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Fragmentos de ‘El
vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’.
Manuscrito pendiente
de publicación.
Fue un auténtico alivio volver a ver las líneas blancas
de la carretera, iluminadas por los faros del coche. “No se te ocurra hacerlo
de nuevo”, le dije a Jaime, que con sorna me contestó: “Vamos, Juan, no seas
cobarde, tampoco te enfades; ¡era una broma!”. No llevábamos más de tres
cuartos de hora juntos y ya amenazaba con colmar mi paciencia. Habían sido sólo
unos segundos, unos instantes, de conducir a oscuras pero habían bastado para
ponerme de los nervios. “¿Es que no ves que no hay nadie? Vamos solos, Juan, no
hay peligro”, insistió. Por mi parte, suspiré y miré el paisaje nocturno al
otro lado de la ventanilla. Cuando Jaime se comportaba así resultaba mejor
ignorarle. Esperaba no arrepentirme de haberle pedido que me acompañase a
Sevilla. Necesitaría algo de ayuda en los estudios Caracol, lugar donde, según había
descubierto en “El Cortijo”, fue mezclada la canción compuesta por Elston Gunn
y Tom Waits. Precisaría de apoyo y tampoco podía abusar otra vez del bueno de
Ale. Además, Jaime y yo teníamos asuntos pendientes, temas que imaginé seríamos
capaces de resolver amistosamente… No fue así.
“Escúchame, Juan, si he accedido a ir contigo, más bien a
llevarte, ha sido porque pensaba que lo pasaríamos bien, que nos divertiríamos
un poco; joder, si no estamos de acuerdo, doy la vuelta en el próximo cambio de
sentido”; dejé que su amenaza se evaporase dentro del vehículo. Entonces,
cuando ya me pareció que se había volatilizado, que no era más que un tercer y
fantasmagórico ocupante del coche, miré a Jaime y lo hice con ira o, al menos,
con enfado. Él me devolvió la gentileza y soltó una carcajada; luego, habló:
“Aparte, Juan, no sólo busco algo de diversión, también tenemos que hablar, ¿te
acuerdas? Te prometí una cosa hace ya algún tiempo y soy un hombre de palabra,
¡vaya que lo soy!”. Y vomitó otra risotada. No acabaría bien aquel viaje, lo
supe con seguridad.
Durante unos kilómetros devoramos el asfalto rodeados de
silencio, silencio únicamente roto por el rugido del potente motor. Jaime nunca
encendía la radio, tampoco llevaba discos de música. Le gustaba “conducir y
recorrer carreteras, y sentirlas, oírlas”; chorradas todas ellas que a menudo
solía recordar a sus amistades. El chasquido de un intermitente pospuso mis
cavilaciones. “Nos vendría bien tomar algo, ¿no? Charlar y beber; pararemos en
un sitio que conozco”, dijo Jaime antes de que yo tuviese tiempo de preguntar
por qué abandonábamos la autovía. “Es tarde, llegaremos a Sevilla a las tantas;
puede haber controles”, protesté. “Joder, Juan, joder; ya está”, fue todo lo que
dijo mientras seguíamos el trazado de una carretera nacional que rodeaba un
cerro partido en dos mitades gracias al tajo de una cantera de grava. Nos
hallábamos muy cerca del pueblo de Estepa, una zona que combina las grandes
extensiones llanas con los accidentes montañosos. El campo sevillano, una
versión surrealista del mismo, estaba a punto de devorarnos.
La boca del lobo en la que nos metimos se llamaba ‘LA
RRUEDA’. Eso era lo que se leía en un luminoso azul que, cada pocos segundos,
se apagaba. Entonces, se encendía un segundo cartel, esta vez vertical y de
color rojo, que rezaba ‘CARRETA’. Ambos se alternaban intermitentemente. La
falta de ortografía en el primero de los neones se explicaba debido a que
habían aprovechado la doble ‘RR’ de la vertical carreta para formar en
perpendicular el término rueda; una verdadera oda a la creatividad. Jaime
condujo por la extensión de tierra que rodeaba la construcción de una sola
planta y paredes blancas, con pequeñas ventanas oscuras. Dos demacrados árboles,
creo que era un par de robles, custodiaban el lugar. En la pared de uno de los
laterales había una gigantesca y carcomida rueda de carreta. Aparcamos algo retirados
de la entrada. No había más coches estacionados salvo uno grande y oscuro,
alejado de nosotros, y una furgoneta que debía de pertenecer al dueño del
establecimiento. Jaime y yo bajamos del auto y nos dirigimos hacia la puerta.
Alrededor de nosotros dormían los campos, todo un mar de inmensa oscuridad bajo
las estrellas. En lontananza me pareció percibir las diminutas luces de alguna
localidad. Imaginé que vendrían de Estepa.
Jaime ya había franqueado la entrada cuando recordé: “Me
he olvidado el móvil en el coche”. Sin mediar palabra, mi amigo me arrojó la
llave. La agarré al vuelo. “Asegúrate de cerrar después”, y entró. Deshice los
pasos hasta su auto y recogí el teléfono del asiento. Antes de internarme en
‘LA RRUEDA”, eché un vistazo al coche oscuro en medio de la explanada. Pese a
las sombras intuí la silueta de un gato que levantaba del suelo el imponente morro.
Dos neumáticos yacían tirados, muy juntos el uno del otro. Un pinchazo, lo que
en mitad de la nada, pasadas las once de la noche, conformaba un soberado
fastidio.
El interior de ‘LA RRUEDA’, que era un pub o un bar de
carretera o una venta o quizá un todo en uno, resultaba tan deprimente como su
fachada: una sala larga y con forma rectangular, redondas mesas dispersas aquí
y allá, una grasienta barra que ocupaba todo el flanco izquierdo, y lucecitas
de muchos colores procedentes de bombillas colgadas en hilera del bajo techo.
El aire desprendía un olor agrio. Además, pesaba tanto que ahogaba los
pulmones. Los adornos eran parcos, pero recuerdo una cabeza de toro y muchas
ruedas en las paredes; y al fondo había un pequeño escenario casi a ras de
suelo, hecho con tablas de madera y unas cortinas gordas a modo de telón. En
medio de aquel desastre, Jaime hablaba con el camarero (¿o era el propietario?
¿A lo mejor ambos?), un tipo de mediana edad, barbudo y mal encarado como un
perro de presa. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha y sus ojos, aun de
lejos, se intuían muy claros y carentes de bondad, como si apuñalasen cada
persona u objeto sobre el que se posasen; también sus palabras eran hirientes y
entrecortadas.
“Sí, Rambo, no me olvido… Ponnos un par de birras
mejicanas, de ésas que tú tienes, a mi amigo Juan y a mí”, oí a Jaime decir cuando
llegué a su lado. El tal Rambo me lanzó una de sus puñaladas oculares. No
obstante, nos sirvió el par de cervezas. “Tal vez os guste la magia”, su cabeza
se ladeó hacia el escenario. “Nos sentaremos”, aseguró Jaime, que me entregó un
botellín de cerveza y, tras unos pasos, se dejó caer en una silla adosada a la
mesa más próxima al telón. Mientras tomaba sitio a su vera no dejaba de
preguntarme cómo mi amigo sabía moverse con tanto tino en aquellos ambientes
turbios, chuscos, horriblemente pendencieros; de hecho, no entendía cómo le
gustaban. Por supuesto, Jaime no era un arquitecto al uso; tampoco yo, un
periodista típico.
Bebimos un rato sin decirnos nada. Tampoco apareció nadie
en el escenario. Sí que salió un hombre de los servicios. Se acercó hasta la
barra. Pidió el teléfono: “Mi móvil se ha quedado sin batería; una noche
completa: primero, el reventón y ahora esto”. “Llame a la grúa”, respondió el
que cada vez me parecía más el dueño de aquel antro a la vez que le alargaba el
terminal con desinterés. Como no tenía nada más que hacer, observé al hombre
del pinchazo. Algo en él me parecía familiar. Vestía camisa celeste, traje
oscuro, y zapatos lustrosos. Un atuendo elegante o, al menos, tan elegante como
puede lucir un hombre que ha tenido que hacer las veces de mecánico en mitad de
un descampado de tierra. Su barba se hallaba no menos que afeitadísima y su
mirada brotaba furiosa del centro de su rostro. Había visto a ese tipo en algún
sitio. Aquella pulcritud, aquella ira…
Pensaba que no saldría nunca de dudas, que no recordaría
jamás la ocasión en la que nuestros caminos se habían cruzado, hasta que oí con
claridad el martilleo de su voz contra el auricular y entonces le reconocí
inmediatamente: “¿Ayuda en carretera? Sí, es un Audi, un Audi A6… Una rueda ha
reventado… No, no sirve de nada la de recambio… La suspensión también ha
quedado destrozada… Necesito que envíen a alguien. ¿Cuánto tardarán? Ahora le
doy los datos para llegar… ¿Yo? Me llamo José Antonio Tapia”. Su nombre me hizo
evocar la noche del ‘ristorante’ con Ale. Rememoré al cliente impaciente que
tuvieron que reducir entre los dos camareros mientras aquella anciana cocinera
intentaba comunicarnos a través de su olla con el espíritu de Gunn. Esta vez el
hombre iba aparentemente solo, sin compañía femenina. Seguramente, había
sufrido la avería en mitad de algún desplazamiento. Tal vez su trabajo le
obligaba a viajar mucho, aventuré. Pese a mi afán de agarrarme a la lógica que
se esconde detrás de la gran mayoría de casualidades cotidianas, la
coincidencia me crispaba sobremanera los nervios. Por aquellas fechas la
canción perdida de Elston y Tom me había empezado a volver algo paranoico.
Los incendiarios acordes de la legendaria canción ‘Da ya
think I´m sexy?’ (‘¿Crees que soy sexy?’), primer tema del disco de Rod Stewart
‘Blondes have more fun’ (‘Las rubias se divierten más’) me arrebataron las
últimas palabras que el tal Tapia dijo por teléfono antes de salir por la
puerta de ‘LA RRUEDA’. Giré la cabeza y en mitad del escenario hallé a un individuo
alto y delgado, con bigote daliniano y cejas espantadas, vistiendo traje azul
eléctrico y un voluminosos turbante fucsia alrededor del cabello. No sé cómo se
había plantado allí sin hacer ningún ruido. Con el acento más marcadamente
argentino que he oído en mi vida anunció: “Bienvenidos, soy el gran Chema Go”;
o quizá dijo: “Bienvenidos, soy el gran Che Mago”; en cualquier caso, creo que
su estúpido juego de palabras queda bastante claro. Ya he dicho que Jaime y yo
éramos los únicos clientes si excluimos a Rambo y a Tapia, cada uno afanado en
sus asuntos. Por tanto, en mi cabeza reverberaba la siguiente cuestión: ¿Si no
llegamos a aparecer nosotros este individuo no hubiese hecho la función o la habría
realizado para un público inexistente?
Mientras yo alucinaba con la aparición y Jaime estaba
allí sentado, a mi lado, con gesto descreído, Che Mago (me gusta más esta
interpretación de la broma) seguía con su verborrea: “Presumo de ser un
reputado ilusionista, también un mesmerista;
esta noche tendrán oportunidad de disfrutar de mis habilidades”. Dio un salto y
casi aterrizó encima de nuestra mesa. Una de sus manos dejó tres canicas
amarillas y la otra soltó una blanquecina taza de café que debía de haber
extraído de algún bolsillo de su llamativa chaqueta. “Esta ilusión me la enseñó
el mismísimo genio de Tandil, René Lavand”, se detuvo y esperó que sus palabras
causasen un determinado efecto, no sé cuál, en nosotros. Como nada
exteriorizamos, prosiguió: “La taza está vacía; meto una bola dentro, la ven,
¿no? Luego, otra, ya hay dos, y ésta última me la guardo en el bolsillo… Pero
siempre sigo teniendo tres”, volcó entonces el vaso y tres canicas amarillas rodaron
por la mesa. Sin tiempo para asimilar el resultado, Che Mago repitió el número.
Yo había visto a Lavand realizar ese mismo truco con migas en lugar de
bolas y, dicho sea de paso, le había visto realizarlo con una maestría
infinitamente superior. Por tanto, la situación me resultaba bochornosa; de
esos momentos en los que uno siente auténtica vergüenza ajena.
Hasta diez veces seguidas realizó Che Mago la misma
ilusión. En un par de ellas cayeron cuatro bolas ante nosotros, pero el
supuesto mago argentino actuó como si ninguna anomalía se hubiese producido en
la ejecución de su arte. Al final del número de Lavand la taza (cuando el de
Tandil lo ejecutaba la taza pasaba a llamarse el ‘pocillo’) siempre quedaba
vacía, es decir, las tres esferas desaparecían de repente. Su émulo se ahorró
este broche. Ni siquiera probó suerte. Simplemente, volvió a guardar el
receptáculo y los pequeños orbes en uno de sus muchos bolsillos. Aplaudí por
cortesía. Jaime bostezó.
Che Mago pidió que contuviésemos nuestro entusiasmo:
“Además, soy mesmerista, sé manipular
la sique ajena; exacto, juego con las mentes”, volvió a someternos a una de
sus, ya comenzaba a intuir yo, pausas dramáticas: “Advierto al público de que
la siguiente parte de mi show tiene la extraña propiedad de crear en los
presentes la imperiosa necesidad de revelar sus más oscuros secretos”. Era un
mago o, si se prefiere, un ilusionista, mesmerista
o charlatán muy intenso, que no daba tregua. Nada más hubo terminado de
pronunciar sus rimbombantes palabras se colocó enfrente de mí. Entonces inició
un masajeo de su turbante, empezó a frotar con las manos aquellas impostadas
sienes fucsias mientras me contemplaba con pavorosa concentración. “Revela,
confiesa, revela, confiesa”, alternaba las dos palabras como si de un conjuro
se tratase: “Díselo a Che Mago, permite que fluya el mesmerismo animal, la
conexión magnética que nos llega desde tiempos remotos…”, y más cosas que
siguió diciendo al tiempo que oscilaba su rostro y su bigote daliniano junto a
mi cara de un modo profundamente incómodo. “Vaya tela, Juanito, éste te ha
cogido cariño”, oí que Jaime bromeaba desde muy lejos, desde un mundo feliz en
el que no tenía sujetos que le molestaban a un palmo de distancia.
Quise huir de allí y tal vez por eso grité: “Jaime, me
acuesto con Luz”. Mi amigo tardó en reaccionar. Al principio tan sólo se le
congeló la risotada que estaba derramando en el ambiente viciado de ‘LA
RRUEDA’. Luego, pasados unos celerísimos segundos, dijo algo así como: “¿Qué?”.
“Que me acuesto con Luz, que quiero a tu novia y ella a ti no, y vamos a vivir
juntos y ni mucho menos voy a dejar que la mates, ¡cabrón!”. Por arte de magia,
Che Mago se cayó hacia atrás y quedó de espaldas sobre las tablas de su
escenario. Percibí miedo en su gesto a la vez que iba cayendo. Y el ilusionista
cayó porque Jaime no medió palabra conmigo sino que, tras haber escuchado mi
impulsiva confesión, mi más oscuro secreto, se levantó de un brinco y lanzó por
los aires la mesa y al mesmerista que
sobre ella ejecutaba su lamentable función.
Me levanté de la silla cuando vi que mi amigo me lanzaba
la suya, las dos chocaron y se partieron desmembradas. “Juan, te mato, ¡Dios
sabe que te voy a matar, traidor hijo de puta!”, exclamó Jaime mientras
agarraba uno de los botellines de cerveza y me lo arrojaba con inquina. Lo
esquivé más por suerte que por voluntad propia. No pensaba esperar su segundo
intento, de modo que corrí y salté detrás de la barra. Rambo, de pie a mi lado,
gritó: “¡Vosotros sois gilipollas!”. No hice el menor caso al
camarero/propietario. A tientas busqué con torpeza un arma con la que
defenderme. Cogí una botella con nombre en la etiqueta que sonaba a bourbon y,
cuando Jaime asomó colérico la cabeza por encima de mi atalaya y trató de
sacarme de allí a empujones, yo le arreé un botellazo en la frente. Se desplomó
y gimió, y también se quejó de la sangre que brotaba del tajo que yo le había
dibujado en la parte superior su rostro. Me insultó con furia ciega entre una
miríada de fragmentos de vidrio.
Abandoné mi guarida y dirigí los pasos hacia la cocina o
almacén del local, no sé el uso que tenía aquella estancia, pero era un cuarto con
ollas, fogones y cajas de cartón al que se accedía desde el final de la barra.
La última imagen que tengo de ‘LA RRUEDA’ es la de Che Mago de pie,
sacudiéndose con esmero el polvo de su traje azul eléctrico. “Pero que me destrozan
el bar dos capullos de trifulca, ¡hay que joderse!”, oí gritar a un asombrado
Rambo cuando yo ya había franqueado la puerta trasera y me hallaba en mitad de
la explanada del aparcamiento, sólo que en la zona posterior. Corrí entre las
sombras nocturnas hasta el lado de la entrada mientras palpaba los bolsillos de
mi gabardina en busca de la llave. Efectivamente, ahí estaba. Abrí el coche de
Jaime, giré el contacto y salí derrapando. Una polvareda se elevó del firme y
por el espejo retrovisor vi que alzaba los brazos Tapia, el hombre del pinchazo
y la suspensión rota, el cual esperaba a ayuda en carretera junto a su auto;
seguramente me insultó por haber terminado de mancharle su imponente traje y no
se lo reprocho, la verdad.
Al volante, maniobré el coche de Jaime con ademanes de piloto
de rally. Tenía el acelerador pisado hasta la tabla. Tomaba las curvas a una velocidad
muy superior de la aconsejable. Di gracias de que no hubiese tráfico por aquella
carretera sevillana. La huida me hizo recordar de nuevo la noche con Ale. Esta
vez, resultaba un consuelo, no tenía que conducir a oscuras. Los faros alumbraban
mi senda, pero… ¿Me seguiría Jaime? ¿Se encontraría mi amigo en condiciones de
venir detrás de mí después del golpe? ¿Y con qué auto lo haría? ¿La furgoneta
de Rambo? ¿El Audi averiado? ¿O llamaría a la policía? ¿Querría Jaime que
nuestro conflicto llegase a otros o preferiría solventarlo entre nosotros?
Demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Sin éxito procuré no reflexionar
mucho sobre todas aquellas inquietudes. Decidí que la prioridad pasaba por
seguir rumbo a Sevilla y deshacerme allí del coche, para evitar futuras
complicaciones. Proseguiría sin Jaime, lo vi con claridad. Ya me hallaba
convencido de mis intenciones, pero antes… Antes quedaba una cuestión
horriblemente pendiente que debía resolver. Esa cuestión se llamaba Luz. Había
concluido el tiempo de los silencios y las traiciones, los momentos para las
medias tintas; bastante me culpaba ya como para seguir callando.
Volví a la autovía y avancé durante un largo trecho. Con
mi móvil traté de llamar a Luz repetidas veces, pero no cogía. Entre la poca
cobertura y el buzón de voz no conseguía contactar con ella, lo que me inquietó
aún más. En el municipio de Osuna me detuve junto a una gasolinera de las
afueras completamente desierta. Ya era de madrugada. Compré una botella de agua
con la excusa de rogar al único empleado del negocio que me dejase hacer una
llamada. No se opuso. Marqué y esperé. De nuevo, marqué y esperé. Nada. Varios
intentos más y nada. Luz no cogía el móvil, tampoco el fijo. No se encontraba
en casa. Caí de pronto en la cuenta de que no había sabido nada de ella desde
la noche anterior: ni llamadas, ni mensajes, tampoco comentarios por Whatsapp.
Me estremecí al reproducir las palabras de Jaime un rato antes: “También
tenemos que hablar, ¿te acuerdas? Te prometí una cosa hace ya algún tiempo y
soy un hombre de palabra, ¡vaya que lo soy!”.
Presentí que yo había reaccionado muy tarde, que mi amigo
ya había herido o incluso matado a su novia, a la que yo quería, y encima
deduje que él pensaba habérmelo contado esa noche durante nuestro viaje a
Sevilla, por eso la parada en ‘LA RRUEDA’. Era una opción muy probable, pero
tampoco estaba seguro. Tal vez había otra explicación. Quizá Luz dormía
profundamente o se encontraba en un sitio con jaleo y por eso no escuchaba el
crepitar del móvil. Difícil de creer… Pero debía agarrarme a la esperanza.
En ese instante no podía hacer nada por ella. Tenía que avanzar
hacia adelante, de modo que me volví a colocar tras el volante del coche de mi
amigo y conduje hasta Sevilla sin más paradas. Preocupado acerca del actual
estado de Luz, y también con las dudas de si Jaime me andaba persiguiendo o
yacía bocarriba en cualquier camilla de alguna sala de urgencias médicas, sentí
que el mundo se erigía ante mí como un gigantesco interrogante, como una gran
pregunta que pretendía distraerme y provocarme un accidente mortal en mitad de
los campos sevillanos, y yo no debía permitirlo. De modo que fijé mis ojos
miopes en el surco de las líneas blancas de la carretera. No los despegaría de
la pintura.
De manera inconsciente, esclavo de la costumbre, conecté
la radio. Un par de giros a la rueda del dial y la estática cedió su espacio al
nítido y cadencioso soniquete de Dylan y su ‘Man in long black coat’ (‘el
hombre del largo abrigo negro’): “Ni una palabra de adiós, ni siquiera una nota/Ella
se había ido con el hombre/Del largo abrigo negro”. El fraseo de Bob me heló la
sangre. Sí, me aproximaba a la canción perdida de Gunn aunque, ¿a qué precio?
->En dos semanas (el sábado 19 de abril) la duodécima entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.