lunes, 17 de julio de 2023

Amarillo

He olvidado lo que nadie olvida: cuándo nací, dónde, quiénes son mis padres, cómo fui de niño, de joven luego, qué trabajo o trabajos en plural tuve, los viajes que realicé, qué películas vi, aunque fuese a medias, o si acaso cené algo ayer... En mi memoria, ya solo vive Lucía. Y no toda ella, sino únicamente la Lucía vaporosa, de pasos amarillos y hospitalarios ojos con la que paseé una tarde de invierno hace hoy demasiados años. 

Aún logro recordarnos tan cogidos del brazo. Con el repiqueteo de sus rizos contra mi cara y bufanda, caminamos al abrigo de nuestras palabras y circundantes remolinos de vaho. Lucía viene hablando del modo en que cree va a terminar (espera que acabe, en realidad) la novela que lee ahora. En la trama del libro, explica, la pareja protagonista deambula por las calles desiertas de una atardecida ciudad, dirigiéndose hacia un destino sin revelar; le faltan los tres capítulos finales.

Caigo en la cuenta, de repente, de lo vacías y amarillas que también lucen las avenidas y plazas que los dos atravesamos. No pretendo asustar(me) y, en vez de ahondar en el escenario solitario que acoge nuestra escapada, le pregunto si quizá no estará leyendo una historia acerca de nosotros. Lucía sonríe y, como al dictado de sus labios, se materializa el escaparate de un obrador confitería de rótulo amarillo encendido.

Observamos ensimismados durante largo tiempo antes de cruzar el umbral de la puerta. El local resulta cálido y muy acogedor. No hay más clientes. Una señora vestida por completo de amarillo, delantal incluido, atiende desde detrás del mostrador. Lucía se acoda lentamente sobre el expositor de vidrio y, tras unos instantes de aparente reflexión, pide y paga por los dos. La mujer de amarillo nos invita a regresar otro día.

Afuera, en un banco gastado pero próximo, coloreados por el remanso amarillo de una farola, damos cuenta de nuestro botín en silencio. Hasta que Lucía dice "nunca nadie me querrá tanto como tú", y yo dejo morir mi cabeza en su hombro derecho y nos quedamos así, estatuarios y de fotografía, lo que dura una vida.

Todavía hoy imito a menudo ese gesto, con el cuello ligeramente inclinado y los párpados temblorosos. En mis recuerdos, el eco de las palabras de Lucía. Son las últimas supervivientes frente a esta vorágine de olvido amarillo.