No
soy Bob Woodward ni me parezco a Robert Redford, pero sí que vestí
americana y corbata todas y cada una de aquellas noches en la quinta
planta del aparcamiento de calle San Lorenzo. Allí, tan silencioso,
en un recodo sombrío y húmedo alejado del azul fluorescente,
siempre vigilando la lumbre de su cigarrillo, me esperaba la silueta
de Garganta Profunda; su homólogo costasoleño en realidad.
Acostumbrábamos a hablarnos muy bajito, casi en susurros. A veces
uno de los dos callaba de repente y miraba de refilón a izquierda y
derecha, presintiendo una presencia acechante, espía. Mis preguntas,
invariablemente las mismas: qué, quién, cuándo, dónde, cómo, por
qué. Y todas esas uves dobles, para mi asombro, qué deleite me
producía, encontraban respuesta en sus labios coloreados de
penumbra, mientras la luz del pitillo subía, bajaba, se atenuaba,
aunque sin llegar jamás a extinguirse. Nuestros encuentros eran
cortos, acelerados, y en un momento dado, súbito parpadeo,
Garganta Profunda desaparecía igual que un prestidigitador. Quizá
nunca había estado allí, dudaba yo a veces. Y ya solo, en peligro,
con tanto miedo como sudor bajo mi flequillo, corría escaleras
abajo, huyendo de atacantes invisibles. No me detenía ni siquiera al
pisar la calle sino que seguía trotando hasta la parada de taxis más
cercana, ubicada a varias manzanas del aparcamiento. Recuerdo cómo, durante el trayecto en coche hacia la redacción, giraba
continuamente la cabeza temeroso y buscaba faros enemigos al otro
lado de la trasera del taxi. Únicamente me sabía a salvo en el
periódico, atrincherado frente al brillo fantasmagórico de mi
monitor, mientras daba forma al artículo del día siguiente. Fueron
tiempos difíciles. Entiendo que el director me quitase de escribir
horóscopos.
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Imágenes: Fotogramas de la película Todos los hombres del presidente.