Fue él mismo quien me
confesó que si no hubiese sido por las retransmisiones de los partidos jamás se
habría animado a entrar en mi bar. Me lo dijo, parece que fue ayer, mientras
daba los últimos sorbos a su taza de café; le gustaba beberlo con muy poca
leche. Era escritor, aunque esto lo descubrí más tarde. Al principio,
únicamente sabía que se trataba de una persona callada y desgarbada, de ojos
claros como el agua y gesto fatigado, acentuado por su extremada delgadez.
Venía al bar cada vez que había fútbol y se sentaba solo en una mesa alejada
del televisor, pero desde la que pudiese ver bien la pantalla tras el cristal
de sus grandes gafas. Ahí se pasaba en silencio las dos horas siguientes, mirando
concentrado los lances del juego, con cara de melancolía, como si sobre sus
hombros sostuviese el peso del mundo, y eso que no debía de contar más de
treinta y tantos años, unos cuarenta menos que yo. Durante el partido, apenas cambiaba
de postura salvo para dar un sorbo a su taza de café o a su cerveza, si el
encuentro se disputaba de noche.
Por sus visitas
deduje que seguía todas las competiciones del calendario. Veía los partidos de
Liga, de Copa y también de Champions, tampoco rechazaba un buen duelo entre
selecciones, incluso cuando estos encuentros internacionales no eran más que
aburridos amistosos. Normalmente, los clientes no se pierden nunca los partidos
de su equipo ni la final y las semifinales de Champions y Copa, citas obligadas
para todos los futboleros, pero la infalible constancia de aquel hombre resultaba
sorprendente.
Una noche, un rato
antes de echar el cierre, me acerqué a su mesa con el propósito de conversar
unos minutos. Aproveché que el bar se encontraba bastante tranquilo a esas
horas y solo un par de clientes demoraban su marcha acodados en la barra. Me
senté frente a él. A mi espalda, la televisión llevaba rato apagada. Le
pregunté si quería tomar algo más. Él me contestó que no, que muchas gracias
pero de momento estaba bien así. Le dije entonces que no pretendía importunarlo
pero había reparado en que venía mucho por el bar y jamás habíamos
intercambiado más de tres palabras seguidas. Él estuvo de acuerdo conmigo. Como
si intentase reforzar aquella coincidencia de criterios, le tendí una mano y le
dije mi nombre. Él me contestó pronunciando el suyo y me la estrechó. Yo quería
averiguar un poco más de su vida. No sé por qué pero, pese a que no lo conocía,
me caía simpático.
Fue en ese momento
cuando me dijo que no había mucho que contar, que era futbolero y escribía profesionalmente,
que le gustaba el café y la cerveza, también las mujeres, aunque ahora vivía
solo en un diminuto apartamento alquilado, cerca del bar. No era muy hablador,
me aseguró, pero sabía escuchar. Al oírle, aprecié que su voz sonaba más grave
de lo que yo había supuesto en los breves saludos y comentarios, “un café” o
“la cuenta”, que nos habíamos dedicado con anterioridad. “¿Y de qué equipo
eres?”, le pregunté y enseguida temí haber sido indiscreto con mi cuestión, aunque
en el fondo pienso que considerarse aficionado de un club o de otro no deja de ser
un asunto trivial. Él esbozó una sonrisa, que a mí me pareció muy triste, e
inmediatamente después me dijo que en realidad no era hincha de ningún equipo,
que lo que le gustaba era el fútbol; “el fútbol en sí”, afirmó. Yo asentí sin
llegar a comprender por completo su respuesta y aquella noche ya no hablamos
más.
Tras ese día, surgió cierta
confianza entre nosotros. No es que él se volviese más locuaz o animado de la
noche a la mañana y entonces pasásemos a conversar largo y tendido a cada
momento, pero sí que charlábamos de vez en cuando. A mí me gustaba preguntarle
sobre las historias que escribía. Nunca he dispuesto del tiempo necesario para
leer todo lo que hubiese querido. “¿Qué tienes ahora entre manos?”, era mi
consulta más común. Con su laconismo habitual, él me explicaba que acababa de
empezar un cuento para una revista de escasa tirada o que se encontraba
componiendo los primeros capítulos de una historia que llevaba tiempo
resistiéndosele. La verdad es que no lo sé, me decía cuando intentaba averiguar
de dónde sacaba sus ideas. A veces son cosas que me ocurren o que veo en una
película o un noticiario las que me hacen ponerme delante de la hoja en blanco.
También tiro mucho de libros y sueños. Sueños, repetía yo abstraído. Sí,
insistía él, sueños o pensamientos que surgen de repente, fogonazos de lucidez.
Creo que jamás he
tenido un fogonazo de lucidez o si lo he experimentado no he sido consciente,
claro que él vivía en unas condiciones más espartanas que las mías y a lo mejor
eso espolea la creatividad. A través de nuestros intermitentes coloquios me
enteré de que en su casa no había televisión, radio ni calefacción. El
frigorífico era su único electrodoméstico y en invierno escribía con guantes y
el abrigo echado sobre los hombros. Cuando necesitaba música para concentrarse
recurría a un anticuado walkman con uno de los auriculares rotos. Le comenté
que aquella vida tan dura me parecía la principal causa de su aire
entristecido, pero él me aseguró que no, que no necesitaba nada más y que cada
vez que quería ver el fútbol bajaba a mi bar.
Nunca me contó nada
de su pasado, que yo imaginaba en algún lugar lejano. No era pobre, pero poseía
lo justo para ir aguantando, como suele decirse. Tengo entendido que el mercado
editorial es cruel y complejo, y a menudo resulta imposible subsistir dentro de
él. “¿Por qué tanto esfuerzo entonces? ¿Por qué no buscas otro trabajo mejor
pagado?”, recuerdo que le pregunté la última vez que lo vi. Sus palabras aún
resuenan en mi memoria: “Porque algún día jugaré en la Champions”. Después de
aquello, transcurrieron meses sin que supiese de él. Ningún otro parroquiano lo
había visto por el barrio. Desaparecido del mundo hasta hoy. Y es que
precisamente esta mañana, mientras desayunaba una taza de té, yo no bebo café,
he aceptado que no volveré a tener noticias suyas. Sin embargo, hace un rato ha
llegado al bar un hombre trajeado. Portaba una caja bajo el brazo. Ha dicho que
era para mí. Dentro había un sobre y un libro, ambos firmados por mi antiguo
cliente. En la carta me dice que el libro se trata de una novela terminada. Dice
también que me la regala, que haga con ella lo que quiera. Cuando le he
interrogado acerca del paradero de mi amigo, el hombre del traje ha explicado que
murió hace unos días. En un escrito había pedido que me hiciesen llegar el
paquete. Entonces, sin entender muy bien la razón, he llorado. Ahora tengo el
libro y la carta junto a mí. Todavía no me ha dado tiempo de leer la novela. Me
cuesta concentrarme. En mi cabeza no deja de repetirse la misma idea. Soy un
viudo mayor y cansado. Tal vez ya sea hora de que me jubile y cierre el bar.
Podría mudarme a Madrid. Allí llevaré el libro a todas las editoriales hasta que
consiga que una lo publique.