Dicen que cuando te mueres algo, una especie de instinto,
de corazonada, te pone antes sobre aviso. De algún modo esta señal se adelanta
a tu deceso y te lo anticipa, te lo hace saber. También dicen que, a causa de
ese llamémosle instinto, la mañana de la fecha de su muerte el otrora afamado
escritor Ernesto Herráiz supo de su final bien temprano. Aunque, claro, hoy en
día se dicen demasiadas cosas…
Ernesto Herráiz no permitió que el repentino escalofrío
le agriase el humor matutino y, de forma supersticiosa, se escondió detrás de
la cocina, desde donde preparó un copioso desayuno. Como siempre hacía, lo sacó
a la terraza sobre una desgastada bandeja y dio cuenta de él, las papilas
henchidas en gusto y su figura recostada en una mecedora de roble, mientras sus
ojos, viejos y algo vidriosos, oteaban las aguas de la bahía. El puntual ferry
que unía la isla con el penacho de tierra más cercano llegaba, una vez más,
puntual a su cita semanal. Aquella embarcación era más precisa que un reloj suizo.
El humo de sus dos potentes motores diesel teñía de drama el azul diamantino
del cielo, que era de un tono menos intenso que el refulgir del mar. Aquella
mezcla de colores provocó un brote melancólico en el sentir de Ernesto. La
feroz ingesta del desayuno le satisfizo. Devoró tres huevos fritos y los
acompañó con unas tostadas untadas en mermelada y varios melocotones
levísimamente verdes. Regó la mezcla con una taza de hirviente café negro como
la brea. Lo habitual era que el recorrido de la cafeína por sus entrañas le
activase los desinflados músculos y desentumeciese las nieblas de su errática memoria.
Cuando el ferry ya casi abandonaba su campo visual, el
otrora afamado escritor apuró su taza y regresó a las tinieblas de la casa de
madera para rellenarla de algún brebaje que él mismo destilaba durante las
noches de verano. Bajo los primeros haces del sol, naranjas, amarillos,
tendentes al blanco más puro, notó el calor que se adentraba por los poros de su
piel y le inflaba el torso moreno y descamisado. Abandonó el porche y caminó
sobre los finos granos de arena de aquella inmensa playa. A los poco pasos
experimentó la sensación de ahogo y sus enfermos pulmones le arañaron las
entrañas con manos esponjosas. Entonces Ernesto se sentó y dejó que las gotas
de agua le refrescasen el rostro. Llegaban hasta él impulsadas por la brisa y
quedaban apresadas en los vellos de su barba albina. Allí cristalizaban e
irradiaban sabor a salitre. Con los párpados abrazados, Herráiz pensó en su
inminente muerte y se le apeteció llorar, aunque no lo hizo. Se preguntó,
seguidamente, qué haría ese día, que era su último, y no halló respuesta. Se
sumergió en las aguas y nadó con lentitud. El cansancio y la fatiga se
compensaban con la viveza del mar y el irisado de la cresta de las olas. Bullía
la ilusión en su espíritu y, por un momento, el otrora afamado escritor se
permitió vagar boca arriba, haciéndose el muerto, mecido por la inapreciable
corriente marina… El mundo pendía de hilos invisibles que se encontraban momentáneamente
en equilibrio.
Más tarde, aún mojado, se refugió en la tarraza de su
casa a pie de playa y ojeó el contenido de una antigua caja grisácea rescatada
de un olvidado hartillo. Ernesto repasó fotos suyas y de otros, contempló
instantáneas de amigos y familiares fallecidos. Y en muchas de esas
instantáneas vislumbró una figura que parecía él pero que ya no era él.
Vislumbró su pasado, pero le resultó imposible hallar coincidencia entre aquel
hombre que fue y que dejó de ser. En la vetusta y rectangular caja también dormitaban
cartas y postales, y documentos de diversa índole. Y, al fondo de ella, detrás
de un intrincado grabado en tela, envuelto en una opaca gamuza, descansaba el
revólver que en una ocasión tuvo que disparar. No se le antojaba en mal estado.
De todos modos, lo limpió y engrasó. Esta tarea le llevó un rato bastante
largo. La luz celeste varió de inclinación mientras Herráiz se afanaba en sus procelosos
asuntos. El peso de la culata sobre la mano le trajo al presente viejos
recuerdos…
Los últimos rayos de sol huían de la bahía cuando el
ferry inició su viaje de vuelta. Tocaría tierra bien entrada ya la noche. Desde
las cargadas sombras de su terraza Herráiz divisó de nuevo la estela de humo
que teñía de drama el cielo diamantino. Sus ojos recorrieron la masa de agua
mientras su mano derecha sostenía el revólver junto a las sienes, el cañón
acariciando la áspera piel. A sus pies reposaba la caja, todavía abierta. Sobre
la mesa, la taza numerosas veces vaciada a lo largo del día. El índice de su diestra
jugueteaba en torno al gatillo. Deseó que los pulmones le hubiesen dado una
tregua, una última voluntad. Bajó el arma. La volvió a subir. La bajó de nuevo.
Dicen que ahora sus ojos sí lloraban. Dicen también que en los vaivenes del
adiós le sobrevino la muerte al otrora afamado escritor Ernesto Herráiz y la
noche custodió su cuerpo inerte, y la brisa silenciosa le acarició el rostro, secándole
las lágrimas.