Todos
deberíamos irnos sin deterioro, que una tarde se nos haga de noche
mientras aún veamos luz. Y un corazón, el tuyo, también el mío,
no debiera amagar con sustos, volverse arrítmico ni propenso a
sofocos. Tampoco está bien que con los años nuestras piernas
flaqueen o que las manos tiemblen y pierdan tanta fuerza como
destreza, hasta llegar a un punto fatídico en que ya no saben
agarrarnos al mundo. Pero principalmente nadie debiera asistir a su
olvido. “Por increíble que parezca ahora no recuerdo el nombre”,
me reconoce Matías con más pena que cansancio. Tiene noventa años.
Me habla de su nieta. “Todos deberíamos irnos sin deterioro”,
añade. Y creo entender, aunque cuando miro sus ojos claros, que
todavía guardan brillo, igual que las arrugas del rostro no le
borran una sonrisa amplia y sincera, o esa inmensa alegría con la
que me narra sus ayeres, jamás pienso en deterioro, sino en vida.