Ni
Uri ni yo somos tan rápidos como solíamos. A mí me frena una
rodilla, la derecha. A él le flaquea la columna a la altura de los
cuartos traseros. Y para Uri resulta mucho peor. Porque ya no festeja
sus noches corriendo de aquí allá. Recuerdo cómo a horas
intempestivas trotaba siempre por casa con su pelota favorita y esa
gran lengua de sofoco asomándole a un lado de la boca. A Uri tampoco
le queda ímpetu de ladrar conversaciones (y algún que otro insulto)
con los demás canes del vecindario, que ahora hablan solos toda la
madrugada. Nuestro perro ya ni siquiera se nos une a la mesa si
cenamos muy tarde. Se ha vuelto menos glotón. Y casi siempre se
acuesta el primero. De repente observamos que se levanta del sofá y
marcha despacito, como un pequeño sonámbulo, hasta su rincón,
donde coge la forma de un peludo ovillo de sueño. Cuando llego a
casa en una de esas noches que ni mi rodilla consigue frenarme a salir, lo encuentro
adormilado y el pobre no puede levantar los párpados ni los huesos.
Una leve agitación en su cola es la única muestra de
reconocimiento, de alegría. En esos momentos me asalta un
miedo azul que no consigo borrar pese a que pestañeo una y mil veces.
Queriendo ahuyentar el susto me tumbo a su lado. Uri no hace ningún
ruido. Quizá cree que no soy más que un sueño que le acaricia una
pata, que le rasca el lomo, ya de color muy gris, mientras le cuenta
que mañana saldrán a la calle bien temprano para oler cada esquina
y luego, Uri, escúchame, comeremos a medias un poco de jamón, de
queso, incluso algo de pan, manzana y hasta tortilla... Finalmente la
duermevela también acaba por vencerme. Entonces, tan dormidos como
indefensos, cae sobre nosotros el tiempo. Y al vernos yo creo que se
apiada y nos hace viejos y mayores, sí, pero a los dos juntos.
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Fotografía: Uri posando en la terraza.