Recuerdo
cómo la taza te escondía nariz y boca, improvisado hocico de
porcelana blanca. Y tus ojos medio dormidos olían a café.
Centelleaban mientras te pedían algo que enseguida negarías con los
labios, también sabor café, pero con algo de leche, así te gusta
tomarlo. A mí, ya lo sabes, me hubiese gustado quedarme para
siempre, no irme jamás. Y quizás a ti también te hubiera agradado
aunque al rato probablemente no. Tampoco pasa nada. Tenía que
marcharme. Tenías razón. Era tarde. Cuestión de hallar la
incógnita entre antes o después. Con pena o sin ella. Desde luego
sin ti. Pese a que, otra vez con razón, yo podía haber remoloneado
unos minutos, a lo mejor incluso una hora o dos, por qué no tres.
Hacerme el perezoso para ganar tiempo, para pensarlo. Y mientras
tanto esperar juntos un nuevo día, con nuestras tazas en la mano,
sentados cerquísima, como alrededor de un fuego. Por favor un último
café, te lo prometo, habría mentido, pero ahora más claro, con
mucha leche, que sea tan sólo tu sombra o tal vez una pequeña nube,
de esas que persigues entre sonrisas por el cielo de Málaga. No lo
hice, lo siento. Me arrepiento cada mañana, cuando despierto del
mismo sueño. Entonces bebo café solo. Sin leche. Tan amargo que ya
no me sabe a ti.
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*Imagen: La autómata, lienzo de Edward Hopper.