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Extracto de un correo
electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.
He decidido poner el punto final a este mensaje
repitiendo que me llamo Alejandro Gutiérrez y escribo crítica de cine. Permítanmelo,
es mi forma de realizar un guiño al modo en que inicié estas líneas; sí, ya me hago
homenajes, parezco un director con ínfulas. Pero no desesperen, queridos
narratarios, aún me quedan algunos acontecimientos que referir. Se lo prometí a
mi amigo. Tan solo quería avisarles, jamás he pretendido mentir, de que éste
será mi último capítulo en la historia que sus ojos leen.
A estas alturas se estarán preguntando qué fue de Juan
Águila. ¿Dónde anda ahora? ¿Qué le deparó el destino después de los sucesos de
Sevilla? A menudo conocidos mutuos, en su mayoría compañeros de carrera, me formulan
los mismos interrogantes; son conscientes de que yo trabé más trato con el
escurridizo periodista de El sol del Sur.
Pero, sinceramente, no puedo responderles a ciencia cierta. No sé darles una
contestación con seguridad. He oído cosas, conozco otras. Todo se vuelve maraña
cuando uno estudia muy de cerca los últimos meses de Juan, algo que debe de
hacer que se sienta muy orgulloso de sí mismo, ya que al fin ha conseguido imitar
en algo a su ídolo, Elston Gunn.
Sus aventuras partieron de una canción, de un tema
perdido que él ansiaba hallar para después contar en un libro cada detalle de
su autodenominada gesta; y ese volumen requería de mi colaboración como
narrador alternativo que arrojase luz a ciertos pasajes de la historia. Sin
embargo, cuando casi a diario pienso en Juan no lo veo como ese aventurero,
sino que me descubro pensando en mi amigo, tratando de desentrañar el misterio
de su desaparición, y siempre me lo imagino tumbado en una playa muy lejana. Es
la que vislumbro una playa desierta, hecha de arena blanca y amarilla, y Juan
yace allí con pantalones cortos y la camisa de lunares abierta. Ya no está tan
delgado, ha de comer mejor. Su pelo luce tan despeinado como acostumbra, pero
su piel se ha oscurecido; me sorprende verlo bronceado. Parece refulgir vida. Con
los ojos cerrados sonríe mientras las olas rompen contra la cercana orilla. No
sé por qué eso me hace creer que por fin ha descubierto la felicidad. También
imagino, no puedo evitarlo, un barco encallado a su vera, una embarcación algo
decrépita pero de gran hermosura; tal vez Juan se dedica a reparar el bote
jornada tras jornada, tal vez ahora a mi amigo le gusta hacerse a la mar…
Sí, puede que ya lo hayan deducido, pero en mi cabeza
Águila se ha transformado en un trasunto de Andrew Dufresne, que viene a ser lo
mismo que decir un trasunto de Tim Robbins, en la película de Frank Darabont
‘Cadena perpetua’, basada, no muchos lo saben, en una novela corta de Stephen
King. No concibo otra manera de soportar la falta de noticias acerca de su
paradero que fabular yo mismo un presente para Juan. De modo que, a través de
la ficción, le fabrico un hogar en el que supongo que descansa feliz, aliviado
de cualquier quebranto. Por eso les hablo de la playa a todos los que me
preguntan por mi amigo.
Seguramente, mi deformación profesional, mi obsesión con
el cine, influye en la elección de la playa, en lo irreal de la estampa que
acabo de describir, ¿pero acaso no es posible? Al igual que Dufresne, Juan se
arrastró por un río lleno de mierda y, cuando terminó su peregrinaje, salió limpio,
purificado bajo el agua de la lluvia. Juan es Tim, Robbins es Águila. Hay tanto
que los une e iguala, aunque también existe una diferencia: como descubría el
personaje de Morgan Freeman, Andrew era inocente y pagaba una pena que no le
correspondía; pero Juan, ¿quién pondría la mano en el fuego por Juan? Hasta yo,
que lo ayudé y acompañé aquella lejana y surrealista noche, que fui su amigo y
que escribo aquí lo que podría ser su legado; hasta yo tengo dudas, y créanme
cuando les digo que estas inquietudes no son escasas.
Una lluvia, en este caso nada purificadora, fue nuestra
compañera mientras Juan y yo poníamos distancia de por medio con nuestro
perseguidor en aquella loca y nocturna huida que emprendimos a oscuras desde El
Cortijo por el firme resbaladizo de la carretera de Ronda. Me costó creerlo y
mucho más reconocerle el mérito, pero mi amigo tenía razón y, en cuanto apagó
los faros del Renault Mégane, ya sin las referencias visuales de nuestra
trazada, el coche que nos acechaba aminoró la velocidad y en pocos kilómetros
desapareció del espejo retrovisor, lo que no evitó que, ya con las luces del
auto encendidas, siguiésemos en completo silencio hasta que oteamos las
primeras casas de Málaga. Sobrecogido, profundamente asustado y temeroso de las
inevitables consecuencias, bullendo la adrenalina por mi agotado cuerpo, no abrí
la boca durante todo el trayecto. Entre tanto dejó de llover y el disco de
Leonard Cohen llegó a su final y giró de nuevo entero sin que ninguno de los
dos hiciese el mínimo intento de cambiarlo.
Sólo abandoné mi mutismo cuando sospeché que no nos
dirigíamos a casa, que la noche aún no había acabado. “Un último sitio, Ale”,
fue lo que me dijo Juan tras expresar yo mis inquietudes. Creo que perdí completamente
los papeles, porque no sé a qué se debió mi reacción, de verdad. Y es que, sin
mediar palabra, abrí la puerta del copiloto en plena autovía y saqué una
pierna, la derecha. Águila gritó algo así como “estás loco”, frenó el Renault y
estacionó en el arcén. “Yo me quedo aquí, amigo, se acabó”, y me desabroché el
cinturón. Juan me cogió del antebrazo y lanzó su puño hacia mi cara.
Pensé que me iba a golpear, pero a indivisibles centímetros
de mi nariz su mano se detuvo y abrió. En su interior había un pendrive. Escrito
en mayúscula con rotulador negro podía leerse ‘G/W-COL TRACK05’. “¿La canción?”,
dije desde el más completo asombro. “No lo sé, no creo, los puertos USB no
existían por aquel entonces; además, si contuviese la canción, este trasto no
habría pasado años allí, olvidado del mundo”, razonó. “¿Entonces? ¿Para qué te
vale?”, le espeté todavía enfadado. “¿No te da curiosidad ver, quizás oír, qué
contiene?”, me cuestionó con voz sibilina mientras mecía el pendrive ante mis
ojos. “Ninguna”. “No te creo”, notó mi vacilación y me habló muy despacio, “mira,
Ale, G y W, ¿lees? Gunn y Waits… Y COL. Podría ser parte del título de la
canción, ¿verdad? Hemos avanzado tanto, un sitio más y nos vamos, te lo
prometo”. En el fondo no quería quedarme tirado allí de madrugada, en mitad de
la nada. Y una parte de mí seguía temiendo que el guarda armado del estudio de
grabación aún continuase su persecución, aunque sabía que resultaba algo poco
probable… No alargué la incertidumbre. Cerré la puerta del coche y Juan pisó
con fuerza el acelerador. Una espantosa sonrisa le encuadraba el mentón. Como
si se tratase de un truco de prestidigitación, el pendrive desapareció de su
mano. De repente, se había vuelto tan invisible como las ideas que escondía
detrás de sus miopes ojos.
Si esto fuese una película y yo su director, debería
haberme guardado el gran giro argumental para este momento, para el final. ¿Lo
habré hecho? Quién sabe. De todos modos, esto no es ninguna película. Ojalá. Significaría
que no encierra nada real. Sí puedo garantizarles, queridos narratarios, que lo
que me resta por relatar no les dejará indiferentes. No obstante, en este punto
de la historia, la trama se vuelve realmente compleja, enredada en su propio
enredo; siento la redundancia, ya conocen mi tendencia al aderezo. Como ni yo
mismo tengo claro el desenlace de aquella noche y el contenido de la visita
matinal que recibí muchos días después, me limitaré a recoger todo por escrito.
De esta forma, cumpliré con mi palabra y me desharé del yugo que asumí cuando acepté
la petición de mi amigo: “Ale, necesito que me escribas”. Juzguen que yo me
abstengo.
¿Un gran escenario para el clímax de una película? Sin
duda, un cementerio lo es y, de hecho, allí acabamos nosotros dos después de
que yo hubiese intentado bajarme del coche en plena autovía. Efectivamente, sé
que cuesta creerlo, pero Juan condujo el Mégane hasta el camposanto malagueño.
Aparcó junto a las oficinas, a esa hora cerradas y, tras saltar y obligarme a
saltar una verja de hierro cromado, anduvimos entre tumbas que brillaban bajo
la luz de nuestros teléfonos usados a modo de linterna. Entre aquel mar de
mármol y piedra, rápidamente me perdí, no era la primera vez que esa noche
extraviaba el sentido de la orientación. Una vez más, mi amigo sabía adónde se
dirigía y me precedió por ese macabro laberinto. Llegamos a una zona en la que
no había nichos sino lápidas a ras de suelo, muy al estilo norteamericano.
Recorrimos unos cuantos metros y Juan se detuvo. Al acercar su móvil a la
piedra leí “Elston Gunn, músico”. No había nada más escrito, ni fechas, ni
palabras de despedida.
Ante los restos de su extinto mentor, al que nunca
conoció en vida, mi amigo se arrodilló y me pareció que rezaba; desconozco a
qué Dios, pero sus ojos cerrados y las manos entrelazadas me hicieron recordar
a los feligreses. A su lado, aguardé estoicamente. De repente, aquel lugar me
produjo escalofríos. Por primera vez, reparé en que nos habíamos colado de
madrugada en un cementerio. Sé que los miedos tienen en su origen un gran
componente sicológico pero, a todos nos pasa, el simple hecho de pensar que sentimos
miedo hace que éste nos brote de las entrañas. Juan, en cambio, permanecía
impasible. Cuando se puso de pie, empezó a hablar y lo hizo en un tono plomizo,
como si repitiese un mantra largamente aprendido.
Sus palabras me sonaron confusas y caóticas, ahora no soy
capaz de reproducirlas. Sí recuerdo pinceladas, breves extractos. Puedo jurar
que dijo muchas veces la palabra Sudamérica, que también se refirió
repetidamente al porcentaje de accidentes en la historia de la aviación que
habían sido fingidos para que el presunto fallecido tuviese la oportunidad de
empezar una nueva vida lejos. Águila mencionó más incoherencias; aseguraba la
existencia de pruebas que sólo unos cuantos conocían. Creo que él las llamó “indicios”.
Y, cuando su tono de voz se volvió más audible y yo no tuve dudas de que se
hallaba profundamente convencido de que Gunn no había muerto, un fogonazo de
luz blanca nos deslumbró. “¿Quién anda ahí? ¿Qué hace aquí?”, por un momento
temí que fuese nuestro perseguidor, el cual finalmente nos había dado caza.
Pero era el guarda del cementerio. Llevaba uniforme oscuro y gorra, y en una
mano portaba una potente linterna, en la otra una porra hecha de madera o
metal, imposible distinguirlo. Con presteza me identifiqué y seguidamente le
garanticé que no pretendíamos hacer nada ilegal (sí, eso dije, no me
enorgullece), que sentíamos haberle asustado, pero necesitábamos visitar a un
difunto de la familia, que esa noche era una fecha especial, y no podíamos
esperar a la mañana siguiente. “Esperamos que se haga cargo”, me disculpé. El
guarda, supongo que harto de mi perorata, me interrumpió: “¿Esperamos? ¿Es que
acaso le acompaña alguien?”. Iba a decirle que sí, que había venido con mi
hermano, pero cuando me giré descubrí que Juan no seguía detrás de mí. Justo al
mismo tiempo, las ruedas de un coche chirriaron en la lejanía del aparcamiento.
¿Cómo me marché de allí sin pasar por la comisaría? A
duras penas. Un talento para la mentira y la palabrería que afloró en el
momento más preciso me ayudó sobremanera a logarlo. ¿Qué contenía el pendrive?
Ni idea. ¿Me enfadé con Juan? Totalmente. ¿Se disculpó conmigo? A día de hoy
no, ni tan siquiera me razonó en condiciones su espantada. ¿Y por qué accedí entonces
a su ruego de escribirle? ¿Por qué incluso lo sigo llamando amigo después de su
reincidente comportamiento? Estas cuestiones resultan difíciles de explicar.
Como con el cine, soy un hombre chapado a la antigua y, por tanto, creo en la
lealtad y la bondad. No voy a excederme mucho en cuestiones personales o de
filosofía vital, cada uno es libre de actuar como quiera. A la hora de decidir
cómo obrar, también tuvo su peso en la balanza la visita que recibí por parte
de un inspector de policía no hace mucho.
El policía quería saber acerca de Juan, me dijo que lo
buscaban, que había cuestiones ante las que tenía que dar cuentas. No es esto
lo más sorprendente de todo el asunto. Verán. Aquel inspector que se presentó
en mi casa me resultó familiar desde que le abrí la puerta. Su rostro
cuidadosamente afeitado, su mirada decidida y la elegancia de su traje me
retrotrajeron, como en un vívido viaje atrás en el tiempo, al ‘ristorante’ de
La Carihuela. “¿No se llamará por casualidad José Antonio Tapia?”, aventuré.
“Inspector José Antonio Tapia”, contestó y apostilló, su voz era grave como el
sonido de un bajo, “y lo que está considerando una fortuita casualidad no lo es
en absoluto, ¿me permite pasar?”. Obviamente, le dejé entrar. No quiso beber
nada. Yo me preparé un café, aún no había desayunado. Toda su atención se volcó
en el bloc de notas que traía bajo el brazo. Ahí apuntaba con pluma cada una de
las palabras que salían de mi boca, pero no le fui de gran ayuda. Yo me
encargué de no serlo, lo reconozco. No iba a traicionar a mi amigo. El
inspector, que sospechó de mí desde el primer momento, me inquirió acerca del
carácter de Juan, de sus planes; “¿qué se traía entre manos?”, fue su pregunta
más recurrente. Me hice a la idea de que era un sujeto duro y sagaz, habituado
al éxito, no dejaría escapar a su presa. Como nada le dije, él tampoco me
confirió detalles de la investigación, ni tan siquiera pude dilucidar con
exactitud los posibles cargos contra Águila. Bastante tenía yo con escapar del
asunto indemne, sin ser procesado como daño colateral. Tras un rato de
conversación infructuosa, ambos intentamos sonsacarnos datos sin éxito, el
inspector Tapia se despidió. Entonces yo decidí que cumpliría con mi palabra,
que pondría por escrito mi relación con Juan y con Gunn, y también con Waits, y
por supuesto con la dichosa canción perdida.
Me temo que ya sí se acerca el definitivo punto final. No
voy a releer o corregir estas líneas. El valor de las mismas dependerá de la
veracidad que ustedes depositen en ellas. Por mi parte, enviaré el escrito a la
dirección de correo electrónico de mi amigo y que luego haga lo que dé la real
gana. Echo la vista atrás y recuerdo cómo empezó todo. Ha sido largo el río
lleno de mierda. Andrew escapó libre de la cárcel. Era cine. Era inocente. Me
gusta pensar que Juan también, aunque él es real. Y ahora díganme, ustedes, ¿no
se imaginan al pendenciero de Águila como yo lo hago: tumbado en una playa
sonriente, junto a la decrépita pero hermosa embarcación, con los ojos cerrados
y la camisa de lunares abierta sobre su piel bronceada? ¿No se lo imaginan al
final de su viaje, ya sin necesidad de buscar, riéndose de todo y todos? Yo sí
lo hago. Juan Águila es un cabrón, de acuerdo, no lo negaré, pero espero que
esté donde esté le sonría la providencia y que algún día lejano pueda volver a
verlo y estrecharle la mano. Me llamo Alejandro Gutiérrez y escribo crítica de
cine.
->En dos semanas (el sábado 14 de junio) la decimoquinta entrega verá la luz, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.