Siempre
me ha gustado suponer más que saber, mirar en lugar de ver. Por eso
ella me gustó desde que la miré. O quizás, ahora que lo pienso,
cuando recuerdo, sólo supuse que ella me iba a gustar. El caso es
que llegó en ciclomotor y aparcó al final de una rampa que daba
acceso a la pequeña cala. Estacionó su motocicleta bajo una palmera
muy alta y un poco enferma, y enseguida se caló sobre su bonita,
pensé delicada, cabeza un sombrero de paja que vi florecer del
interior de su bolsa de playa. Y no sé por qué pero todo me iba
gustando. Antes ya se había quitado las gafas de sol con cristales
de espejo amarillo eléctrico y así pude admirar sus ojos, y estos
me gustaron. Como me gustó, en realidad me encantó, su traje de
baño, que también era amarillo, aunque de color más claro o menos
chillón, y de dos piezas. Y encima se sentó muy cerca de donde yo
había colocado mi toalla y donde leía, con calor y gorra, el primer
capítulo de Rayuela.
Y la novela me estaba gustando pero no tanto como su manual de
español. O no tanto como me gustó la manera en la que ella se
tumbaba boca abajo y pasaba páginas, no sé si leyéndolas o tan
sólo hojeándolas, cuando de repente ahora se desabrocha la parte de
arriba del bikini y en su espalda tostada, muy amarilla, surge una
franja algo más blanca, casi sin tostar, y todo parece volverse
distinto, lento. Y supongo que ya no puedo dejar de mirar porque en
un momento dado ella alza el cuello del libro y me ve mirándola. Y
entonces, puede que por rubor, puede que por la sorpresa, el gorro se
le cae un poquito hacia atrás, muy leve, como de forma
distraída, para quedarle igual que un birrete, como un improvisado
moño de paja sobre la coronilla. Sus labios perfilados en rosa
hablan un perfecto castellano, apenas algo de acento extranjero sin
procedencia, que sin embargo yo no comprendo. Y no la entiendo porque
lo suyo no era rubor, ya que mientras habla, ¿pero qué me está
diciendo?, ella se va incorporando y se sienta sobre su toalla y con
una pierna, la derecha, morena, tan esbelta y doblada bajo su hermana
izquierda, pisa la parte superior olvidada, abandonada, del traje de
baño amarillo. Y yo miro, yo veo. Y el mundo es redondo o así lo
pienso. También es doble. Casi simétrico. Digno de elogio. ¿Qué
decir? Pero debo decir algo. Y de hecho lo hago. Al menos oigo que es
mi voz la que habla. Pero me escucho desde muy lejos, como el que
atiende a las palabras de otro. Así oigo que le pregunto su nombre,
le pregunto por su tiempo en la ciudad, por su vida. ¿Y quieres una
cerveza? Claro que quiere. Acerco un poco la toalla entonces, si no
te importa. Pero qué le va a importar. Claro que sí, mejor incluso.
Pues brindemos. Luego me cuenta todo. Lo va narrando a sorbos. Y sus
labios rosas brillan mucho. De repente noto que, sin darme cuenta, yo
también estoy sobre la parte de arriba del bikini. Aunque déjame
que te cuente, que te explique de mí. Pero a ella siempre le ha
gustado más suponer, me hace saber. Yo no doy crédito. Me encanta.
Tanto que la gorra se me cae un poquito hacia atrás, deslizándose
hasta mi coronilla. ¿Qué iguales, no? Idénticos y risas. Y
simétricos seguimos allí muchas horas después hasta que cayó la
noche. Me gusta, lo cierto es que me encanta, suponer que desde la
distancia, apenas iluminados por las luces de los edificios, del
puerto, al otro lado de la bahía, no parecíamos dos sino uno.
----------------