El
mosquito apareció petardeando igual que una motocicleta antigua.
Volaba de un rincón a otro del coche como la bola de un gigantesco
pinball,
posándose a ratos encima
del volante o frente al velocímetro, también en la luna delantera,
incluso sobre los botones de la radio. El mosquito, quizá sabiéndose
observado, comenzó a rondar mis manos. Buscó una muñeca, la
izquierda, me picó a placer. Entonces migró de brazo y ahí
contraataqué. Consiguió zafarse. Distraído vi que un deportivo me
echaba las luces. Me aparté sin comprobar el espejo retrovisor y un
camión cisterna hizo sonar su bocina quejoso. Di un respingo. Tuve
miedo. El mosquito, no. Sus ojos diminutos y negros, ansiosos de
desafío, me miraban mirarle. Llegué a creer que aquel insecto
quería insultarme, me llamaría cabrón, imaginé, hasta mentaría a
mi madre. Pero silencioso, todo crueldad, el mosquito nada dijo
mientras se acomodaba justo en el centro del asiento reservado para
el copiloto. Lancé un nuevo puñetazo que esquivó sin alharaca. Su
réplica fue demoledora. Vino contra mis gafas, además cambiaba de
lente según con qué mano intentara yo golpearle. Un púgil
magnífico que no logré impactar. De repente sentí que mi cuerpo
buscaba, no sé, algo así como escapar del sillón, pero el cinturón
lo impedía. Arriba y abajo cambiaron de lugar.
Desperté
en este hospital. Sobrevivirá, repiten los médicos. De mi brazo
nace un tubo color rojo. Serpentea hasta una cama próxima. Allí
duerme el mosquito.