Orondas abejas revoloteaban entre el océano
de flores que, bajo los haces de un sol en extinción, amarillo y naranja, y
también cobrizo, creaban aquel hermoso caleidoscopio similar a una paleta caprichosa
que ahora prefiere el ocre y luego se decantará por el mostaza o el rosa palo o
el magenta. La vegetación desbordaba las lindes del prado y sólo cedía y
mostraba tímido sonrojo en el mismo centro, lugar donde las vívidas amapolas
alfombraban la superficie hasta que ésta se hundía en el mar y el azul de sus
aguas, calcos oscurecidos de los tapices del cielo.
El blanco reluciente de las sillas plegables,
divididas en dos bancadas, a izquierda y derecha de un largo y estrecho
corredor, no desentonaba en aquella amalgama festiva. El aire parecía cargado
de partículas etéreas; densos e incontables átomos que ralentizaban los
movimientos de los allí presentes. En total, casi un centenar de asistentes,
todos ataviados con sus elegantes trajes oscuros, muy discretos y mesurados, aunque
algún invitado se había decantado por un tono más estridente, rozando la
fosforescencia. Peinados recogidos, rostros impolutamente afeitados, anillos y
collares, brillo sobre brillo el de ellos y ellas en la fiesta de las fiestas.
Y, en medio de aquella vorágine ruidosa, el
protagonista de la velada se encontraba quieto y envarado, la piel lívida con los
ojos cerrados y el gesto compungido. Inmóvil aguardaba a que diese comienzo la
ceremonia y, a cada segundo que el tiempo dejaba escapar, temía más y más que
ella no se presentase. Ajenos a su preocupación, a su atávico pavor, los
invitados conversaban y reían, y alguno incluso afirmaba que hacía mucho que no
se lo pasaba tan bien. Y todo era alharaca y también color, y más de uno y de
dos ya pensaban en las viandas inmediatamente posteriores a las rectas palabras
del sacerdote, ansiosos por satisfacer la voracidad que albergaban en su
interior.
Se hizo un repentino silencio cuando el
prelado alzó sus manos. Sonó una melodía apacible y todo el prado pareció
transmutarse en solemne seriedad. El próximo ulular de las rompientes olas
azules y los vientos de un cielo con reflejos violáceos perfilaban los últimos
detalles de la escena. Magnífica y orquestada despedida la que se erigía. Ella
no apareció y, dentro de su ataúd de pino, el protagonista del oficio, por
siempre quietos los ojos cerrados, volvió a morir, roto en mil pedazos su
corazón. Se deshizo en corpórea nada mientras los invitados, sentados con
recato, compungían teatralmente el gesto y las orondas abejas revoloteaban al
calor de los últimos rayos de un sol en extinción.