La
boca de metro se abre al sabor azulado, casi líquido, de Mar de Cristal en calma una tarde de mayo. Desordenados como caries, a
izquierda o derecha de los puntiagudos escalones dentados y grises,
cada ex pasajero asciende sobre el runrún eléctrico de la larga
lengua mecánica, sin fin, siempre embarcada en otro nuevo viaje
(salmón) río arriba. Varios peldaños más cerca del cielo, a punto
ya de tocar tierra firme, tan pirata como sus vaqueros, los
pendientes de aro, la bandana coral, con camisola blanco vela al
viento y un ancla tatuada en ambos tobillos iguales y distintos, Mar
lee tras sus anteojos un gastado mapa de Madrid, cuyas esquinas se
doblan y desdoblan enredadas entre sus muchas pulseras. Hay un tesoro
escondido aquí. Un dedo señala la X roja y precisa. Fuera de la
boca de metro, la tarde de mayo se derrama a sorbos pequeños. Dos
calles más allá, bajo la sombra de una improbable palmera, Mar
queda muy quieta. Inquieta (son)ríe. Sus ojos brillan. Empieza a
cavar.