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Terraza de una
cafetería de la Avenida del Gran Capitán, Córdoba.
Septiembre, 2013.
No sé si quiero que sigas grabando nuestra conversación y
más cuando has apagado ese cacharro mientras me dabas tu explicación, la cual
tampoco sé si creer, dicho sea de paso… No me cambies de tema, se me han
quitado las ganas de beber. Déjate de Amadeo, no voy a tomarme otra; bebe lo que quieras… Dices
que eres policía y por eso vas armado, claro que no llevas nada que así lo
acredite. Ya, ya, he captado eso de que trabajas de incógnito y no puedes
arriesgarte a ser identificado… Es o eres como Juan… Ya no sé si tutearte o no,
estoy confundido. La edad y el pacharán confunden mi sentido de la intuición.
Te comentaba antes que Juan Águila me cayó bien, pero había algo en él, un poso
insondable de duda, de hartazgo, de oscuridad. También lo veo en ti. Decías
a su vez que nada de mí quieres ni me harás daño, que no me matarás; que al que
buscas es a Juan y que lo haces porque está en problemas, porque corre
inminente peligro y sólo tú, ni siquiera sé tu nombre, tu nombre real, puedes
ayudarle… Bien, ¿y cómo sé yo que no me mientes? ¿Que no me engañas y que no le
asesinarás, con ese arma que guardas bajo la americana, en cuanto le tengas a
tiro? Cómo la búsqueda de una canción puede generar una situación tan
rocambolesca… Nos hemos vuelto locos, es la única razón que encuentro.
Sí creo eso de que Juan está en problemas. No me extraña
lo más mínimo oírlo, sinceramente. No le deseo nada malo a ese joven, tampoco a
ti. No se lo deseo a nadie, en realidad, pese a que presiento la dualidad en
vuestras almas, pese a que me gustaría confiar en vosotros, mas no debo, no
debo… Te contaré lo que sé y me olvidaré de este asunto para siempre. Volveré a
casa y dormiré y pediré a las estrellas que borren de mi memoria esta tarde y
también la otra, aquella tarde que acabó siendo noche y en la que algo bebido
acompañé a Juan Águila hasta su apartamento, cercano a las playas de
Pedregalejo, para oír de primera mano ese disco de Dylan grabado por fans que
guardaba en su circular corporeidad una versión en directo del tema ‘Abandoned
love’ interpretada en el ‘The Other End’ neoyorquino, allá por la década de los
setenta. Salíamos del ascensor y nos íbamos riendo de forma bobalicona, aunque
migramos con celeridad al silencio más absoluto cuando vimos la puerta de su
piso entre abierta, entornada, y una densa y pardusca, y también rojiza, gota
de sangre abrazar el dorado de la cerradura. Y a los pies, como la sombra corpórea
de dicha gota, el casquillo de un arma de pequeño calibre.
Del interior de la vivienda emergía una luz tenue,
amarillenta, fantasmal. Y entonces recé, yo recé aunque en nada creo ni jamás
he volcado mis plegarias al cielo. Pero recé porque contemplé cómo Juan
guardaba las llaves en un bolsillo de los vaqueros y de otro extraía una
armónica plateada, rectangular y metalizada… Claro que, obviamente, no era una
armónica sino una navaja, una de esas mariposas que se abren con un rápido
movimiento de muñeca, movimiento de muñeca que Juan llevó a cabo antes de colocar
un esquelético dedo sobre sus labios e indicarme que guardase silencio. Y,
entonces, comenzó a caminar con pasos lentos y elásticos, pero sobre todo
quedos, hacia el interior de su casa. Detrás de él, aterrado y con los vapores
etílicos escapando a través de todos los poros de mi cuerpo, imité su gesto y
me agaché torpemente y le seguí hasta el otro lado de la puerta sin querer
seguirle, ya que lo que yo quería era escapar y marcharme de aquel vívido conjuro
que sobre mí tan cruelmente se había derramado.
Entramos, uno detrás de otro, como dos fantasmas o como dos
zombis, de esos que en el cine siempre andan con horripilante lentitud y pasos
desacompasados. Las bisagras de la puerta crujieron ligerísimamente y asustado
di un respingo. Mi corazón latió deprisa, desbocado, mucho más rápido de lo que
debiera pulsar a mi edad. El intruso, que por la procedencia de la luz debía de
hallarse en una sala situada a la derecha del recibidor, no había percibido
nuestro arribo, ya que no se había abalanzado sobre nosotros. Permanecimos
parados unos instantes. Creo que Juan agudizaba el oído, yo en cambio no era
capaz de dejar de mirar con pasmo el baile de los reflejos lumínicos en la hoja
de su navaja… Y, entonces, sí, entonces escuché un ruido intermitente, una
especie de ritmo primario, de percusión, algo así como el roer que producirían
mil hormigas devorando a un pequeño mamífero. Te sonará extraño, pero esa es la
imagen que se configuró dentro de mi cabeza… La puerta de la sala, que supuse
sería el salón o la propia sala de estar, se encontraba cerrada y a través
del cristal translúcido sólo se intuían sombras y contornos difusos. Y, al
igual que en esas cintas policíacas de hace unos años, esas americanadas tan
populares, Águila arreó un patadón a la pobre puerta, pero ésta no se abrió, y
no se abrió porque el propietario del piso, el insensato Águila, había
calculado mal y estampó su zapatilla de deporte contra el cristal y éste se
rompió en mil pedazos, propiciando una alharaca monumental. Yo retrocedí y Juan
maldijo al mismo Dios al que yo había rezado momentos antes. Luego, con su
zurda giró el pomo y entró con torpe valentía y, cuando me quise dar cuenta, Juan
ya había tropezado y la mariposa, su navaja, se le había resbalado de las
manos, y justo ahí sentimos la voz grave que bramó algo así como al fin está
aquí el grandísimo hijo de puta y yo experimenté miedo, auténtico terror.
Era un hombre desprovisto de refinamiento, permíteme que
apuntille. Era grande o, al menos, más grande que Juan y yo… Juntos. Sus brazos
lucían hinchados, sin definir, pero potencialmente dañinos. Tenía un abdomen
regio y abultado, y también tatuado; su barriga estaba presidida por una
especie dragón marino con aletas. Y esto lo sé porque el visitante en casa de Águila
no llevaba camisa ni camiseta. Iba desnudo de cintura para arriba y el resto de
su indumentaria no era más que unos vaqueros preocupantemente roídos y un par
de botas de un marrón blancuzco, como recién salidas de la obra. Contigo quería yo
hablar, mamón; dijo mientras se incorporaba con visible esfuerzo. Observé que su
rostro moreno y sin afeitar sudaba profusamente. Él se acercó a Juan, que se
dolía de su traspié y al mismo tiempo trataba de levantarse. No le dio
tiempo a esto último y el enormísimo visitante le asió por las axilas y lo alzó
como se elevaría una mota de polvo bajo el influjo demoledor de un tornado. Por
un momento pensé que lo estamparía contra el techo. Y, sin embargo, cuando ya vaticinaba
lo peor, vi para mi asombro que aquel gigantón depositaba a Águila otra vez en
el suelo y ambos se separaron a la para mí insuficiente distancia de tres pasos
y medio. En la mano de Juan sobresalía la hoja metálica de su navaja; con la
que debía de haberlo amenazado, o eso deduje. Desconozco de qué forma había
conseguido hacerse con ella después de habérsele caído.
Aproveché la momentánea calma para templar mis nervios,
para intentar templarlos, pero no lo logré. Hice un examen ocular de la
habitación y descubrí una pila de discos, de vinilos, extraídos de sus fundas. Tirados,
desparramados por los suelos y… Lo que más me dolió: Estaban rotos. Habían sido
pisoteados, deliberadamente partidos en pequeños fragmentos de futilidad. Casi
lloro al ver aquellas grabaciones ya inservibles de Cocker, Stewart, la
Creedence, Fleetwood Mac, Dire Straits y tantos otros. Aquel tipejo, que ya se
había convertido en mi enemigo y mira que no le conocía, se había dedicado a
destrozar aquel paraíso musical con deliberada osadía… Pero mi odio no se
extendió en el tiempo porque enseguida, la inspección de mis ojos me llevaron
hasta él, divisé la palanca grisácea y, a su lado, el revólver de similar
tonalidad y como si mis sentidos hubiesen alertado al allanador de moradas éste
se condujo hasta ese preciso lugar y se hizo con ambos y a mí me amenazó con la
palanca y a Juan le reservó la pistola, apuntándole a la cabeza, y yo quise
echar a correr, pero el sonido de una mariposa posarse sobre el frío linóleo,
el sonido de la rendición, del armisticio, me hizo desistir…
Y empecé a hablar. Soy de natural cobarde y siempre he rehuido el conflicto. No me he encarado en mi vida con casi nadie y eso que en
el pasado hubo veces que pude haberme hecho el ofendido, con el mismo Carlos
Bepo, sin ir más lejos; pero eso es agua pasada y agua pasada nunca mueve
molinos o eso dicen… Pero… Ah, sí, te decía que soy cobarde, pero una llama por
la paz, ni siquiera sé qué quiere decir esa expresión… El caso es que me gusta,
así que la mantengo: Una llama por la paz alumbró mis entrañas y entonces comencé
a hablar, di forma a un parlamento que buscaba con tesón el fin de las
hostilidades entre aquellos dos hombres que yo casi no conocía, aunque ellos sí
tenían que saber el uno del otro y a mis ojos quedaba más que claro que se guardaban
rencillas personales, de esas que hacen que uno, contra toda lógica, entre en
la casa de otro y encima lo haga armado y se afane en destrozar toda su
colección de discos… Me estoy refiriendo a rencillas personales
de la peor clase.
Por favor, calmémonos todos y guarde esa arma, ha de existir
una explicación razonable para todo esto y podremos resolverlo como caballeros;
dije… Perdona la distracción, se me ha ido el santo al cielo. Me ha venido de
repente la consciencia del paralelismo entre las dos situaciones, la extraña
persecución que las armas llevan a cabo sobre mí… El revólver aquella noche, tu
revólver hoy… En fin, prosigo; sí, eso les dije, que debíamos ser capaces de
resolver el entuerto como caballeros. Pero él me contesto que con ese malnacido
no se puede arreglar nada, no es un caballero; el odio que se desprendía de sus
palabras hubiese sido capaz de haber hecho estallar un volcán por siglos
dormidos. Pero, ¿quién es usted si puede saberse?, pregunté insistiendo en mi
estratagema conciliadora… ¿Que qué hacía Juan mientras? Miraba de forma furtiva
hacia la navaja. Sólo se olvidaba de ella para contemplar el mar de fragmentos
de vinilo que decoraba su salón.
¿Quién soy yo? Bien, eso puedo decírselo; comentó aquel
hombre armado. Soy o me llamo Antón Carpio y soy el vecino del segundo. Sí, soy
el desgraciado que tiene la suerte de vivir una planta por debajo de este hijo
de puta; y yo le interrumpí alzando rápidamente una mano porque notaba cómo su
ira se reconcentraba conforme las palabras saltaban de sus labios. El tal Antón
se calmó e incluso se colocó el arma por dentro de la cinturilla de los vaqueros. La
palanca, en cambio, siguió pendiendo de su largo brazo. Y dijo más ese Carpio y
ahora yo intuí por primera vez el meollo de todo el asunto. Y es que el vecino
explicó le he pedido por activa y por pasiva que no lo haga más, pero él no
hace caso, a él le gusta tocar los huevos. Va buscando una hostia, en el mundo
hay gente así… Pues bien, Águila, has encontrado a alguien que te la va a dar.
Pero no entiendo nada, me atreví yo a interrumpirle, ¿qué le ha hecho Juan? Es
un buen hombre, no imagino qué ha podido hacerle; argumenté. Y Antón rió como
un loco, como un poseso, como si el sonido de un millar de hormigas devoradoras
que producía cuando rompía elepés hubiese sido multiplicado por mil o por un
millón y ahora fuese la voz de un billón de hormigas. Era una risa demencial,
que agradecí dejar de escuchar. Aseguró entonces que con Juan todo empieza muy
bien. Al principio éramos colegas, a veces veíamos el fútbol juntos y bebíamos
cerveza cada lunes y cada martes, pero poco a poco la cosa se jodió… Usted
parece un hombre venerable, por lo que me sorprende verle codearse con
semejante individuo; y estas palabras a mí dirigidas me despertaron algo de
simpatía por el tal Antón. No tengo nada contra usted, siguió diciendo, pero
Juan hace mucho que colmó mi paciencia; y me señaló hacia un rincón de la
estancia. En un primer instante, no comprendí. Luego, ya sí. ¿Ve, usted? Me
señaló. Vea el bafle, está volcado contra el suelo… Y el otro también y no he
sido yo, añadió.
Admonitorio miré a Juan. Él había dado un imperceptible paso
en pos de su anhelado e improvisado estilete. Le rogué con los ojos abiertos y
negros, como dos sartenes, que se quedase quieto. Pero no le pude recriminar
más, ya que Antón retomó su relato y ahora comentó usted, usted, repitió, ¿sabe
lo que es trabajar en una lonja de pescado? ¿Levantarse a las tres de la mañana
seis días a la semana? No se ofenda, pero se le ve un caballero respetable, de
esos que tienen o que han ejercido una profesión erudita, sin mancharse nunca
las manos, sin hacerse un rasguño… Aunque nada de esto viene al caso. Yo
trabajo en la lonja, yo madrugo seis putas madrugadas a la semana y ese mamón
no se limita a no dejarme dormir con su condenada música de viejo, sino que…
Sino que encima el mamón, el mal nacido; ahora Carpio no hablaba sino que
aullaba; deja el tocadiscos puesto a todo volumen cuando sale de casa. Lo deja
puesto a todo volumen y con los bafles contra el suelo, para que mi apartamento
sea un maldito diapasón. No sé una mierda de música, pero estoy hasta los cojones
de esos infernales bajos. Águila, ¿me oyes? ¡Hasta los cojones!
Pero, Juan, dije yo, ¿por qué? ¿No te entiendo? Añadí.
Águila observó el suelo al igual que hace un niño cuando es regañado por su
padre o por su madre y, enseguida, recuperó la compostura. ¿De qué te quejas,
Antón? Podías darme las gracias por haberte culturizado musicalmente; eso dijo
el muy loco y yo pensé que Carpio le mataba allí mismo y si no le mataba él, lo
haría yo porque este Juan estaba hecho un condenado imbécil, un botarate.
Pero en vez de perder los papeles el visitante habló muy despacito, midiendo mucho
el tempo de las palabras, y yo noté en mis huesos la calma que precede a la
tempestad. Antón habló y afirmó, ¿ve usted? Con semejante individuo llevo
bregando ya no sé ni el tiempo, fíjese. Y yo, siguió diciendo Carpio, que soy
tranquilo y no pierdo la calma he llegado a un punto en el que me ha sacado de
mis casillas y he rebuscado el viejo revólver de mi padre y he disparado contra
la puerta para poder entrar y colarme aquí, y antes traté de destrozar la
cerradura con esta palanca, pero se me escurrió y me la he clavado en una mano,
y ahora sangra mucho…
Y entonces la sangre llamó a la sangre. No lo creerás
posible o tal vez sí, mas pareció que ya todo había sido hablado y que ahora, ahora que había aparecido en su parlamento el término sangre, sí iban a dar comienzo
las hostilidades y, mientras Juan se agachaba a recoger la navaja, Antón hizo
amago de sacar de nuevo su arma de la cinturilla y yo les pedí calma a ambos,
pero percibí el fuego en sus miradas, percibí la locura que rige este mundo y
que explica cada una de las desgracias que a diario suceden y no fui capaz de
soportarlo, sencillamente no pude más. De modo que salí corriendo escaleras
abajo. Ya me encontraba muy lejos del bloque, en medio de un laberinto
compuesto por húmedas calles, cuando todavía sentía a mi espalda el fuego de cuatro ojos desprovistos de razón, brasas que arderían hasta
consumir la última de las briznas…
Y eso es todo lo que le relataré de aquella noche. Antes de que me
lo cuestiones, sí, después de esa velada me crucé otra vez con Juan.
Ocurrió cerca del puerto un atardecer. Él bebía junto a una hermosa muchacha.
Estaban sentados en una mesa. En cuanto le reconocí, eché a correr despavorido.
No sé qué ocurrió en su casa, cómo se resolvió la trifulca, pero tampoco tengo
la más mínima curiosidad al respecto. Nada malo le deseo a Juan Águila. Estoy
seguro de que hay bondad en él, lo que no sé es si él piensa igual que yo. Es
como tú, me recuerda tanto a ti... Los dos os hayáis sumidos en problemas, en
lamentos, guardáis más de lo que debierais y a mí vuestra negrura me resulta
cegadora. Ya no te tutearé… Así que váyase, ¿me oye? Váyase si no quiere que
comience a gritar, a lanzar alaridos que alerten al condenado planeta, voces
que se oirán hasta en la luna. Tal vez tenía que haberlo hecho hace muchísimo
tiempo, pero sólo desde la locura uno cavila de forma sensata y yo he tardado
demasiado en llegar hasta ella…
->En dos semanas (el sábado 22 de marzo) la décima entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.