Existe un club en Dallas, en la esquina entre el boulevard Malcolm X y la Gran Avenida, donde los tercios de
cerveza se venden a treinta centavos el botellín y donde, además, por cortesía
del ‘cook’ Chuck, cada espirituosa
bebida llega a los sedientos labios del cliente acompañada de una suculenta
costillita de cerdo, manjar de dioses bañado en densa y opaca salsa barbacoa.
Allí comen y, por supuesto, beben personas de todo tipo. No se hacen
distinciones entre mecánicos, contables, cowboys y estrellas de cine. O eso
dicen, porque cuentan que este club de Dallas es uno de los sitios más
habituales donde uno puede encontrarse a Matthew
McConaughey, actor tejano y figura boyante del celuloide. Dicen también que
el flamante ganador del Oscar a la mejor interpretación masculina, acodado en
la barra de este club y con las comisuras de la boca llenas de salsa barbacoa y
con unas cervezas ya en el cuerpo, dicho sea de paso, se topó con el demonio,
el cual le ofreció un trato que éste no pudo, ni quiso, rechazar.
El demonio, como ya se imaginarán, responde a la imagen
general que de él se tiene: refinado y elegante, trajeado y peinado hacia atrás
de forma pulcra. A todo lo anterior hay que añadirle, según cuentan, que Mefistófeles mostraba el pétreo rostro
de Marlon Brando, intérprete entre
intérpretes: Julio César, ¡Viva Zapata!, El rostro impenetrable, Rebelión
a bordo, La ley del silencio, Un tranvía llamado deseo… Aquella
sucesión de antológicas películas anonadó al alcoholizado McConaughey, que
enmudeció ante la grandeza de su interlocutor. Comprensivo, y también algo
halagado, hasta del diablo es víctima de su propio ego, el demonio Brando
palmeó con cariño la espalda de Matthew y le invitó a una ronda de cervezas.
Bebieron muchas más, incontables rondas. Y, cuando ambos se hallaban
profundamente perjudicados, el señor de las sombras le propuso al tejano un pacto,
un trato; él haría despegar su carrera, le volvería un actor de método, le concedería
la habilidad necesaria para firmar papeles memorables y actuaciones
formidables. Aseguran, los pocos presentes que allí estaban y que escuchaban con
aire distraído, como el que no quiere la cosa, que McConaughey profirió una
estentórea risotada y gritó Sahara, Los fantasmas de mis ex novias, Planes de boda y muchos más títulos de una
desastrosa filmografía escaparon de su convulsa garganta. No tendría mérito
entonces, aseveran que fue la respuesta del malvado Brando.
No ganarás ni la mitad de pasta que ahora, pero te
agenciarás el Oscar y en menos tiempo
del que crees. ¿Y a cambio? A cambio, nada; considérate afortunado. Nadie me
cree, pero no soy tan malo como me pintan… La estrella de la comedia romántica calló
durante eternos segundos. Los testigos explican cómo, al final, ambos terminaron
dándose la mano y el diablo Brando pagó la cuenta antes de perderse bajo la
claridad vespertina y nociva de las calles contaminadas de Dallas. Matthew
quedó inmóvil, acodado en la barra, rodeado por las sombras del club y con las
ideas vagando confusas y repetitivas por su cabeza como una adivinanza que
jamás llega a ser descifrada…
Apenas unos años después, hace tan sólo unos meses,
McConaughey grabó Dallas Buyers Club
(‘El club de compradores de Dallas’) y ahora le acaban de premiar con un Oscar
por su fenomenal interpretación del sureño, pendenciero, mujeriego, homófobo y
racista cowboy de rodeo Ron Woodroof.
Aún no se ha estrenado en España, pero es una cinta que han de ver con urgencia.
A Jared Leto, compañero de metraje,
le han concedido el galardón al mejor actor secundario, lo cual tampoco resulta
de extrañar. Los dos están sublimes en esta hermosa película que no cae en el
sentimentalismo, en esta historia de superación y de ganas de vivir, que
esgrime un mensaje profundo y de calado, que huye del clásico y vacío final
feliz, pero que tampoco condena al espectador a la pena por la mera pena, al
abatimiento y la pérdida de esperanzas.
Dallas Buyers Club es la vida misma hecha cine y toda esta vida empezó hace
unos pocos años cuando Matthew McConaughey pactó con el diablo en un club tejano
donde aún hoy se sirve cerveza barata y sabrosas costillas de cerdo.
Curiosamente, con esta película la historia vuelve al origen, a Dallas, aunque
ni mucho menos se cierra aquí. La carrera de la estrella tejana promete más papeles
antológicos, siempre ayudado por los poderes sobrenaturales de un Marlon Brando
mefistotélico… ¿Qué no creen nada de lo que cuento? Vean Dallas Buyers Club. Véanla y luego me dicen. Y ya de paso, y si
tienen un rato, les recomiendo que echen también un vistazo a la primera
temporada de True Detective, antes
de que concluya la semana que viene. Véanla y quizá entonces, al igual que Fausto, al igual que yo, crean en los
pactos imposibles y en los milagros cinematográficos que únicamente suceden en
algunos clubes de Dallas.