Al
principio ella era toda ojos. Dos ojos únicos, iguales, redondos e
inmensos, tan intensos como un sueño. De noche pequeños capilares
trazaban sus párpados juntos, abrazados. Adentro dormía el color,
la luz de mi mañana. Yo siempre le hablé a los ojos, sin pestañear.
Así descubrí que menguaban. Que tras cada riña, después de una
nueva decepción, aquellos ojos se encogían. Más y más diminutos, se fueron perdiendo por el mapa de su rostro. Hasta que un día, el último, ya
no estaban. Dos ojos desaparecidos, borrados, invisibles. Y un amor
que nunca había sido ciego.
lunes, 20 de julio de 2015
Mal de ojos
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