Necesitaremos
un barco más grande y una bombona de oxígeno. Y traigan también
sus rifles. Al dispararlos a la vez sonarán como estas uñas
escamando cientos, miles de pizarras, puedo garantizarlo. Yo les
diré, si guardan silencio, cómo atrapar un gran blanco. Acérquense,
apenas queda tiempo. Primero, hará falta una jaula de metal y dentro
de ella meteremos a un oceanógrafo barbudo. No olviden al
cazatiburones, hacen muy bien en mirarme, claro. Quint esperará y
maniobrará junto al timón. Aunque en realidad el único que importa
es nuestro héroe, ¿dónde está? Porque necesitaremos un héroe, al
mejor entre todos ellos, para derrotar este nuevo miedo que Steven Spielberg grabó para nosotros hace ya cuarenta años. Él estará
solo ante el peligro, solo frente a un demonio de caucho y plástico,
un robot escalofriante y monstruoso, tan adictivo como la alternancia
hipnótica de dos notas musicales. Escuchen la tensión, la angustia,
el terror. Imaginen ver o verse, acechar y acecharse, a través de
sus ojos negros y muertos. Son ojos de escualo, de horrible tiburón.
Es un animal asesino. Es el peor de los hombres. No hay duda, cambió
las películas. Su explosión en mil pedazos fue el primer taquillazo
veraniego. Ahora nos preocupa más, realmente nos paraliza, el final
del turismo. Muy improbable, pero a ratos Málaga me recuerda a la
isla de Amity. Por eso siempre que puedo bajo a la playa de los Baños
del Carmen y desde la orilla, con mis grandes gafas de ver, que en
nada han de envidiar a las del jefe de policía Martin Brody, oteo el
mar azul, a veces coloreado de verde, y siempre está en calma. Y
reconozco que siento miedo. Mucho. Pero jamás pierdo la esperanza de
que tarde o temprano vislumbraré entre las olas una aleta dorsal
oscura y estilizada como un fragmento de celuloide a la deriva.
Tiburón hizo de mi vida cine.
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Fotogramas e imágenes del rodaje de la película Tiburón.