El lobo de Wall Street baila delante de un espectador
atónito que, postergado su mundo exterior para luego, se encuentra
repentinamente inmerso en una improvisada discoteca donde araña la música sus
oídos y las imágenes se van proyectando a través de un montaje frenético,
demencial. Atrapado en la magia caleidoscópica de una sala de cine atronada por
las risas de los asistentes y los insultos extraídos del rollo de película, el
propietario de la entrada asiste a la danza frenética e inacabable (casi tres
horas de reloj) del lobo; ese animal antropomórfico que devora con ansia cada
átomo de existencia que toca, que miente con maestría (¿o quizá tan sólo
persuade o seduce?) y roba de forma alevosa, que carece de escrúpulos y se baña
en hilarante inmoralidad, que ambiciona y se enriquece (por cierto, se
enriquece muy mucho: yates, helicópteros, mansiones…), y sobre todo disfruta. Porque
el lobo se lo pasa en grande, ya sea conduciendo su deportivo blanco, como el
de Don Johnson en ‘Corrupción en Miami’, o esnifando
cocaína sobre la retaguardia de una prostituta.
La vida del danzante lobo se nutre de pasajes irreverentes,
explosivos, adictivos, surrealistas, extremos, profundamente anormales… En la
discoteca con las paredes forradas del color verde dólar todos terminan por
adaptar su genética a la del lobo y, por tanto, Jonah Hill se transmuta alegremente, con la maravillosa capacidad
de un fantástico actor de método, en el lobo Donnie; también el redivivo y
totémico Matthew McConaughey (le
pido disculpas, don Matthew, me equivoqué con usted) se funde en medio de
pliegues y colmillos lobunos. Y, como jefe indiscutible de la manada, surge la radiante
figura de Leonardo DiCaprio, que
ejemplifica y da forma al sumun del hombre lobo, ser prácticamente inmune a
cualquier contrariedad (hasta a las balas de plata, se podría llegar a creer) y,
por primera vez, a lo mejor se muestra como un comediante que ejecuta el
despliegue de talento imprescindible para llevarse al ático el legendario premio Oscar.
El lobo se llama Jordan
Belfort pero ese dato carece de relevancia o, directamente, no importa lo
más mínimo. En realidad, la trascendencia se esconde detrás de una parálisis
casi total, un inesperado avatar que obliga al nombrado sujeto a arrastrarse de
forma lastimosa e inhumana hasta la puerta del club de campo, lugar donde le
aguarda su flamante vehículo color perla para, a continuación, conducir la
historia hasta la escena que supone el clímax del metraje y en la que hay amor
y también odio y mucha ira aderezada con lágrimas, y se descubre también que el
teléfono puede tener muchos usos o empleos, algunos tan peligrosos como la
falsa esponjosidad de una enrollada loncha de jamón. Sólo el tiempo aportará la
mesura y la calma necesarias para repasar y ubicar algunas de las secuencias
que narran las desventuras de este lobo antropomórfico entre las joyas
imprescindibles de las antologías cinematográficas más prestigiadas, las que
son insumergibles en el océano del olvido.
Todo es lícito dentro del frenesí, entre ochentero y
noventero, en el que el lobo baila y maldice e insulta y corrompe, corrompe a
sus codiciosos compañeros de viaje. Y, de algún incomprensible modo, cercano a
la alquimia, el extasiado espectador también abandona la sala de cine levemente
corrompido y seducido, sale del cine incrédulo ante la irreal realidad
perteneciente a una menguante élite que ha sido expuesta sin velo ante sus
desplegados ojos.
El pasivo consumidor de entretenimiento desea entonces
jugar un papel más activo y alejado de su cotidiana rutina y, de paso, también
anhela traspasar los límites y ser él mismo un lobo, un lobo que se divierte y que
se ha divertido y ha gozado y se ha reído, carcajeándose de una fantasía
capturada por la cámara durante 179
minutos en los que caben muchas nominaciones y galardones; aproximadamente
tres horas que son puerilmente disfrutables y que, además (y tal vez), inoculan
a su vez un mensaje ardiente en los pensamientos del obnubilado espectador/propietario
de la entrada de cine: la vida es una fiesta que dura lo que dura y luego se
acaba y, encima, se acaba o termina mal. Por tanto, corra y ría y cante, y
arriesgue y baile, baile frenéticamente con movimientos y contoneos
desaforados, desinhíbase, baile con los lobos que aúllan alrededor del inextinguible
fuego; afuera la noche todavía es joven. De parte del Cine que se escribe con
‘c’ mayúscula, ¡gracias, Marty!