras se sumerge en otro mundo.
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Imagen: Lienzo de Jessica Ives.
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domingo, 26 de julio de 2015
Dormidos
Todo
lo que no pasa nos pasa de noche. Cuando no somos nosotros sino
nuestros sueños. Y desde tu duermevela de párpados rendidos me
dices aquello que por la mañana te callaste. Mientras yo imagino,
pero cuando duermo en realidad me parece un recuerdo, todas esas
vidas que hemos tenido y no tendremos, y cada una de ellas con sus
correspondientes trabajos y empleos, y tantas comidas y cenas
compartidas contigo, después de haber bajado a la playa o tras haber
andado perdidos, recorriendo calles, o a la salida de un cine de
París. Curiosamente anoche soñé con nuestro último viaje no
realizado. Y parece que al otro lado del mar no discutíamos, ni nos
éramos insinceros. Desde luego a mí me encantaba tu risa, al tiempo
que yo sentía que todo nos podía pasar pese a saber que no nos
podía pasar a nosotros. O quizá sí y todavía somos posibles, pero
tan sólo de noche, sin tocarnos, dormidos.
viernes, 24 de julio de 2015
De amarillo
Siempre
me ha gustado suponer más que saber, mirar en lugar de ver. Por eso
ella me gustó desde que la miré. O quizás, ahora que lo pienso,
cuando recuerdo, sólo supuse que ella me iba a gustar. El caso es
que llegó en ciclomotor y aparcó al final de una rampa que daba
acceso a la pequeña cala. Estacionó su motocicleta bajo una palmera
muy alta y un poco enferma, y enseguida se caló sobre su bonita,
pensé delicada, cabeza un sombrero de paja que vi florecer del
interior de su bolsa de playa. Y no sé por qué pero todo me iba
gustando. Antes ya se había quitado las gafas de sol con cristales
de espejo amarillo eléctrico y así pude admirar sus ojos, y estos
me gustaron. Como me gustó, en realidad me encantó, su traje de
baño, que también era amarillo, aunque de color más claro o menos
chillón, y de dos piezas. Y encima se sentó muy cerca de donde yo
había colocado mi toalla y donde leía, con calor y gorra, el primer
capítulo de Rayuela.
Y la novela me estaba gustando pero no tanto como su manual de
español. O no tanto como me gustó la manera en la que ella se
tumbaba boca abajo y pasaba páginas, no sé si leyéndolas o tan
sólo hojeándolas, cuando de repente ahora se desabrocha la parte de
arriba del bikini y en su espalda tostada, muy amarilla, surge una
franja algo más blanca, casi sin tostar, y todo parece volverse
distinto, lento. Y supongo que ya no puedo dejar de mirar porque en
un momento dado ella alza el cuello del libro y me ve mirándola. Y
entonces, puede que por rubor, puede que por la sorpresa, el gorro se
le cae un poquito hacia atrás, muy leve, como de forma
distraída, para quedarle igual que un birrete, como un improvisado
moño de paja sobre la coronilla. Sus labios perfilados en rosa
hablan un perfecto castellano, apenas algo de acento extranjero sin
procedencia, que sin embargo yo no comprendo. Y no la entiendo porque
lo suyo no era rubor, ya que mientras habla, ¿pero qué me está
diciendo?, ella se va incorporando y se sienta sobre su toalla y con
una pierna, la derecha, morena, tan esbelta y doblada bajo su hermana
izquierda, pisa la parte superior olvidada, abandonada, del traje de
baño amarillo. Y yo miro, yo veo. Y el mundo es redondo o así lo
pienso. También es doble. Casi simétrico. Digno de elogio. ¿Qué
decir? Pero debo decir algo. Y de hecho lo hago. Al menos oigo que es
mi voz la que habla. Pero me escucho desde muy lejos, como el que
atiende a las palabras de otro. Así oigo que le pregunto su nombre,
le pregunto por su tiempo en la ciudad, por su vida. ¿Y quieres una
cerveza? Claro que quiere. Acerco un poco la toalla entonces, si no
te importa. Pero qué le va a importar. Claro que sí, mejor incluso.
Pues brindemos. Luego me cuenta todo. Lo va narrando a sorbos. Y sus
labios rosas brillan mucho. De repente noto que, sin darme cuenta, yo
también estoy sobre la parte de arriba del bikini. Aunque déjame
que te cuente, que te explique de mí. Pero a ella siempre le ha
gustado más suponer, me hace saber. Yo no doy crédito. Me encanta.
Tanto que la gorra se me cae un poquito hacia atrás, deslizándose
hasta mi coronilla. ¿Qué iguales, no? Idénticos y risas. Y
simétricos seguimos allí muchas horas después hasta que cayó la
noche. Me gusta, lo cierto es que me encanta, suponer que desde la
distancia, apenas iluminados por las luces de los edificios, del
puerto, al otro lado de la bahía, no parecíamos dos sino uno.
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miércoles, 22 de julio de 2015
Mario
Mario
se siente acabado y se lo cuenta cada mañana a su reflejo, sin
miramientos, mientras en el baño intenta peinar ese mechón rebelde,
último retazo de la que hace años fue toda una melena rebelde.
Mario, lo mejor te queda muy atrás, se habla Mario con dureza; empleo, amor y juventud has perdido, te has perdido. Pero hoy el
teléfono suena pronto. Claro que Mario duda si cogerlo. Tiene miedo.
Finalmente contesta. Es una oferta de trabajo. Han aumentado la
producción. Quieren que vuelva. Y Mario no ha soltado el auricular
cuando escucha un nuevo timbrazo. Ahora es María. Después de tanto
tiempo quiere quedar. Esta misma noche. Los dos podían tomar algo
cerca del puerto. Los dos podían... No sabe bien qué. Pero ella
tiene muchas ganas de averiguarlo, repite varias veces. La tercera
llamada sorprende a Mario regresando al espejo. Y Mario ya no
responde. Aunque sí vuelve junto al teléfono y tira del cable.
Línea muerta. Silencio instantáneo. Y ese mechón rebelde que,
rendido, se pliega a los concienzudos vaivenes del peine. Es la
primera buena noticia del día. Mario se alegra. Incluso sonríe.
Está más guapo así, reconoce. Luego recuerda que se siente acabado, se lo cuenta como cada mañana y entonces hasta el Mario reflejado se entristece.
martes, 21 de julio de 2015
Café con leche
Recuerdo
cómo la taza te escondía nariz y boca, improvisado hocico de
porcelana blanca. Y tus ojos medio dormidos olían a café.
Centelleaban mientras te pedían algo que enseguida negarías con los
labios, también sabor café, pero con algo de leche, así te gusta
tomarlo. A mí, ya lo sabes, me hubiese gustado quedarme para
siempre, no irme jamás. Y quizás a ti también te hubiera agradado
aunque al rato probablemente no. Tampoco pasa nada. Tenía que
marcharme. Tenías razón. Era tarde. Cuestión de hallar la
incógnita entre antes o después. Con pena o sin ella. Desde luego
sin ti. Pese a que, otra vez con razón, yo podía haber remoloneado
unos minutos, a lo mejor incluso una hora o dos, por qué no tres.
Hacerme el perezoso para ganar tiempo, para pensarlo. Y mientras
tanto esperar juntos un nuevo día, con nuestras tazas en la mano,
sentados cerquísima, como alrededor de un fuego. Por favor un último
café, te lo prometo, habría mentido, pero ahora más claro, con
mucha leche, que sea tan sólo tu sombra o tal vez una pequeña nube,
de esas que persigues entre sonrisas por el cielo de Málaga. No lo
hice, lo siento. Me arrepiento cada mañana, cuando despierto del
mismo sueño. Entonces bebo café solo. Sin leche. Tan amargo que ya
no me sabe a ti.
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*Imagen: La autómata, lienzo de Edward Hopper.
lunes, 20 de julio de 2015
Mal de ojos
Al
principio ella era toda ojos. Dos ojos únicos, iguales, redondos e
inmensos, tan intensos como un sueño. De noche pequeños capilares
trazaban sus párpados juntos, abrazados. Adentro dormía el color,
la luz de mi mañana. Yo siempre le hablé a los ojos, sin pestañear.
Así descubrí que menguaban. Que tras cada riña, después de una
nueva decepción, aquellos ojos se encogían. Más y más diminutos, se fueron perdiendo por el mapa de su rostro. Hasta que un día, el último, ya
no estaban. Dos ojos desaparecidos, borrados, invisibles. Y un amor
que nunca había sido ciego.
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sábado, 11 de julio de 2015
BOB DYLAN (Córdoba 9/7/15)
Bob Dylan nunca me faltó cuando todas me faltaron. Tampoco me dejó
cuando me habían dejado. Porque sin estarlo Bob Dylan siempre estuvo
y ha estado ahí. Con sus largas letras de desamor para esas veces
que ya nada nos queda, amor. Bob Dylan, viejo amigo que estudió
conmigo cada noche de carrera. Con el que he escrito tantos cuentos.
Continuamente Bob Dylan se acerca al oído para dictarme frases que
mi mano jamás imaginaría. Bob Dylan también sabe ser un formidable
compañero de viaje, que charla por los dos cuando subo al coche. Y
Bob Dylan de ningún modo se escaquea las tardes que salgo a correr
hasta el dique de Levante. Entonces parece que sobre el puerto no
anochecerá nunca, o al menos no del todo, hasta que termine de sonar
la última nota de su Not dark yet. Bob Dylan eligió,
contando los bises, otras veinte canciones distintas que versionar
(algunos clásicos y mucho material de este siglo) para su concierto del pasado jueves en el Teatro de la Axerquía. Vestido de riguroso negro
de tobillos a cabeza, sus pies de setentón calzaban botas de una
nieve poco común en Córdoba, Bob Dylan fue el más enjuto de
los héroes. Con ojos claros y brillantes bajo la sombra de su
sombrero. En el Festival de la Guitarra Bob Dylan prefirió
tocar piano y armónica. Y Bob Dylan tocó más bien que mal. Igual
que cantó más mal que bien. Como suele. Algo extraño fue verlo
deambular por el escenario, pasear como un campeón en busca de
aspirante. Durante el round final a Bob Dylan le bastó con
arquear ambas piernas y extender sus brazos al cálido cielo de julio
para desatar la locura de un anfiteatro enamorado. Ante nuestra
sorpresa, Bob Dylan posaba. Qué cierto. Aunque había trampa: los
fotógrafos tenían prohibido el acceso. Qué certísimo. Y mientras
Bob Dylan nos miraba desde el centro del escenario, satisfecho de sí
mismo, con la cegadora luz de los focos y sus músicos escoltándole,
y toda Córdoba convertida en un aplauso eterno, yo también quise
ser feliz y me engañé creyendo que mi viejo amigo Bob Dylan me
reconocía entre el público y se alegraba de verme. Él no sonrió.
Pero una vez más Bob Dylan tampoco faltó en mi vida. ¡Gracias,
maestro!
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*Fotografías: Diario Córdoba
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Teatro de la Axerquía
sábado, 4 de julio de 2015
Anoche
A
veces se descubre tan harto de ayer que llora hasta mañana. Con cada
ojo atrapado en la pequeña cuenca de una mano temblorosa. Son noches
de lágrimas sabor cerveza. Primero bebe una. Luego otra. Y luego
otra más. Así hasta que pierde la cuenta. Entonces se toma la
última como brindis a quién era. A quién fue. Pero hace tiempo que
no se reconoce. Aunque se busca en las páginas de un libro en
blanco. En los versos de una canción sin letra. Para su sorpresa aún
recuerda antiguos hoy. Sueños que el alcohol vuelve reales. Que
intenta tocar con dedos suplicantes. Pero queman. Igual que un fuego
fatuo. Y ya no cree en ellos. Tampoco en él. Ni en su fantasma.
miércoles, 1 de julio de 2015
'Sopa de letras' (relato)
D
quiere casarse con E.
Pero D nunca encuentra el momento ni las palabras adecuadas para
proponerlo. Aunque cada tarde D y E bajan cogidos de la mano a la
playa, y D se siente morir cuando ve a E tan ladeada sobre su toalla,
tan envuelta por los últimos rayos de sol, convertida en el más
hermoso de los lienzos. Pero entonces la lengua de D siempre se
traba, volviendo sus palabras inciertas. O tal vez son ciertas.
Aunque sólo durante un instante, antes de pronunciarlas. Y un día
llueve pese a ser verano y D y E no quedan. Realmente lo decide E. De
modo que D también tiene que tomar su decisión: bajar al centro en
autobús o bicicleta. Acaba yendo a pie. D busca una novela que su
buen amigo S
le ha recomendado encarecidamente.
No sabe que A
trabaja en la pequeña librería de segunda mano y libros de ocasión
ubicada en calle M.
A es bella como un recuerdo, piensa D. A habla muy dulce. También
muy bajito. A parece no querer causar jamás molestia. Ni tan
siquiera al aire que la envuelve. Por supuesto, A no molesta a D sino
que le supone una gran ayuda. D encuentra la novela y un primer
atisbo de amor. Y no puede decirse que el mal tiempo veraniego dure.
Como tampoco puede afirmarse, sin faltar a la verdad, que D ya no
quiera casarse con E. Aunque en D ha despertado el anhelo de
desposarse con A. S opina que su amigo ha enloquecido. Y D actúa
cómo únicamente actuaría un loco. O un genio. Porque D sale con E
y A a la vez. Por tanto, D empieza a alternar las tardes en la playa
con los cafés literarios, las noches de terraza con los estrenos
teatrales. Es cuestión de tiempo que D, E y A terminen coincidiendo.
Ya ha acabado el verano cuando sucede. D sale de una tienda con A
cogida de la mano. Cuando allí que aparece E como llovida del cielo.
Además, E camina asida del brazo de O,
un despeinado periodista con fama de pagado de sí mismo, auténtico
adicto a perorar sin pausa acerca de las grandezas de su blog. D
escapa con tino del descorazonador encontronazo. Claro que D no
concibe, ni tan siquiera imagina, lo imposible. ¿Quién podría
adivinar algo así? Y es que E y A se han gustado. Y una y otra
deciden un día verse a solas esa misma noche. Y la siguiente
repiten. Y de pronto se dicen te quiero. Y al final se casan. Porque
ellas sí encontraron el momento y las palabras adecuadas. D es
testigo en la boda. Igual que R,
que tiene unos ojos enormes. Capaces de constelar un corazón
propenso a sofocos. R ha oído que D es un cabrón. Pero en la firma,
visto así de frente, al otro lado de las contrayentes, R lo juzga
simpático. Incluso interesante. Y durante la posterior celebración,
en un bar cercano a la playa, D saca a bailar a R para que todo pueda
empezar de nuevo.
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*Una las letras para resolver la sopa.
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*Una las letras para resolver la sopa.
miércoles, 24 de junio de 2015
'Cómplices' (relato)
Todos los días a las siete y media de la tarde me doy una ducha. Desde la pequeña,
cuadrada y siempre abierta ventana de mi cuarto de baño veo la
ventana, también abierta y cuadrada aunque de dimensiones algo
mayores, del baño en la casa de enfrente. Una apertura ubicada a
idéntica altura, apenas a una decena de metros. Al igual que yo, mi
vecina siempre se ducha a las siete y media. Pero nunca sola. Se
acompaña de hombres, no más de uno por tarde, jamás el mismo, a
los que besa, abraza y estruja entre sus brazos mientras el agua
espumosa los envuelve, y a ella el cabello se le enmaraña sobre los
hombros morenos y de tacto aparentemente suave, punto más bajo al
que llegan mis ojos al otro lado del marco de aluminio blanco.
A
mi vecina le gusta colocar a sus acompañantes de espaldas contra la
ventana para así no perder de vista el baño de enfrente. Cada tarde
nos miramos largo rato y ella, toda besos, manos y deseo, mueve sus
labios sin parar, pronunciando palabras de vapor que el grifo no me
permite escuchar. La ducha acaba a los quince minutos, cuando ellos
se separan y mi vecina cierra con una sonrisa la ventana. Una
constante durante las tardes del último mes. Pero hoy es diferente.
Porque su acompañante, puede que extrañado por las palabras que
dibujan los labios de mi vecina y que seguramente él sí oye, se
gira y me descube mirándolos; en realidad sólo la miro a ella. No
ha debido de gustarle porque rápidamente la empuja y luego, de nuevo
de espaldas contra la ventana, parece que la increpa mientras eleva
un dedo admonitorio, amenazador. Mi vecina no protesta. Aunque ella
también alza un brazo, el derecho, que en un abrir y cerrar de ojos
estampa con brillo metálico sobre su amante. La sangre en la
nuca no es visible hasta el quinto golpe de grifo. Sé que ha muerto
antes de observar cómo desaparece, resbalando poco a poco, igual que
un barco naufragado. Una vez hundido para siempre el acompañante, mi
vecina se asoma al sol de la tarde con una sonrisa. Por primera vez
me lanza un beso. Quiero corresponder pero ella ya no está. Y ha
dejado la ventana abierta.
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Fotograma de la película Psicosis.
miércoles, 3 de junio de 2015
'Corazón tan blanco' (artículo)
Lo
narra Javier Marías en Corazón tan blanco: Mateu, guarda
del Prado durante veinticinco años, oscila la llama de su mechero
muy cerca del borde inferior izquierdo de un Rembrandt. Ya ha
chamuscado parte del marco cuando Ranz, trabajador de la pinacoteca y
padre del protagonista de la novela, aparece. Ranz no sabe cómo
detener a Mateu. Agarra un extintor de pared mientras intenta que el
vigilante entre en razón. Pero no hay forma: “Estoy harto de esta
obra”, asegura Mateu. “Quizá si le propino un golpe y me hago
con el mechero”, conjetura Ranz. Pero entonces, último recurso,
decide apelar a su sentido del deber: “Tiene usted razón, Mateu,
déjeme hacer a mí. Me voy a cargar el cuadro con el extintor este,
que pesa lo suyo”. De repente, el guardia esconde el encendedor y
se planta ante su superior: “Oiga, oiga, ¿qué va a hacer? Quieto
ahí, no me obligue”, amenaza.
Escribe
Marías en su libro que el empleado de la pinacoteca no informó de
aquel episodio. Y Mateu siguió trabajando en ese museo del Prado
ficticio o novelesco. “Si el guardia había sido un vigilante
celoso durante veinticinco años, no tenía por qué no seguirlo
siendo tras un ataque pasajero de saña”, argumenta Ranz a través
del narrador.
El
pasaje de Corazón tan
blanco me vino a la memoria
en fechas recientes cuando visité el Centre
Pompidou de Málaga.
Mientras recorría las amplias salas en penumbra y contemplaba con
ojos muy abiertos el arte que allí se muestra, me descubrí pensando
en la soledad de cualquier vigilante de museo. Obligado a custodiar
cada día el bienestar de las mismas obras. Esa persona desesperada
por la repetición de idénticos e inacabables paseos entre figuras y
lienzos. Trabajo horrible. Inaguantable.
Además,
en el caso del nuevo museo malagueño, el horror aumenta hasta
límites insospechados porque el visitante se enfrenta a
vídeo-intalaciones.
Imágenes en movimiento. Que hablan en inglés o francés.
Grabaciones proyectadas recitando su mensaje incansablemente. Tú y
yo escuchamos sólo un rato pero, ¿y el personal del Pompidou? ¿Cómo
soportan ese mantra extranjero? ¿Cómo no enloquecen dentro de su
bucle perpetuo?
Vi
a una vigilante de pie en un lateral. Alzaba sus brazos al aire,
probablemente adormecidos de inactividad. Era joven. Muy guapa. Me
habría inventado cualquier excusa con tal de intercambiar unas
palabras con ella. Pero ya tenía esa duda rondando mi cabeza, así
que me acerqué sin más. Mientras hablaba, ella me observaba con
ternura infinita. Como se mira a un tonto que no entiende nada. Luego
esbozó una sonrisa preciosa. Entonces dio un pequeño paso e igual
que cuando se confiesan secretos me habló muy cerca del oído, tras
haberse retirado el pelo, que le caía largo y moreno:
“No,
te explico entre tú y yo para que sepas: de lo que nos quejamos es
del precio al que cobramos la hora, son una mierda estas condiciones
laborales. Si pagaran bien, ya podrían poner al alcalde en uno de
sus discursitos que me daría igual. Él sí que tiene arte y no
estos mamotretos”.
La
vigilante separó ambas manos y por un instante pareció que todo el
museo quedaba al alcance de sus brazos adormecidos. Me sonrió una
última vez. Pero mi corazón ya no era tan blanco.
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Artículo publicado en la sección 'Estrella fugaz' de la revista literaria Inoportunos.
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Ranz
miércoles, 27 de mayo de 2015
'Me voy a dar una vuelta' (reseña)
Cristina Puente escribe
como sonríe. Sin medias tintas. Con la franqueza de unos ojos que
saben dónde mirar, qué hay que ver. Encima tiene mucha gracia (to'
el arte)
contando. Y su libro Me voy a dar una vuelta,
compendio de un año de aventuras alrededor del mundo, regala
ingenios de humor en cada página. Este
diario de viajes nació de un blog. A través de posts,
Cristina hizo palabras de las gentes y los lugares que fue visitando:
desde el Sudeste Asiático (Tailandia, Vietnam, Camboya,
Indonesia...) hasta Sudamérica (Chile, Bolivia y Perú), pasando por
Australia y Nueva Zelanda, así como por la Polinesia Francesa.
Incontables destinos y horas (y más horas) de aviones y barcos.
También de trenes, autobuses (unos y otros a veces diurnos, otras
nocturnos) y motocicletas. De desplazamientos a caballo y en
furgoneta. Pese a los avances en medios de transporte, el mundo sigue
siendo igual de grande. Y estas travesías quedan reservadas para los
(más) valientes. Aunque Cristina niega pertenecer a esta estirpe,
actualmente en peligro de extinción. Pero no hay dudas de que
Cristina fue (es) valiente. Mucho. Tanto como para encontrar la
oportunidad que encerraba su crisis laboral y personal. Antes de que
se le fuese la vida en vida, Cristina decidió irse. Así que preparó
su mochila y se dio una vuelta. Primero, de dentro afuera. Y después
se atrevió a dársela al mundo entero. Por el camino encontró
amigos inesperados (tantos: Rafa, Sheryl, Lorena, Tracy, Oriol...),
platos y platos de sabroso ceviche, de poisson
cru,
jugosísimas frutas exóticas, la pimienta de Kampot, deliciosos
cangrejos recién sacados del mar, cervezas de todo tipo, playas y
atardeceres en los que perderse, y ríos como el Mekong que constelan
la mirada. Cristina descubrió a su vez que los habitantes de la Isla
de Pascua son unos pagados de sí mismos, mientras que los oficiales
de aduanas casi siempre unos pesados; que no lleva bien el mal de
altura boliviano, y que resulta muy peligroso desorientarse cuando
cae la noche sobre la neozelandesa ciudad de Nelson. Creo que la gran
valentía de Cristina fue escribir y vestir de papel sus sueños de
exploradora. Y ella los narra con pulso, con hermoso tono literario.
Domina a la perfección cómo transmitir una idea y de qué forma
puede presentar mejor una imagen o una emoción, esta o aquella
vivencia. Todo delicioso para los ojos del lector, que no lee el
libro sino que se lo bebe. Como en las mejores series y películas de
intriga, hay sorpresas en el desenlace (no spoiler).
Aunque el viaje, la vuelta de Cristina, no acaba con el trepidante
capítulo en Lima. Más que un cierre, supone el comienzo de otra
aventura. Porque las preguntas flotan detrás de la última línea de
texto como fantasmas del porvenir: ¿Cuándo el próximo destino? ¿Me
llevarás de nuevo en tu mochila? Como hizo la niña
regular,
me voy a dar una vuelta. ¡Y luego al mundo! Sin medias tintas.
Sonrisa franca. Gracias, Cristina.
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