Eso dijo: conspiración y Cuadernos. Empezó a hablar y por
un instante creí que jamás se callaría: “Bien sabes que durante una racha quise
colaborar en la revista Cuadernos y allí se me vetó; le he dado muchas vueltas
al asunto, he investigado y ya sé a ciencia cierta el porqué, y creo que tengo
los documentos que me ayudarán a probar la conspiración”. Me eché hacia
adelante y le pedí calma, que se tranquilizase. El perro percibió mi inquietud
y enveló las orejas. “Trabajaste allí, conoces a la gente de la redacción”.
“Hace demasiado que dejé la publicación, Fernando, apenas guardo relación con
nadie de dentro”, me excusé. Entonces Valverde aseguró que ésa era razón de más
para que le ayudase, para que juntos sacásemos a la luz todas las miserias de
la revista, para vengarnos. A mí me dio mucha pena oírlo. No pude evitar pensar
en el conde de Montecristo, sólo que en su versión más patética y apocada.
“¿Por qué te echaron?”, su cuestión interrumpió mis
pensamientos. “Nadie me echó, Fernando, me fui yo”. “Eso no hay quien se lo
crea, nadie tenía más talento que tú”. Traté de hacerle comprender que
exageraba, le hablé de la falta de espíritu de mis textos, de la ausencia de
tono, de mis incoherencias y fallos argumentales, de la poca documentación; me
deshice en una tromba de palabras pero a él no le bastó. Cogió uno de sus
papeles y se puso a repasarlo con detenimiento. Aproveché el ínterin para darle
un beso intenso, desesperado, a mi cerveza. El caserón quedó en completo
silencio. Valverde leía. A mi vera el perro respiraba, llenando sus pulmones de
aire para luego expulsarlo una y otra vez, atrapado en un bucle sin fin.
Aventuraba que quizá Fernando desistiría de sus
propósitos, cuando alzó los ojos de la hoja y sus labios, bajo el fino y
despeinado bigote, se movieron de nuevo, retomando el inacabable hilo de su
perorata: “De acuerdo, si no me quieres contar tu caso lo entiendo, nada me
debes y tampoco has de rendir cuentas ante mí, pero por favor”, y entonces vi
la desesperación en el fondo de sus hundidos ojos, “por favor, ayúdame a
reparar la injusticia que cometieron conmigo”. “No termino de ver la
injusticia, Fernando”, le espeté. Mis palabras no parecieron herirlo, aunque ahora
deduzco que sí lo hicieron. Creo que no me estaba creyendo, valga la
redundancia; creo que pensó que yo actuaba, que interpretaba algún rol absurdo.
Como prueba de mis suposiciones, Valverde comenzó a vomitar datos de su blog y
del número de visitas, divagó sobre posicionamiento en internet y aludió varias
veces a un ranking de páginas web literarias que yo jamás había oído nombrar.
Su influencia era contrastable, decía, su poder, inmenso. Todo en su discurso
me sonó a sucio narcisismo. “La verdad se esconde en las prospecciones
petrolíferas, pero no quisiste oírme esa noche y parece que hoy tampoco”, me
señaló con su largo brazo.
“¿Prospecciones petrolíferas?”, no logré disimular mi
estupor. “Ahora sí que no entiendo nada”. “Porque no quieres entender, porque
durante un tiempo fuiste uno de ellos, pusiste la mano como todos, como todos
menos yo, que siempre lo he denunciado y por eso se ha vetado la difusión de
mis textos pese a ser como soy un escritor en mayúsculas, una pluma de
prestigio”. Valverde se había vuelto loco de remate, cómo alguien tan
insignificante podía albergar ese complejo de grandeza. “Márchate, aquí no vas
a encontrar lo que buscas”, le ordené, aunque en el fondo se lo estaba
pidiendo.
Fernando se negó en redondo. Dijo que no se iría hasta
que me lo hubiese contado todo. “No te obligaré a nada salvo a que me escuches
y veas lo que quiero mostrarte, después decide lo que quieras y allá tú con tu
conciencia”, hablaba con ira, ya sí profundamente dolido. “De acuerdo”, asentí,
“di lo que sea”. “Lo que sea no”, me cortó, se adueñaba de la conversación, “la
verdad, porque eso es lo que contienen todos estos folios, una verdad numérica,
un mensaje codificado que aboga a favor de las prospecciones, cada cifra se
corresponde a una de las veintisiete letras del alfabeto, A es uno y así
sucesivamente, entonces…”. Esta vez fui yo el que cortó la frase. Le dije que
Cuadernos nunca había sido otra cosa que no fuese una revista literaria, con un
nombre que no pegaba con la temática, de acuerdo (siempre he pensado que debía
haberse llamado Escritores o algo así), pero que jamás había publicado un
artículo ajeno al campo de las letras, mucho menos una defensa a ultranza de
las prospecciones petrolíferas en el litoral”.
Su contestación me dejó helado: “Es que no es tan
sencillo, claro que no vas a encontrar nada en las páginas interiores, no son
idiotas; el quid de la cuestión se halla en los números, en los códigos”.
Entonces cogió otro folio y lo giró para que pudiese verlo. En grande aparecía
escrita una ristra de números:
2116142116 512
18225 1216 1251
“¿Pretendes que te haga un abono en la cuenta bancaria,
Fernando?”. “No esperaba que te rieses de mí”. “¿Y cómo esperas que no lo haga
si me enseñas unos números sin sentido en una revista que no ha publicado nada
parecido?”. “Escúchame, haz el favor de escucharme; te he dicho que hay que
mirar la portada, te he dicho que los números se corresponden con letras del
abecedario empezando por la A, que vale uno, en adelante y no contando la CH, y
que cada sucesión es una frase críptica…”. “¿Pero dónde podían o pueden leerse
esos números en Cuadernos?”. “En el número de serie, joder, en el número de
serie, el ISSN”, gritó Valverde, que hizo una pausa, tratando calmarse sin
llegar a conseguirlo. Luego prosiguió: “Cada ejemplar lleva el suyo y todos se
hallan contaminados, puedo demostrártelo, puedo enseñarte qué dice éste, por
ejemplo”.
“No te molestes, Fernando, ya es tarde”, me puse en pie y
el perro hizo lo mismo. Di unos pasos hasta la puerta y la abrí de par en par.
El can le enseñó los dientes y gruñó. Me sigue sorprendiendo la inteligencia de
aquel animal. Valverde comprendió a la perfección y empezó a recoger sus
papeles. Cuando hubo terminado, salió andando de casa sin decir adiós. Más que
enfadado, me pareció decepcionado. Consideraba que le había fallado, quizá era
yo su última esperanza. Volví a cerrar, apagué el foco y me eché a dormir. El
perro, por su parte, se acurrucó en una esquina. A oscuras oímos cómo se
encendía el motor del coche, los faros arrojaron un fogonazo de luz al interior
de la casa. El ruido se acabó perdiendo en la lejanía del sendero.
No he vuelto a ver a Fernando Valverde desde aquella
noche. Es más, con el paso del tiempo el recuerdo de su visita se fue
difuminando en mi cabeza hasta casi desaparecer. Tal vez se hubiese borrado del
todo si esta mañana no hubiese leído el periódico. Debajo de un titular que
hablaba de las prospecciones petrolíferas que se están realizando cerca de la
costa, una de las informaciones de portada me ha producido auténtico espanto.
Conforme leía la crónica, en mi mente se iban agolpando los recuerdos de
aquella casona abandonada, del perro que vivía allí conmigo y de la charla que
mantuve con el botarate de Valverde. En el diario no he leído que Fernando haya
muerto. Nada de eso, aunque otro sí ha muerto, y además ha muerto apuñalado por
el propio Fernando, que ahora se encuentra preso. Se conoce que anoche en la
presentación del primer libro editado por la revista Cuadernos, el que en una
ocasión vino a visitarme y pedirme ayuda atacó a uno de los editores con tan
mala fortuna que la herida resultó mortal. No se le conocían enemigos a la
víctima. Sobrecogido, el redactor de la pieza se pregunta quién podría haber
previsto un acto tan demencial.
(FIN)