Fuera de la mente te eché de menos. Iluminado
por la sonrisa de una luna austral, apagué el motor enfrente de tu casa. El
humo del último cigarro se elevaba dentro de danzantes volutas cuando en la
radio comenzó a sonar la versión electrificada de una antigua canción folk. Las
estrellas celestiales centelleaban con tanta fuerza que entorné los párpados. Me
apeé del coche al tiempo que las últimas notas del estribillo escapaban de los
altavoces. Dejé la portezuela del conductor abierta y franqueé la pequeña valla
que circunvalaba tu parcela, y sí, te eché de menos.
El viento de la noche veraniega me azotó el
rostro e hizo danzar la casaca gris sobre mis hombros. La realidad fluía lenta
y concienzuda en aquel lugar ubicado fuera de la mente. Recorrí el estrecho
sendero de rocas granuladas que serpenteaba como una escurridiza culebra,
silueteando la hierba. Bajo unos separados y jóvenes eucaliptos, gigantes y mudos
custodios de la entrada a tus dominios, caminé. Llamé a la puerta no una, no dos,
sino tres veces, y te eché de menos. No hubo respuesta.
Sólo un escurridizo murciélago hizo acto de
presencia y ágilmente abandonó el techo del porche para ir a acurrucarse en el
extremo de una esbelta y cercana rama. A través de la puerta acristalada oteé
tu vestíbulo y aquella parte del salón en la que solías tocar tu piano. Cada
átomo de la casa buceaba sumido en la penumbra. Detalles incomprensibles fueron
recogidos por mis pupilas insomnes y pude verlos porque había cruzado todas las
barreras, había ido hasta más allá de los límites de la realidad, hasta un
lugar construido fuera de la mente.
Creo que me recoloqué el sombrero marrón
antes de atreverme a entrar. La casa se hallaba desierta y eso me hizo volver a
echarte de menos. Por primera vez, sentí ahogo en los pulmones. Me clavé uno de
tus abrecartas en la palma de la mano izquierda con la férrea intención de
estimular mi sistema nervioso. La sangre manó densa y plomiza, y se derramó sobre
el pulido mármol, mas yo no sentí nada; claro, había cruzado los confines de la
mente.
En la cocina, tan vacía sin ti, había un bote
de nueces volcado, único habitante de la mesa en la que antes solíamos comer
juntos. Varias de las nueces se encontraban esparcidas por el suelo. La
oxidación las había ennegrecido y vuelto mohosas al tacto. Una de ellas empezó
a girar y rodó movida por manos invisibles. Pasó a mi lado y desapareció por la
puerta que daba al pasillo.
Encima de la nevera un reloj con los ademanes
de un gato me observaba. De pronto recordé cómo solía mover los ojos y la cola,
que una vez fue su péndulo. Por supuesto, las agujas ya se habían desprendido y
ahora yacían a los pies del frigorífico. ¡Qué poco te hubiese gustado esa
imagen tan siniestra! Salí por la puerta de atrás y anduve por tu florido patio
trasero. Allí seguían tus rosas, habían viajado fuera de la mente, pero en el trayecto
habían perdido sus vistosos colores. Apoyé la espalda en uno de los eucaliptos.
Empecé a llorar, no sé durante cuánto tiempo. Con los ojos irritados, volqué la
vista a los cielos y conté infinitas y centelleantes estrellas mientras pensaba
en ti y la electrificada antigua canción folk sonaba en aquella casa perdida dentro
de los parajes que quedan fuera de la mente.
*Este relato no ha ganado ningún certamen ;)