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Fragmentos de ‘El
vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’.
Manuscrito pendiente
de publicación.
Una hora después de haberme deshecho del coche que me
había llevado hasta Sevilla, caminaba con paso decidido por las callejas de
Triana. Durante varios minutos había intentado comunicarme con Luz sin obtener
resultado. Mi desesperación crecía por momentos. Pensé entonces en Jaime y
traté de imaginarlo en alguna camilla de urgencias. De nuevo con el móvil pegado
al oído, pregunté por él en el hospital de Osuna. Esa noche no habían recibido
ningún paciente por cortes o heridas en la cabeza. El siguiente pasaje de esta
historia ocurrió en parte por culpa de Jaime o, al menos, él estuvo involucrado
en los hechos que lo hicieron posible, en el origen, por llamarlo de alguna
forma. No me agrada recordarlo, mucho menos contarlo. No quiero pero he de hacerlo
y poner los antecedentes sobre la mesa para que se entiendan mis acciones. Así
que, allá va.
Conocí a Jaime hace años durante unos meses que viví en
Dinamarca con una beca de estudios. Él se hallaba en la misma situación. Quiso
el azar que nos tocase compartir habitación en la residencia. Pronto surgió
entre nosotros un trato amistoso. Los países extranjeros pueden ser territorio comanche
para un chaval recién salido de su casa, de modo que uno se vuelve propenso a
confraternizar fácilmente. Lo pasábamos genial. Salíamos mucho. También
bebíamos mucho. Hasta diría que demasiado. Y, ahora que lo veo en perspectiva,
no resulta nada de extraño que nuestra estancia ‘abroad’ acabase de la forma en
que lo hizo. Me limitaré a los detalles estrictamente necesarios. No es que
tema represalias contra mí. Aquello sucedió en el pasado más remoto y ciertos
actos prescriben, sobre todo cuando se desarrollan en naciones que no son la
propia. Tampoco creo que esta especie de autobiografía que escribo goce de
amplia acogida ni de gran difusión. Por tanto, dudo que llegue a ser traducida
al danés. Si no me agrada sacar el tema a colación es porque no estoy nada
orgulloso de él. Esa es la verdad.
Una noche cualquiera, había empezado como tantas otras,
Jaime y yo nos encontrábamos de farra en un antro de mala muerte. Realmente, no
recuerdo el nombre del sitio. La mente protege y nos va velando ciertos recuerdos.
Me gusta creer que el paso del tiempo borrará este pasaje por completo aunque,
ahora que lo recojo por escrito, tal vez el olvido y sus efectos nunca lleguen
a mi memoria. Quién sabe. El caso es que, como explicaba, estábamos allí, algo
contentos, etílicamente hablando. Debíamos de estar auténticamente perjudicados
porque nos pusimos a hablar con un ruso gigantesco y de aspecto amenazante que
dijo llamarse Ourumov, Arkady Ourumov. Entre broma y broma el tío se tragaba
los copazos de un sorbo. Bebía como un verdadero cosaco. Su cara estaba cruzada
por multitud de cicatrices. Nos contó que era marinero pero que algún día
llegaría a capitán. Ahora viajaba por todo el mundo en un barco mercante.
También nos comentó que su buque había atracado esa tarde en el puerto y tenía
permiso hasta el alba. Nos aseguró, en un español horrible, que conocía “sitiosh
pustah madrrresh”.
Le acompañamos y, la verdad, es que la noche fue divertidísima
hasta que este tal Arkady se peleó con otro individuo a causa de no sé qué
enfrentamiento por una chica; en definitiva, una de tantas reyertas por asuntos
de faldas. De repente, toda la situación se desmadró y Jaime y yo terminamos,
sin saber bien cómo ni por qué, en un callejón sosteniendo al contendiente del
ruso mientras éste descargaba su ira sobre él. Pensamos que se terminaría
cansando, mas Ourumov no paraba de golpearle. Llegó un punto en el que,
asustados, soltamos al vapuleado e intentamos frenar a Arkady. Cuando éste se
calmó, el otro yacía muerto. Jaime y yo nos miramos incrédulos. Sentí náuseas.
Quise salir huyendo. Ourumov no parecía afectado, ni tan siquiera mínimamente.
Cogió su navaja y se hizo un corte en el antebrazo derecho. También hundió la
hoja entre sus costillas. Mi mandíbula se desencajó del asombro. Él, en cambio,
no compuso una mueca de dolor. Ni un jadeo o resoplido. Colocó entonces el arma
en las manos del fallecido y nos pidió que lo llevásemos al médico.
En estado de shock le acompañamos a urgencias. Allí
apareció la policía haciendo preguntas. Jaime y yo sabíamos qué decir: Fue en
defensa propia, el otro se abalanzó sobre Arkady y no pudo más que defenderse,
etcétera y más etcéteras. Incluso tuvimos que testificarlo ante un juez. Me
hallaba convencido de que nadie se creería aquella burda patraña, acabaríamos
sin remisión entre rejas, ¿quién iba a tragarse una historia así? Lo había
matado a puñetazos, por amor de Dios, ¿cómo eso puede ser en defensa propia?
Pues todos se creyeron la burda patraña y el ruso quedó libre, al igual que
nosotros.
Aún recuerdo aquella fría mañana danesa a las puertas del
juzgado, los tres de pie, Arkady sonriendo de oreja a oreja y dándonos las
gracias. Nos prometía futuras noches de fiesta. Jaime le seguía las bromas
entre asustado y halagado. Yo miraba las duras facciones del marinero y me repetía
a mí mismo que aquel cabrón nos debía una muy grande y que llegaría la hora en
que me devolviese el favor. A los pocos días volvimos a España y nunca más sacamos
el tema de forma expresa. A Jaime, sin embargo, le gustaba referirse a él
velada y periódicamente, como si fuese nuestra acción una heroicidad, algún
tipo de transgresión internacional de la que habíamos escapado impunes. Por mi
parte, ya lo decía antes, nunca perdí la pista a ese asesino con el que salimos
de fiesta en Dinamarca largo tiempo atrás. Algo me decía que Arkady Ourumov sería
útil. Por supuesto, lo acabó siendo.
Y era precisamente el marinero Arkady Ourumov, ahora
orgullosamente ascendido a capitán de navío, la figura que me esperaba aquella
noche en Sevilla junto a las aguas del Guadalquivir, acodado en un punto intermedio
de la calle Betis. Quise estrecharle la mano, pero él retiró la suya al intuir
mi gesto. No parecía el mismo hombre histriónico, belicoso y pendenciero.
Desprendía un aura oscura. Del interior de su casaca extrajo un purito que
prendió con pericia y llevó luego a la comisura de sus labios. La cerilla arrojó
luz en la franja de sombra que la gorra de marino le proyectaba sobre los ojos.
Vi entonces que éstos eran azules, de un azul casi fluorescente, no los
recordaba de una tonalidad tan intensa; pero aquellos orbes globosos no
resultaban lo más llamativo del rostro, sino que la atención del observador
debía de dirigirse inevitablemente, deduje, a las cicatrices que cosían su piel
curtida, superficie que parecía haber sido tersada a lo largo de años de
travesía surcando los mares, bajo el asfixiante sol. Tenía más cicatrices que
la última vez que nos habíamos visto en Dinamarca. ¿Qué edad rondaría? Nunca lo
supe. Más de cuarenta, muy probable; más de cincuenta, tal vez.
En mitad de mis cábalas el capitán se quejó del calor
imperante en Sevilla. Seguidamente, se lamentó y recordó en voz alta cuánto
echaba de menos su Rusia natal. Yo le consolé con una palmada en la espalda y
un voceado “ya será menos, Arkady”. Ourumov se tensó como una vara y me agarró
del cuello. No quedaba en él nada de la hilaridad gamberra que yo recordaba. Comprendí
que no se alegraba de verme cuando su puño comunista, metáfora del telón de
acero, me elevó como un caramelo atrapado dentro de una corriente de aire
caliente. Mis pies se levantaron un palmo del suelo. “Sin konyas, Ájuila, ¿quéh
kierresh?”, espetó en su español eslavo, esa especie de mescolanza castellana
cargada de un fuerte acento moscovita. Había acudido a mi llamada por un
sentimiento de deuda. No me dejé amedrentar. Era mi mano la que agarraba el
mango de la sartén. Con un dedo autoritario indiqué hacia abajo. Obediente, Arkady
me bajó de nuevo y siguió fumando. “Me vas a aceptar como miembro de tu
tripulación”, fueron mis palabras. No le tembló ni un músculo. Sus ojos oteaban
las aguas como si buscasen bañistas invisibles. “¿Y en pazzzh?”, preguntó al
cabo de unos larguísimos instantes en silencio.
—Si me sacas de Sevilla cuando llegue el momento, estaremos
en paz.
Ourumov viró sobre sus talones para enseguida perderse en
los huecos de calle Betis no iluminados por las farolas. Permanecí unos minutos
quieto, viéndole irse entre ráfagas de luz. Sus andares rectos y el humo de su
pequeño puro me hicieron pensar en un buque que se alejaba por un mar
desconocido. Las pisadas dejaron de oírse y entonces quedó sólo el arrullo del
río y algún que otro sonido procedente de vehículos lejanos, que pasaban por la
otra orilla. La noche era tranquila y no había ni un alma cerca. Dentro de mi
soledad, del remolino de vivencias de los últimos tiempos, todo me parecía
difuminado como un sueño, como un sueño irreal que concluiría en apenas
cuarenta y ocho horas, el antiguo sueño de Elston Gunn y su canción perdida.
Eché a correr en sentido contrario a Ourumov, tenía tanto que hacer...
->En dos semanas (el sábado 31 de mayo) la decimocuarta entrega verá la luz, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.