Reconozco que, enjuto
como era, no me fijé en él durante los primeros compases de viaje. ¿Y qué espera?
¿Me lo reprocha? Él estaba ahí, sentado, y yo tenía muchas cosas en la cabeza. Soy
un hombre ocupado. Usted no se pone en mi lugar. Ahora resulta muy sencillo ver
las señales de alarma. Resulta sencillísimo decir “tuvo que darse cuenta” o “debió
haberlo visto venir” y un largo etcétera, pero su juicio no es justo, para nada;
uno ha de retrotraerse, uno tiene que ponerse en la piel de los pasajeros del
vagón. Póngase en la mía, detective. Hágame el favor. Trate de imaginarse por
un momento que es su compañero de asiento. ¿Podría haber anticipado una
reacción tan carente de lógica? La respuesta es no, un rotundo no. Se lo
garantizo. De modo que tenga paciencia, se lo ruego. No me atosigue ni me amenace.
No pretendo callar nada, tampoco persigo entorpecer una investigación policial.
Soy inocente. Simplemente, necesito tiempo, tiempo para asimilar lo ocurrido,
también para recordar. Busco dentro de mi cabeza alguna evidencia que pueda
serle útil, pero cuesta, me cuesta horrores.
Recuerdo cómo casi pierdo el tren. Llegué muy justo a la
estación. Dejaba la maleta en el portaequipajes cuando la locomotora emprendió
la marcha, arrastrando en su avance la larga procesión de vagones. Entonces me
senté y él debía de hallarse a mi lado. Sí. Había llegado antes que yo. Ocupaba
asiento de ventana. No le presté mayor atención. Únicamente reparé en su
pequeñez. Era un individuo joven, muy menudo. Me pareció desaliñado, pero no sé
si esto lo añado ahora, en perspectiva, o realmente lo pensé en aquel momento.
Nada vi en él que captase mi interés, así que abrí la agenda electrónica y me
dediqué a organizar mis asuntos.
No transcurrió mucho rato hasta que empezó a molestarme.
Me hallaba abstraído y, de repente, me sentí como una pompa que acaba de ser
explotada. Un pestañeo me trajo de vuelta al vagón y entonces pude percibir el
ruido que me había sobresaltado. Mi compañero de asiento subía y bajaba sin
descanso la superficie lisa que actúa de mesa plegable y se engancha al
respaldo de delante. Le rogué, creo que con educación, aún no había perdido los
nervios, que parase. Él lo hizo pero no inmediatamente. El bamboleo de la
bandeja siguió con frenético ritmo durante unos segundos más. Lo miré con
reproche. Me devolvió la mirada y noté tensión en aquellos ojos. Era como si
centelleasen, no sé si hace cargo. Quiero decir que vibraban.
No nos hablamos. Intenté retomar mis asuntos en cuanto cesó su
martilleo pero, al igual que se aguijonea la
curiosidad, aquel tipo había espoleado dentro de mí un nivel de
incomprensión, tal vez hasta de pavor, que me obligaba a estudiarlo, siempre
con disimulo. Para mi sorpresa, ahora la emprendió con su cuerpo, por lo que
comenzó a echarse hacia delante, luego volvía atrás y se recostaba sobre el
asiento, provocando una agitación de mil demonios. Al igual que con la mesa,
repetía la acción de forma cíclica. Esta vez le grité. Él se detuvo.
Intercambiamos miradas de nuevo. Su frente se encontraba empapada. Me pareció
que realizaba un gran esfuerzo por mantenerse quieto. Eran sus manos las que le
delataban, inquietas, palpitantes; aquellas manos parecían latir, corrían de un
sitio a otro, tocaban, lo tocaban todo; se las llevaba a la frente, luego acariciaba el cristal, o agarraba con fiereza el reposabrazos, arañando la tela del asiento.
“¿Estás bien?”, recuerdo que le pregunté. “¿Has tenido
sensación de escapar? ¿Sabes lo que es tener un fuego aquí dentro (y se señaló
el pecho, a la altura del esternón, con una de sus manos temblorosas) y querer
correr, querer huir del calor?”, me contestó con otra pregunta, en realidad, me
contestó con dos. Me preocupé por él. Resultaba obvio que aquel hombre no se
encontraba en sus cabales. Lo agarré del brazo, pero reaccionó como un animal
asustado. Me puse en pie y caminé hacia el siguiente vagón; era la cafetería
del tren, allí habría alguien que pudiese ayudarme. Di tres pasos, no más. Un
estruendo me hizo girarme. Vi maletas caer al suelo. Mi compañero de asiento
las arrancaba del portaequipajes. Cogió la mía y la lanzó contra la ventanilla
de emergencia. El cristal se deshizo en incontables fragmentos. El mundo
exterior entró en el tren y un rugido
monstruoso golpeó nuestros oídos. Corrí entonces hacia él. Pensaba derribarlo. Lo inmovilizaría como hacen los policías en las
películas. Pero mi compañero de asiento no me dejó tiempo para actuar. Antes de
que tan siquiera lo rozase, él saltó por el hueco de la ventanilla y se perdió
en mitad de un paisaje cuyos contornos el velocísimo tren difuminaba.
Es la verdad, detective. Entiendo que estará escuchando
muchos testimonios contradictorios. Éste que vio tal y el otro que vio cual.
Pero es la verdad, se lo repito. El vagón se convirtió en un caos durante esos
instantes, una situación completamente surrealista. Pero ha de creerme, ¿por
qué iba yo a querer arrojarlo por la ventana? Si no lo conocía, jamás lo había
visto con anterioridad. Cierro los ojos y aún vislumbro su cuerpo enjuto, sus
ademanes convulsos y carentes de lógica. Carentes de lógica, detective, ¿verdad
que me cree?