El rostro de una mujer joven con un solo ojo me vio
mirarla desde detrás de la mirilla. Me hizo pensar en Bowie. La gasa secaría
las últimas gotas de sangre de modo que desdoblé y luego me abroché las mangas
de la camisa alrededor de las muñecas. Abrí la puerta de casa al tiempo que la
escuché preguntarme, con una voz imposible de describir mediante palabras:
“¿Conoces el club Diógenes, Juan?”. Sus labios sonreían y el ojo al descubierto,
el derecho, era verde y suponía una pesadilla daltónica atendiendo al color rojo
de su melena ondulada hasta más allá de los hombros. Su ojo izquierdo se
hallaba escondido bajo la tela amarilla de un pañuelo sedoso que le rodeaba la
cabeza como si de una improvisada venda se tratase. “Sólo en las novelas de Conan
Doyle”, me oí responder.
La sonrisa de sus labios se convirtió en una fugaz
carcajada: “Sabía que no nos habíamos equivocado”, los músculos de la cara
exhibieron un repentino gesto de alarma y dijo: “¿Te encuentras bien? Pareces
un poco pálido”. “Debo de estar más cansado de la cuenta…”, intenté quitarle
importancia a su preocupación, por lo que añadí: “Podemos seguir hablando
dentro si no te es mucha molestia”. Ella asintió y me tendió una mano:
“Perfecto, soy Ana”. Se la estreché y me hice a un lado. Ana atravesó el umbral
de la puerta y la acompañé hasta la cocina, situada al final del recibidor,
tras un estrecho pasillo. Le ofrecí algo de beber, pero ella declinó la
invitación. “Un vaso de agua”, cambió de idea, “es una casa preciosa; no vives
con nadie, ¿verdad?”. Le afirmé que así era. A continuación, me ausenté unos
instantes.
Atravesé la puerta batiente que comunicaba con el salón
y, acelerado, arrojé dentro de una papelera todo lo que descansaba sobre la
mesa baja, en medio del sofá y dos sillones, justo en el centro de la estancia.
Con un pañuelo limpié las últimas manchas. Guardé la caja de pastillas en un
bolsillo de los vaqueros, pero enseguida volví a pensármelo y terminé por
tirarla junto con las vendas y los pañuelos. Escondí la papelera detrás de una
pila de periódicos antiguos. Por un momento, me quedé embobado. Mis ojos se
posaron en las letras impresas pero dentro de mi cabeza vislumbraba el rostro
de Ana, también su cuerpo. Llevaba cazadora y mochila en vez de bolsa. Usaba
botas sin tacón. Era delgada, casi tan alta como yo… Recordé que la había
dejado esperando en la cocina.
Seguía de pie, con el vaso de cristal entre las manos.
“Siento la espera, pasa al salón; charlaremos más cómodos aquí”, ella me siguió
y se sentó en uno de los sillones, yo ocupé una plaza del sofá. De la cocina había
cogido dos cervezas. Di un sorbo a una y dejé la otra en su lado de la mesa. No
la tocó. “Dime, Ana, ¿qué querías contarme?”, le pregunté. Ana inspeccionaba
con su único ojo la habitación. Observé que su examen ocular se detenía en la
librería, la cual presidía toda una pared de la habitación. “Desde luego que no
nos habíamos equivocado, aquí hay millares de libros”, musitó y, como nada más decía,
quise saber: “Siento lo de tu ojo, ¿puedo preguntar qué sucedió?” Mis palabras
provocaron en ella un efecto inesperado. De repente, focalizó cada ápice de su
atención en mí y de forma neutra comentó: “Es una vieja historia de la que
preferiría no hablar”. “Lo comprendo”, respondí en milésimas de segundo, aunque
Ana no pareció haberme escuchado: “Verás, Juan, pertenezco al club Diógenes y
estaríamos interesados en que te unieses a nosotros; hemos leído tu último
ensayo publicado en prensa”.
Aquel pañuelo amarillo que hacía las veces de parche me
hizo acordarme de nuevo de Bowie. “¿Y en qué consiste este club Diógenes? ¿Por
qué ese nombre?”. A la vez que le hacía estas preguntas, Ana se descolgó la
mochila y extrajo de su interior una edición en rústica de Risa en la oscuridad, novela de Vladimir Nabokov. “Somos un club
literario, por tanto no se antoja un mal nombre, ¿verdad?”, volvió a esbozar
una sonrisa. Me entregó el libro. Lo hojeé entre mis manos. Vislumbré que una
mancha pardusca estaba aflorando en cada una de las mangas de mi camisa: “El
objeto de nuestro estudio es Nabokov y su obra. Contamos entre nuestras filas
con los mayores expertos de todo el mundo y tu último trabajo… Bueno, nos ha
impresionado”. Le agradecí el cumplido. Le cuestioné acerca de las acciones que
llevaba a cabo el club, las ventajas y responsabilidades que aceptaban los
miembros al ingresar, los planes de futuro de la institución y muchos otros
aspectos cuyos detalles no llegaba a vislumbrar.
Por fuera, ante la atenta mirada de su único ojo,
confiaba en mostrarme muy profesional e interesado. Dentro de mi cabeza, en
atropellados pensamientos, no dejaba de golpearme la similitud entre la novela
que yo hojeaba y la naturaleza de mi visitante; que el protagonista de la
historia de Nabokov se quedase ciego me suponía una macabra coincidencia.
Mientras pensaba en todo esto y también contemplaba sus labios abrir y cerrarse
al hablar, los gestos de sus manos, la textura del pañuelo que le cruzaba el
rostro y la sangre de mis muñecas, Ana me aseguró: “Defendemos los escritos del
maestro, los estudiamos desde nuevos enfoques, organizamos congresos y
seminarios, y puedes darte de baja en cualquier momento, aunque una vez que lo
hayas probado no lo querrás abandonar, créeme”, y entonces me guiñó, lo cual
fue muy raro, “¿te interesa?”.
Dejé la pregunta flotar por el salón. Quise que tomase
forma, que se corporeizase y se sentase a mi lado en el sofá. Ana no se
impacientó ni desvió la mirada, sino que la mantuvo clavada en mi cara. Esperaba
una contestación: “Me interesa, pero tendría una condición y ésta es que aceptes
cenar conmigo una noche”. Su respuesta no tardó en manifestarse: “Imagino que
tendría que ser esta noche…”. “Sí, como si fuese la última noche”, mi murmullo
la interrumpió. Ana se acercó hasta el sofá y se colocó junto a mí. Me quitó el
libro de las manos. Puso las suyas sobre mis muñecas y las acarició con
dulzura, y yo percibí que ella me entendía, que bajo el pañuelo amarillo su ojo
izquierdo llegaba a ver lo que no se ve.