Si
tuviese buena voz o al menos carisma, el jefe me daría la noche del
viernes o sábado. No obstante, son las tardes de lunes a miércoles
cuando canto números en un bingo de Estrecho. Pero tampoco me quejo.
Mis clientes, en su mayoría mayores, casi simpáticos, a veces dejan
propina después de que la fortuna les sonría. Aunque el día a día
apenas cambia. Llego temprano. Me tomo una cerveza, más por
vergüenza que nervios. El micro está encendido antes de que ocupe
mi sitio frente a la sala. Sin mediar palabra, empiezo a recitar
números y números. Toda una retahíla de cifras repetidas que solo
se ve interrumpida ante la felicidad de un asistente al gritar línea
o, mejor aún, bingo. Entonces, hay un leve jolgorio, pares de manos
que aplauden y esa alegría contagiosa que siempre regala la suerte.
Yo no me inmuto y paso al siguiente cartón. Así, canto uno tras
otro. Puedo estar cuatro o cinco horas seguidas haciéndote ganar
dinero sin perder la voz. Al cierre, Sara ya espera fuera. Cogidos
del brazo, caminamos hasta casa mientras me va contando anécdotas de
su trabajo. Hoy paramos a comprar cena. Sara pide dos porciones.
Sonríe. Es línea. Bingo.