Salió del ascensor en la tercera planta y se dirigió
hacia la entrada de su piso (letra B), pero quedó petrificado con la llave
entre los dedos. La puerta se encontraba abierta. En realidad, entornada y, lo
más inesperado, había una gota de sangre, redonda y brillante, colgando de la
cerradura. Y a los pies, como la sombra corpórea de dicha gota, yacía un
casquillo. Del interior de la vivienda llegaba una luz amarillenta, fantasmal. Entonces
rezó a pesar de que nunca había creído. Rezó y guardó las llaves en un bolsillo
de los vaqueros al tiempo que de otro extrajo una navaja. Las bisagras de la
puerta crujieron ligerísimamente al ser empujada y dio un respingo. Su corazón
latió desbocado. Mientras atravesaba el umbral con lentitud, sus ojos se giraron
hacia las profundidades del cráneo y allí vieron el hueco del ascensor,
vislumbraron los pasos que conducen hasta la calle y, después, hasta el coche. Al
volante viaja seis meses atrás. En esa fecha, él no entra por una puerta sino
que aguarda tras ella, escondido dentro de una casa que no es la suya. Su mano
izquierda sostiene un revólver. Espera la llegada del inquilino. El zumbido
eléctrico del ascensor precede a la víctima. La puerta entornada basta para
insuflarle la aterradora idea de que alguien se esconde entre las sombras con
el firme propósito de matarle.