Al igual que le ocurría a Gregorio Samsa en ‘La
metamorfosis’ de Kafka, John Blan despertó una mañana convertido en otro.
Cierto que su cuerpo no presentaba un abdomen abultado ni ante sus ojos bailaba
la repugnante imagen de numerosas y enclenques patas oscuras temblequeando; es
más, John, a diferencia de Gregorio, pudo levantarse de la cama sin que esto le
supusiese un gran esfuerzo pero, cuando llegó al baño y se lavó la cara en el
lavabo, vio que al otro lado del espejo su rostro se hallaba coronado por una
mata de pelo blanco, blanquísimo. No eran unas pocas canas surgidas en la
noche, no eran tampoco unos improbables mechones nacarados provocados tal vez
por el terror exudado en algún mal sueño, dicen que el pánico puede alterar la
pigmentación del cabello; nada de eso, se trataba en su caso de una auténtica
sublimación cromática por la que el pelo de John, castaño en la víspera, así se
lo había asegurado su reflejo en el mismo espejo la noche anterior justo antes
de ir a la cama, se había teñido de un blanco albino, y su cabeza ahora parecía
un gigantesco copo de nieve.
Durante unos instantes, Blan trató de hallar la razón de
aquel cambio. Pero no la encontró y, como era un hombre eminentemente práctico,
el foco de su atención pronto se dirigió en pos del qué hacer, de modo que
empezó a preguntarse cómo actuaría en adelante: ¿Usaría gorro para ocultar su
cabello? ¿Sombrero? ¿Gorra tal vez? ¿Quizá se raparía al cero? ¿A lo mejor
podría teñirse? Pero John jamás se había teñido el pelo en sus veintitantos
años de vida. No tenía ni idea de tintes, así que finalmente optó por no hacer
nada salvo comportarse con naturalidad.
Miró el reloj. Ya llegaba tarde, por lo que se dirigió al
trabajo. No le dejaron pasar de la puerta. El guardia de seguridad no le reconoció.
Tuvo que sacar su credencial y, después de unos minutos, Blan consiguió acceder
al interior del edificio. Enseguida, apenas se había sentado en su silla, uno
de los jefazos le pidió que le acompañase hasta su majestuoso despacho. “Lo
siento, John, pero no puedes seguir en esta compañía”, le dijo el jefazo sin
ningún tipo de miramiento. “¿Y eso por qué?”, preguntó Blan. El jefazo, muy
serio, contestó: “Esta empresa comprende mejor que ninguna otra tu accidente
capilar y sabe Dios que te apoyamos, nos sensibilizamos contigo y te deseamos
lo mejor, pero nuestro negocio son las redes sociales, el marketing electrónico,
la esfera del 3.0; por tanto, los empleados han de responder a un perfil joven,
desenvuelto, moderno, ¿entiendes? Y ese cabello tuyo, tan blanco… Lo siento,
John, pero no nos has dejado otra opción”. Boquiabierto, Blan abandonó el
despacho del jefazo, recogió sus escasas pertenencias y se marchó de la oficina
en silencio. Nadie se despidió de él ni le dedicó una palabra de aliento.
Ese mediodía John se presentó a comer en casa de sus
padres. Era tradición familiar almorzar todos juntos un día a la semana. El
pelo de John fue el tema de conversación alrededor de la mesa. Sus hermanos
parecían no poder hablar de otra cosa, igual les sucedía a las novias de ellos.
Su padre y su madre no suponían una excepción. Le miraban con pena, con
verdadera lástima. Se compadecían de él al tiempo que exteriorizaban cierta
repulsión ante la presencia de John. Durante los postres, se llegó al acuerdo
de reducir los encuentros familiares de forma considerable. “Ay, mi pobre John,
¿cómo te has hecho eso?”, sollozó la madre de Blan mientras se despedían en el
zaguán. Aquella vez su madre no le besó, tan sólo le posó una mano, la derecha,
sobre uno de los hombros, el izquierdo.
John ansiaba encontrarse con su novia, Martha. Sabía que
ella le comprendería. No había querido avisarla por teléfono. Blan prefería
hablar en persona. Fue a recogerla a su trabajo. Junto a una farola espero a
que saliese. Cuando por fin lo hizo, él alzó un brazo. Martha tardó en
reconocerle. Luego, se acercó hasta John, andando con lentitud. Sus ojos ya
lloraban cuando llegó a su lado. “No te lo vas a creer, cariño…”. Ella le
interrumpió: “Te quiero, John, lo sabes, pero esta relación tiene que acabarse,
no puedo seguir, no en tu situación”. Martha huyó de allí deprisa. Blan
permaneció de pie, en medio de la calle. Ansiaba gritar y expresar todo el
horror que corroía sus entrañas. John necesitaba expulsar ese miedo que le
atenazaba, ese pánico creado a partir de una vida desecha de la noche a la
mañana. Blan pensó que de sordo terror su pelo se tornaría blanco como la
nieve. Pero enseguida se calmó: Aquella fatalidad cromática ya le había
ocurrido. Y esto le supuso un consuelo. Un problema menos, murmuró.