Todas
las tardes de vacaciones Juan contempla el mismo barco atracado a
kilómetro o kilómetro y medio de la playa y no hay día que no
piense, y así se lo dice a Azul, sentada a su lado sobre una toalla
amarilla, que nadando podría llegar fácilmente hasta el buque. Y
Azul, mientras se recoge y peina el pelo en una larga cola libre de
enredos, o al tiempo que levanta la mirada de esa revista que acaba
de comprar de camino a la playa, o simplemente mientras está
haciendo nada salvo ser Azul y tumbarse quejosa bajo el sol, siempre
le responde con desgana que eso para qué, Juanillo, pues vaya
estupideces se te ocurren, y qué harás cuando llegues junto al
barco, ¿pegar un grito? ¡Eh, ustedes, los de a bordo, dejadme
subir! Y al final les pedirías que por favor te trajesen de vuelta,
si te conoceré yo, Juanillo. Entonces Azul se interrumpe para reírse
de su propia ocurrencia. Pero Juan no la escucha. Ni siquiera lo
finge. Por eso no oye cómo Azul le recuerda que su rodilla, la
derecha, está fatal y ya no aguanta ni un kilómetro andando, mucho
menos en el agua, Juanillo. Y de nuevo ella ríe o se ríe, aunque
esta vez algo más bajito. Mientras, Juan sigue observando el barco
y, tras cada pestañeo, siente que ese gigantesco buque blanco y
azul, cargado de contenedores, cientos de ellos, de tantos colores,
va dejando de parecerse a un barco. Sobre el mar, que es plomo
líquido, la embarcación flota y brilla como una casa o un ascenso,
o como la propia Azul brillaba hace mucho tiempo, vestida de novia y
tan sonriente. Qué guapa, qué recuerdos. Y por un momento parece
que hoy se ha convertido en ese lejano día, así lo siente Juan,
pero en realidad es la última tarde de julio y Azul y él volverán
mañana a la ciudad. Mejor no pensarlo, piensa Juan, que se levanta
igual que un resorte. Antes de llegar al rompiente de las olas su
rodilla ya duele. Y es que no puede ser bueno caminar sobre esas
pequeñas y puntiagudas piedras del demonio. Pero Juan no se amilana,
sino que salta. Se zambulle con brío. Y está nadando. Poco a poco
acompasa su respiración con sus brazadas y patadas contra el agua. Y
avanza a buen ritmo. Juan no quiere mirar atrás, pero sabe que no
está cerca de la orilla. El mar tiene un tono verde azulado. Es
frío, envolvente y revitalizador. Y Juan siente cómo todo su cuerpo
despierta. Por fin alza la cabeza, aún dista mucho hasta ese barco
que no es un barco, sino Azul. Es Azul, que le espera en cubierta. Si
se concentra, Juan la escucha gritar que se dé prisa, que nade otro
trechito, ya casi ha llegado. Y qué guapa, qué recuerdos. Y de
nuevo Juan bracea, patalea. Sin tanto ímpetu, pero recobra el ritmo.
Conforme los minutos transcurren, el ahogo y la fatiga sofocan sus
músculos. El buque tampoco parece acercarse, sino todo lo contrario,
es como si se alejase. O, ni uno ni lo otro, como si se mantuviera a
la misma distancia y nadara a idéntica velocidad que Juan. Por
primera vez, gira la cabeza. Juan tiene dudas. La playa queda
lejísimos. Está a mitad de camino. Pero no tiene sentido volver.
Únicamente puede proseguir, esforzarse hasta Azul. Juan lo
conseguirá. Lleva todas las vacaciones imaginando este momento,
anticipando su victoria. Y Juan no cree que sea un mareo eso que
siente. Aunque no ve bien. Y hasta el cielo parece nublado, borroso,
líquido. Y las olas le sumergen la cabeza. Está tragando agua.
Mucha. El sabor es horrible. Los siguientes movimientos de Juan se
ralentizan. Comprende que le cuesta razonar. Y la rodilla duele.
Demasiado. De hecho, toda su pierna derecha le arde. Rabia de dolor.
Juan intenta flotar, hacerse el muerto para recobrar el aliento.
Aunque no se acuerda, ya no sabe cómo hacerse el muerto. Y se hunde
como uno de verdad. Bajo la superficie Juan vislumbra las
profundidades. Intenta calmar su respiración. Imposible. Le vienen a
la mente palabras como denso, miedo y negro. Aunque ahí abajo, entre
la nada, algo brilla. Qué luz. Juan la ve incluso desde detrás de
los párpados. Bucea hasta ella. Es Azul. Es Azul vestida de novia.
Que extiende los brazos. Que lo invita a que se acerque. Su traje es
de un blanco cegador. Juan abre la boca impresionado. Entonces todo
el mar azul entra por su garganta, desciende por el esófago, y anega
sus pulmones. Pero qué guapa, cuántos recuerdos. Y Juan sonríe
mientras se sumerge en otro mundo.
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Imagen: Lienzo de Jessica Ives.