Amanece
tan mal que sueña hacerlo todo bien, al menos hoy. La ducha, por
tanto, larga y minuciosa. El afeitado, preciso. Con un peine, peina
consuelo a los mechones de pelo más aterrados. Para desayunar, tres
piezas de fruta, dos vasos de zumo recién exprimido, también una
taza de té de tila, algo de pan integral con aceite y, a punto de
caducar en la nevera, un yogur natural. Naturalmente, empieza a ser
un poco tarde ya. Aunque en el metro, al arrullo de lo fugaz,
experimenta por cada pasajero un afecto real e impreciso. Durante
incontables estaciones y un par de trasbordos, vive momentos
excepcionales que no/nadie recordará. La señal roja coronando el
alto muro blanco anestesia esa penúltima duda. Pacientes, las
puertas hidráulicas sisean bienvenidas constantes. El cuestionario
impreso a doble cara se vuelve prolijo, desasosegante, de algún modo
innecesario. Por fin, otro le esposa su destino a una de las muñecas.
Y cruza pasillos, salas de espera, consultas. Pero nada parece (querer)
terminar nunca la mañana de un día cualquiera mientras se deja
ingresar.