Nunca
supimos si la casa también estaba encantada, pero desde luego a ti y a mí nos
encantó. Ya nos veíamos allí viviendo: desayunando, comiendo y después
cenándonos. Con sueño, soñando, madrugando o quedándonos dormidos hasta las
doce, entrando y saliendo al trabajo o de paseo, a hacer recados, para viajar,
ir al cine, al teatro, a museos, al bar de la esquina, a ningún sitio en
especial, pero venga, vamos. Tú y yo. En ese piso, los dos leyendo, riendo,
charlando, discutiendo, escribiendo, pintándolo entero de amarillo, comprando
una mesa, muchas sillas, el sofá cama de las visitas, abriendo cada tarde
nuestro buzón sin cartas, enmarcando todas estas fotos, los miércoles pidiendo
del chino, italiano para llevar en viernes, instalando internet, el fijo, jugando
a las cartas, tirando la basura, barriendo, ensuciando, jodiendo, bailando,
lloviendo fuera y nosotros frente al televisor. Nos veíamos en esa casa
encantados, imaginamos que el casero también. Pero sólo era un fantasma:
“Necesitaré vuestros contratos indefinidos, las tres últimas nóminas, seis
meses de fianza, un avalista, que me incluyáis en el testamento, prueba de
sangre de cada uno, otra de orina, el certificado de antecedentes penales, la
secuenciación de vuestro genoma, que sepáis silbar y seáis bastante más altos
antes de entrar a vivir, nada de gafas tampoco, ni de mascotas, y dad gracias
que no lo alquilo a través de agencia”.