Hace algún tiempo una grave lesión de espalda me obligó a
pasar una larga temporada ingresado en el hospital. Al principio, recibía
muchas visitas de familiares y amigos pero, a medida que mi estancia se
prolongaba y no me concedían el alta, el número de interesados en mi estado de
salud empezó a escasear y, finalmente, despareció por completo. Pasaba los días
solo, tumbado en aquella cama. Apenas podía moverme a causa del dolor.
Compartía habitación con un hombre de mi edad que se encontraba peor que yo,
aunque no se quejaba. Para soportar los fuertes dolores se hallaba casi siempre
sedado, por lo que dormía, no hacía otra cosa que dormir, mientras a mí me
asfixiaba el aire condensado entre esas blancas paredes.
Él sí recibía visitas. En realidad, siempre recibía la
misma visita y ésta, además, se repetía a diario. Cada tarde venía a verle una
mujer atractiva, una joven que lucía alegres vestidos y recogía su pelo en un
pulcro moño de bailarina. Nunca intercambié muchas palabras con ella, únicamente
saludos y alguna cortesía. Tenía una voz preciosa, muy dulce. Jamás supe si se
trataba de la pareja de mi compañero o de su hermana, tal vez era una prima. El
caso es que llegaba día sí y día también, y arrimaba una silla hasta el lado de
la cama. Entonces, se sentaba y abría un libro de pasta dura, y comenzaba a
leer en voz alta. Él, como siempre, dormía.
Durante horas le leía relatos, siempre del mismo libro.
‘Cuentos del periodista salvaje’, en una ocasión pude vislumbrar la portada.
Ella le leía de forma cadenciosa, con ademanes teatrales. Como si de un conjuro
se tratase, sus labios representaban los pasajes de aquellas historias de papel.
Eran las de ese libro historias muy tristes, plagadas de tonos grises, con
finales que encogían el corazón; aunque eso sí, eran también cuentos muy
hermosos, hermosísimos. Y es que lo trágico encierra cierta hermosura, creo.
Sin embargo, lo que no creía yo era que aquellos cuentos fuesen la mejora
lectura, aunque no pasase de ser una lectura oída, para un paciente en su
estado.
No recuerdo vívidamente los relatos, pero sí guardo
sensaciones e imágenes de ellos. Recuerdo que los personajes siempre eran
fantasmas o seres difusos que no tenían más que un nombre y rasgos etéreos.
Recuerdo a su vez historias de sujetos que creían que iban a ser asesinados y,
ante ese miedo atroz, se cambiaban el nombre y adoptaban una nueva identidad
después de haber fingido su propia muerte. En el desenlace muchos de aquellos personajes
acababan completamente locos, presos de una voraz obsesión.
Historias truculentas y perturbadoras todas ellas. Qué
bien recuerdo eso. Como también la recuerdo a ella, sentada y algo encorvada
sobre la cama de su ser querido, leyendo con ritmo exquisito, bañando de amor
cada una de las palabras que escapaban de sus labios. Y, mientras ella le leía,
yo cerraba los ojos y fingía que era a mí, y no a él, a quien había ido a
visitar. En la oscuridad que cobijan unos párpados cerrados, dibujaba con
delectación las imágenes que ella iba narrando. Los bosquejos me hacían perder
la noción del tiempo y, maravillado, me ahogaba en fantasías. Cuando emergía y
volvía a abrir los ojos sólo había silencio a mí alrededor. Ella ya no estaba y
la penumbra mecía la habitación. La noche intentaba entrar por la ventana y mi
compañero y yo nos guarecíamos de las sombras bajos los destellos de un luminoso
par de tubos fluorescentes.
Un día, sin previo aviso, me dieron el alta y volví a
casa. No obstante, la sanidad en este país resulta esperpéntica, a las pocas
semanas mi espalda se resintió y no tuvieron más remedio que ingresarme de
nuevo. Todo arrancó otra vez. Misma habitación, misma cama y misma ciudad tras
el cristal. La historia se repitió de forma invariable salvo por el hecho de
que mi compañero no se hallaba a mi lado y, por supuesto, su visitante tampoco.
Asustado, pregunté a varias enfermeras qué había sido de él. Presentía una
tragedia. Ninguna supo o quiso darme respuesta. Cuando cuestioné acerca del
paradero de la joven lectora, la extrañeza de las sanitarias fue aún mayor. Los
dos se habían marchado del hospital.
De todos modos, no estuve mucho tiempo sin compañero. De
hecho, durante mi segunda convalecencia compartí habitación con varios
pacientes. Unos resultaron más habladores que otros. La mayoría eran muy quejosos
y gustaban de ver la televisión hasta bien entrada la madrugada. Por supuesto,
a ninguno de ellos venían a leerle cada tarde. Sí tenían familias con mujeres e
hijos gritones y cargantes. Algunos sufrían del corazón, otros de la próstata o
se habían fracturado este hueso y el de más allá.
Ante aquel panorama decidí comenzar a leer en voz alta,
para mí y para el que quisiera escucharme. No tenía a mano un ejemplar de los
‘Cuentos del periodista salvaje’, así que tiré de ajadas novelas editadas en
ediciones de bolsillo. También recurrí a revistas y semanarios. Cualquier texto
impreso que me caía en las manos era víctima de mis recitales. Leí mucho, muchísimo.
Hubo tardes que acabé ronco de tanto leer. A algunos compañeros mi iniciativa
les pareció simpática y disfrutaban de mi voz. Incluso me felicitaban y decían
cosas como “qué don para la lectura” o “pareces un poeta”.
Al oírles, yo compungía el gesto y miraba hacia la
ventana. Con los ojos perdidos en los infinitos ángulos arquitectónicos de la
ciudad, pensaba en la voz de ella y me compadecía porque ellos nunca la
hubiesen escuchado. Asimismo me lamentaba por no poder escucharla de nuevo. El
recuerdo de su voz me obligaba a cerrar los ojos. A oscuras brotaban las
imágenes y ahí estaba ella otra vez, sentada en su silla y con un alegre
vestido, algo encorvada sobre la cama, el moño pulcramente recogido como el de una
bailarina, leyendo a un par de enfermos que soñaban, aunque sólo uno de los dos
dormía.