lunes, 24 de julio de 2023

'Bartleby y compañía' (reedición extendida)

Epílogo para monstruos


Durante un tiempo que ahora sé no duró tanto, leí todos los libros de Enrique Vila-Matas que fui capaz de encontrar en la biblioteca de mi barrio: entre otros, Historia abreviada de la literatura portátil, El viaje vertical, El mal de Montano, Doctor Pasavento, Dietario voluble, Dublinesca, Marienbad eléctrico, los recentísimos Esta bruma insensata y Montevideo y, cómo no, mi favorito, Bartleby y compañía, su exhaustiva compilación casi ficticia de escritores que no escriben y que, atraídos por la ‘pulsión del no’ (resumida en el célebre y sempiterno mantra -“preferiría no hacerlo”- que Herman Melville conjuró a través de su copista más universal), decidieron jamás poner palabras a las historias que concebían y que, a fin de cuentas, únicamente quisieron/supieron imaginar.

Era, por tanto, inevitable que, enfermo de lo literario, tardase yo más bien poco en aprovechar el primer descanso dentro de mi gris trabajo de Bartleby posmoderno para tomar la línea de autobuses que une Málaga con Barcelona y, ya una vez en Cataluña, dediqué por completo varias semanas a rastrear la figura de Vila-Matas, como quien persigue sobre el cielo estrellado la estela de un cometa. Pero no di con él. Así de sencillo. En vano, busqué a mi novelista predilecto en esos lugares (desde el Tibidabo hasta el Mercado de la Boquería, visité parques, cafés, cines, librerías…) donde el narrador barcelonés no estaba.

Sin embargo, a diferencia de la ficción, la realidad a menudo no invita a la lógica. Y justo la tarde noche siguiente de mi regreso al sur, mientras paseaba la pena frente al Mediterráneo, a menos de cinco minutos de casa, reconocí al esquivo Enrique Vila-Matas en un tipo distinguido (vestía camisa de puños color marfil, pantalón largo azul, náuticos a juego y sombrero de ala ancha), muy alto, y eso que estaba sentado, que entre sorbos de sangría parecía realizar la autopsia a un espeto.

Mi petición difícilmente podría resultar más directa: aparecer incluido como uno de los ‘escritores del no’ en el epílogo de la próxima reedición de Bartleby y compañía. Por ello, hablé de mis relatos largo y tendido a Vila-Matas, que no cejaba en su empeño de atomizar cada jurel (¿temía acaso toparse con alguna espina?). Le confesé también que por unos años había sido El Periodista Salvaje y entonces ganaba certámenes, publicaba en revistas y blogs literarios, llegando a acumular cientos de textos.

Así pues, por qué no podía ser yo, cierto que muy a mi manera, otro minúsculo pero ineludible remedo andaluz de Bartleby, Robert Walser, Juan Rulfo o incluso del propio y borgeano Pierre Menard, personajes excesivamente poco prolíficos; todos heridos por un anhelo de inacción, silencio y posterior olvido.

“Mucho más hoy que ya ni siquiera escribo, y me he resignado a solo pensar cuentos que nunca contaré...”. Enrique Vila-Matas por fin dejó el espeto y me miró a los ojos: “Fernando, ¿no?”. Esbozó a continuación una sonrisa divertida, o quizás era un gesto de hartazgo. El caso es que en sus manos de repente no quedaba rastro de pescado. Tampoco seguíamos en un chiringuito junto al mar, sino en su estudio de trabajo de la ciudad condal. El sol del mediodía se derramaba sobre el mobiliario y las pilas de libros que entorpecían el paso aquí y allá. Frente a su ordenador portátil, mi escritor deslizó el puño derecho hasta la tecla de suprimir y comenzó a borrarm…

lunes, 17 de julio de 2023

Amarillo

He olvidado lo que nadie olvida: cuándo nací, dónde, quiénes son mis padres, cómo fui de niño, de joven luego, qué trabajo o trabajos en plural tuve, los viajes que realicé, qué películas vi, aunque fuese a medias, o si acaso cené algo ayer... En mi memoria, ya solo vive Lucía. Y no toda ella, sino únicamente la Lucía vaporosa, de pasos amarillos y hospitalarios ojos con la que paseé una tarde de invierno hace hoy demasiados años. 

Aún logro recordarnos tan cogidos del brazo. Con el repiqueteo de sus rizos contra mi cara y bufanda, caminamos al abrigo de nuestras palabras y circundantes remolinos de vaho. Lucía viene hablando del modo en que cree va a terminar (espera que acabe, en realidad) la novela que lee ahora. En la trama del libro, explica, la pareja protagonista deambula por las calles desiertas de una atardecida ciudad, dirigiéndose hacia un destino sin revelar; le faltan los tres capítulos finales.

Caigo en la cuenta, de repente, de lo vacías y amarillas que también lucen las avenidas y plazas que los dos atravesamos. No pretendo asustar(me) y, en vez de ahondar en el escenario solitario que acoge nuestra escapada, le pregunto si quizá no estará leyendo una historia acerca de nosotros. Lucía sonríe y, como al dictado de sus labios, se materializa el escaparate de un obrador confitería de rótulo amarillo encendido.

Observamos ensimismados durante largo tiempo antes de cruzar el umbral de la puerta. El local resulta cálido y muy acogedor. No hay más clientes. Una señora vestida por completo de amarillo, delantal incluido, atiende desde detrás del mostrador. Lucía se acoda lentamente sobre el expositor de vidrio y, tras unos instantes de aparente reflexión, pide y paga por los dos. La mujer de amarillo nos invita a regresar otro día.

Afuera, en un banco gastado pero próximo, coloreados por el remanso amarillo de una farola, damos cuenta de nuestro botín en silencio. Hasta que Lucía dice "nunca nadie me querrá tanto como tú", y yo dejo morir mi cabeza en su hombro derecho y nos quedamos así, estatuarios y de fotografía, lo que dura una vida.

Todavía hoy imito a menudo ese gesto, con el cuello ligeramente inclinado y los párpados temblorosos. En mis recuerdos, el eco de las palabras de Lucía. Son las últimas supervivientes frente a esta vorágine de olvido amarillo.