En clara huida del mundo, me recluí durante una temporada
en un caserón perdido entre los montes, muy alejado de la ciudad donde siempre
he vivido. La casa pertenecía a mi familia, por lo que no tuve problema a la
hora de instalarme bajo su espartano y deshabitado techo. Llevaba décadas
abandonada. No tenía electricidad y había que andar un kilómetro hasta el
aljibe más próximo para abastecerse de agua. Sin embargo, nada de aquello me
importó. Una tarde preparé llené de ropa la maleta, embalé unos cuantos libros
y folios en blanco, y me trasladé hasta allí en coche. Por el camino paré a comprar
algunas provisiones y un generador que esperaba enchufar al hornillo portátil.
A su vez me hice con un foco de jardín que cumpliría la función de lámpara.
Los días en los montes transcurrían con rapidez. Me
levantaba casi al mediodía. Entonces me acercaba a por agua y a la vuelta
cocinaba un frugal desayuno que también era mi almuerzo. Durante la tarde
descabezaba otro sueño. Después, salía a recorrer la zona. Así encontré, o a lo
mejor me encontró él a mí, a un perro sin raza, grande y grisáceo, de gesto
noble, que me siguió hasta casa y se instaló conmigo.
Tras la excursión diaria, me dedicaba a leer y a escribir
hasta la noche. Intentaba encender el generador lo más tarde posible, pero
siempre llegaba un momento en el que ya no distinguía mi propia letra y no me
quedaba otra opción que conectar el foco y seguir al calor de su luz. A veces me
abstraía tanto que se me olvidaba cenar. No lo echaba en falta. Al perro sí que
había que ponerle algo de comida en su plato en cuanto caía el sol.
Solía terminar de escribir o leer, o de ambas cosas,
cuando despuntaban los primeros haces del nuevo día. Cerraba los libros y apilaba
los folios, y me acostaba. Creo que sólo una vez abandoné antes mi rutina. Fue
cuando recibí la visita de Fernando Valverde. Por aquel entonces muy pocas
personas sabían mi paradero y las que lo conocían no estaban interesadas en
venir a verme. Yo tampoco lo quería. De hecho, Valverde fue la única persona
que me visitó durante el tiempo que habité el caserón de los montes. Una noche,
debían de ser más de las doce, recuerdo haber echado una ojeada a mi reloj de
pulsera, escuché el ruido de un coche acercándose. Sorprendido, dejé el lápiz
sobre el papel y me asomé a la puerta. El perro se colocó a mi lado. Cuando el
motor se paró pude oír que el animal gruñía. Le rasqué detrás de las orejas. Se
apagaron los faros y del vehículo se apeó un hombre más alto que yo y casi tan
delgado que caminó hasta a mí y con una voz vagamente reconocible me llamó por
mi nombre al tiempo que me tendió una mano que yo estreché. Bajo las estrellas
apenas había luz suficiente para distinguir los rasgos de su cara. Más que un
hombre aquel individuo parecía una silueta dotada de vida. Con ahínco traté de
recordar dónde lo había visto, qué relación guardaba conmigo y, sobre todo,
cómo se llamaba.
Esto último lo averigüé enseguida cuando dijo “soy
Fernando Valverde, nos vimos hace tiempo, ¿te acuerdas?”. Le respondí que sí,
que claro que sí. También lo invité a que pasase y le ofrecí sentarse en el
único sillón que tenía en toda la casa. Él aceptó y dijo algo de la decoración a
lo que no presté atención. Cogí dos cervezas calientes y le ofrecí una de
ellas. Él la cogió y le dio un sorbo largo que me hizo pensar que venía
sediento. Apilé unos cuantos libros de tapa dura con los que improvisé un
taburete en el que sentarme. El perro se tumbó a mi lado. Juraría que todavía
se mantenía al acecho, esperando mi orden para atacar.
Frente a frente, a la luz del foco, pude al fin contemplar
los detalles de su rostro. El bigote, fino y despeinado, así como los ojos,
hundidos en el fondo de la cara, me trajeron a la mente las respuestas que
tanto ansiaba encontrar. Mientras mi visitante esparcía sobre el firme unos
papeles en los que yo no había reparado con anterioridad, eché la vista atrás hasta
la noche en la que Fernando Valverde me fue presentado, a través de un amigo
común, como un prometedor autor local. Coincidí con él en un encuentro
literario, una conferencia sobre cierto boom que ya he olvidado.
Desde primera hora Valverde me pareció un hombre
impostado, alguien sin poso. Tras el coloquio, en un bar próximo, tomando
cañas, recuerdo que me contó sus proyectos, los cuales me parecieron vagos, faltos
de lógica. Me habló de novelas que ya decía haber proyectado sobre el papel, me
describió poemas de su puño y letra que, según él, eran afilados como hojas de
cuchillos y también me expresó su deseo de realizar un volumen de volúmenes que
se hallaría repleto de reportajes de investigación de toda índole, no importaba
tanto que fuesen suyos como lo dispar de la temática. En mitad de su discurso
empezó a referirme algo acerca de unas prospecciones petrolíferas en el litoral.
Su charla se volvió completamente incoherente. Aquella noche decidí que no
deseaba cruzarme nunca más con él.
Contrario a mi deseo, allí lo tenía, enfrente de mí, sentado
en mi único sillón, bebiéndose una de mis cervezas y colocando sus abundantes
papeles por todo el suelo de la sala en la que yo debía estar escribiendo.
“Verás, siento presentarme por sorpresa, pero me ha sido realmente difícil
encontrarte, pocos saben que estás aquí y encima no coges el móvil”, dijo. “No
me lo he traído”, contesté. “Sí, entiendo”, calló por un instante y me pareció
que cavilaba la idoneidad de las palabras que diría a continuación, “una vez yo
también huí de todo, desaparecí por un tiempo”, añadió en un tono de voz algo
más bajo. “¿Acaso he dicho que haya huido?”. “No, claro que no, pero de lo que
vengo a hablarte es de otra cosa, de algo muy urgente”, confesó a la vez que
miraba en todas las direcciones, como si hubiese mucho que admirar entre
aquellas cuatro paredes.
Me preguntó entonces si podía dejarle mi ordenador, aunque
él lo llamó ‘laptop’. Le hice saber que no lo había traído conmigo. “¿Y cómo
escribes?”, y sin dejar margen para una respuesta volvió a preguntar “¿o es que
ya no escribes?”. Señalé mis folios y le expliqué que ahora escribía a mano.
Valverde respiró aliviado y dijo que se quedaba más tranquilo, que por un
momento había llegado a temer que uno de los grandes talentos del panorama
emergente hubiese desistido por reveses de la vida. Guardé silencio a la espera
de que me contase lo que había venido a contar. Posé una mano en cogote del
perro.
Fernando pareció leerme el pensamiento y dijo “bueno, da
igual lo del laptop, no te entretendré mucho, pero necesito tu ayuda, tu ayuda
urgente, por eso traigo estos papeles, papeles de los que hace mucho que no me despego”.
“Verás, estoy aquí desconectado de casi todo, no sé exactamente en qué podría
serte útil, ni siquiera conozco las últimas noticias”, intentaba escapar de lo
que adivinaba sería un largo y absurdo monólogo. Entonces mi visitante soltó
dos palabras que hicieron realidad mis peores presagios: conspiración y
Cuadernos.
(Esta historia continuará
y acabará el próximo miércoles con la publicación de la segunda parte en ‘La
voz de hoy’)