Lo
narra Javier Marías en Corazón tan blanco: Mateu, guarda
del Prado durante veinticinco años, oscila la llama de su mechero
muy cerca del borde inferior izquierdo de un Rembrandt. Ya ha
chamuscado parte del marco cuando Ranz, trabajador de la pinacoteca y
padre del protagonista de la novela, aparece. Ranz no sabe cómo
detener a Mateu. Agarra un extintor de pared mientras intenta que el
vigilante entre en razón. Pero no hay forma: “Estoy harto de esta
obra”, asegura Mateu. “Quizá si le propino un golpe y me hago
con el mechero”, conjetura Ranz. Pero entonces, último recurso,
decide apelar a su sentido del deber: “Tiene usted razón, Mateu,
déjeme hacer a mí. Me voy a cargar el cuadro con el extintor este,
que pesa lo suyo”. De repente, el guardia esconde el encendedor y
se planta ante su superior: “Oiga, oiga, ¿qué va a hacer? Quieto
ahí, no me obligue”, amenaza.
Escribe
Marías en su libro que el empleado de la pinacoteca no informó de
aquel episodio. Y Mateu siguió trabajando en ese museo del Prado
ficticio o novelesco. “Si el guardia había sido un vigilante
celoso durante veinticinco años, no tenía por qué no seguirlo
siendo tras un ataque pasajero de saña”, argumenta Ranz a través
del narrador.
El
pasaje de Corazón tan
blanco me vino a la memoria
en fechas recientes cuando visité el Centre
Pompidou de Málaga.
Mientras recorría las amplias salas en penumbra y contemplaba con
ojos muy abiertos el arte que allí se muestra, me descubrí pensando
en la soledad de cualquier vigilante de museo. Obligado a custodiar
cada día el bienestar de las mismas obras. Esa persona desesperada
por la repetición de idénticos e inacabables paseos entre figuras y
lienzos. Trabajo horrible. Inaguantable.
Además,
en el caso del nuevo museo malagueño, el horror aumenta hasta
límites insospechados porque el visitante se enfrenta a
vídeo-intalaciones.
Imágenes en movimiento. Que hablan en inglés o francés.
Grabaciones proyectadas recitando su mensaje incansablemente. Tú y
yo escuchamos sólo un rato pero, ¿y el personal del Pompidou? ¿Cómo
soportan ese mantra extranjero? ¿Cómo no enloquecen dentro de su
bucle perpetuo?
Vi
a una vigilante de pie en un lateral. Alzaba sus brazos al aire,
probablemente adormecidos de inactividad. Era joven. Muy guapa. Me
habría inventado cualquier excusa con tal de intercambiar unas
palabras con ella. Pero ya tenía esa duda rondando mi cabeza, así
que me acerqué sin más. Mientras hablaba, ella me observaba con
ternura infinita. Como se mira a un tonto que no entiende nada. Luego
esbozó una sonrisa preciosa. Entonces dio un pequeño paso e igual
que cuando se confiesan secretos me habló muy cerca del oído, tras
haberse retirado el pelo, que le caía largo y moreno:
“No,
te explico entre tú y yo para que sepas: de lo que nos quejamos es
del precio al que cobramos la hora, son una mierda estas condiciones
laborales. Si pagaran bien, ya podrían poner al alcalde en uno de
sus discursitos que me daría igual. Él sí que tiene arte y no
estos mamotretos”.
La
vigilante separó ambas manos y por un instante pareció que todo el
museo quedaba al alcance de sus brazos adormecidos. Me sonrió una
última vez. Pero mi corazón ya no era tan blanco.
---------------
Artículo publicado en la sección 'Estrella fugaz' de la revista literaria Inoportunos.