La voz de mi difunta esposa surgió del
interfono. Pulsé el botón cuadrado y oí el portal abrirse. Salí al descansillo y, acodado en la baranda, bajo la
luminiscencia que filtraba la claraboya, oteé el hueco de las escaleras. Nada
vi aunque el golpeteo de unos tacones contra los peldaños indicaba que mi
visitante se aproximaba. Con el alma en vilo comprendí que iba a conocer la
identidad de aquella usurpadora.
El ruido de las pisadas cesó y yo incliné el
cuerpo sobre la baranda y dije "tiene que subir una planta más, es una más
arriba". De nuevo nada vi, pero escuché los tacones que, como un metrónomo, marcaban
el ritmo de su ascensión. Transcurridos varios segundos, una mujer, diría que de
mi edad, apareció en el rellano. La escasa claridad no me
impidió distinguir una melena ondulada y las facciones de su rostro, muy
blanco. Me tendió una mano y yo se la estreché. Dije "hola" y ella dijo "hola, me
llamo Ana, llevo días detrás de usted". "Pasa, hablemos dentro y nada de usted,
tutéame, por favor", fue mi respuesta. Ana entró en casa. Le pregunté si quería
tomar algo. Declinó la oferta alegando que era muy tarde y se iría enseguida.
Se sentó en el sofá del salón. Yo cogí una cerveza de la nevera y me senté en
un sillón. Nos quedamos mirando, en silencio.
"No te entretendré", aseguró y luego también dijo, "me envían del club, quieren saber si finalmente estás interesado en ingresar o
no; hace tiempo que esperan una respuesta". "Últimamente he tenido una época
complicada, mi mujer falleció hace poco", me excusé. "¿Sabes? Tu voz es
parecidísima a la suya". Entonces Ana dijo "lo siento mucho, mejor vuelvo otro
día". Se levantó y ya se dirigía hacia la puerta cuando yo la insté a que se
parase y le dije que sí, "sí estoy interesado en formar parte del club,
podríamos vernos una noche para cenar y cumplimentar el papeleo". "Otro día
vendré", zanjó ella.
Nos despedimos cordialmente en la puerta de
casa y, antes de alejarse, Ana dijo "en el club gustó mucho tu último trabajo,
de hecho, han puesto muchas esperanzas en ti". Asentí con la cabeza y ella
comenzó a descender por las escaleras. Oí el golpeteo de sus tacones, un sonido
que se hizo cada vez más tenue, hasta que desapareció. Lo que no dejé de
escuchar dentro de mi cabeza fue su voz, la voz de mi difunta esposa.