Estos meses de invierno, y por motivos profesionales, he
trasladado mi domicilio a un pequeño apartamento ubicado muy próximo al mar en
La Carihuela, zona que compensa los excesos y la aglomeración del verano con
una calma densa durante el resto del año. Cuando los últimos turistas terminan
sus vacaciones, esta área del litoral malagueño se sume en un sueño reparador, prácticamente
despoblado de sobresaltos. Sólo los que tienen un negocio situado allí (que son
pocos) y los que debido a su dorada jubilación se han convertido en eternos
turistas, instalados por y para siempre en la Costa del Sol, fijan su
residencia permanente en este célebre barrio de Torremolinos. De modo que el
sitio se vuelve un lugar plácido para trabajar sin interrupciones, pasear ajeno
al caos del mundo moderno y disfrutar de rebosantes jarras de cerveza en los
perennes pubs.
Precisamente, en uno de ellos conocí a Peter Hand,
avejentado ciudadano inglés con el que trabé una cordial amistad. Todo empezó
una noche de entre semana en la que yo leía apaciblemente el periódico del día.
Me encontraba sentado en un bar poco concurrido que responde al nombre de
‘Irish song’. Aparte del barman, al que castellanicé bajo el término de Julio,
no había más de dos o tres personas en el pub y éstas disfrutaban viendo un
partido de la Premier League a través de la televisión por cable. Peter se me
acercó, hasta entonces no había reparado en él, y me invitó a jugar al billar.
“Do you wanna play?”, dijo en su inglés nasal e incomprensible. Acepté gustoso,
aunque le previne que llevaba mucho sin agarrar un taco; tampoco es que haya sido
nunca lo que se conoce como un reputado jugador, tan sólo un mero aficionado.
Entre cervezas y un parco ‘Spanglish’, a veces Peter
intentaba decirme algo en español y yo le respondía en inglés (y viceversa),
jugamos durante largo rato. Al día siguiente me lo volví a encontrar allí y
repetimos entretenimiento. Y, para mi sorpresa, la acción acabó por convertirse
en un ritual cotidiano. Casi siempre me ganaba él y eso a mí me costaba tener
que invitarle a otra jarra de espumosa cerveza, pero de vez en cuando yo conseguía
dar la sorpresa y robarle la partida en el último momento. Estas horas que pasamos
juntos me granjearon cierta confianza con él y fue así cómo supe de su vida en
Inglaterra, de su trabajo en una remota fábrica del norte del país y de su
amada Glady, que había dejado este mundo hacía una década. A mí me entretenía
su charla y le aguijoneaba para que me contase más, pero era reservado en
cuanto a los detalles de su biografía. Prefería, en cambio, hablar de deportes
(en concreto, de fútbol y de su querido Arsenal) a relatarme los pormenores de
su vida. Supongo que Peter Hand rondaría los setenta y tantos años.
Físicamente, parecía estar muy castigado; caminaba ayudado de bastón y su
rostro se me mostraba pulcramente afilado, facciones definidas bajo un ralo
mechón de pelo blanquísimo.
No obstante, sus andares inseguros y su inestabilidad motriz
desparecían sobre el tapete verde de la mesa de billar. Entonces, sus nervios
se tensaban y en su anatomía asomaban unos músculos entrenados durante décadas.
Tenía una puntería excelente y, preparando el golpe a una bola, parecía un
francotirador a punto de liquidar a su víctima. Qué determinación y dominio del
juego... Pienso que yo le entretenía. No era un rival digno para su talento,
desde luego, pero le daba conversación y le animaba las noches en el pub. Creo
que su vida era muy solitaria, la existencia de un anciano británico que
apuraba los últimos años voluntariamente exiliado en el sur de España y sin la
compañía de su difunta y querida esposa.
Al igual que no le gustaba desentrañar los recovecos de
su trayectoria personal, tampoco me refería mucho de sus hábitos diarios. Rara
vez me lo crucé comprando en el supermercado o en el paseo marítimo dando un
paseo. Tal vez se pasaba el día recluido en su piso, quizá leyendo o viendo la
televisión. Y sólo de noche se animaba a salir y a estirar las piernas, y
dejarse caer por el pub, donde sabía que yo andaría imbuido en la lectura de
los diarios o enfrascado en una novela o simplemente bebiendo y de charla con
el parco y a la vez entrañable Julio.
Una noche, era ya tarde, después de las doce (seguro), salíamos
del pub y le propuse llevarle hasta su casa. Éramos los últimos clientes en
abandonar el local, el billar nos había entretenido más de la cuenta, y no me
pareció adecuado dejarle andar sólo hasta su piso; a diferencia de mí, él vivía
cerca de la antigua carretera nacional y no junto a la playa, por lo que tenía
un trecho a pie y encima cuesta arriba. Peter se negó en rotundo al principio.
Yo insistí y tiré de él hacia el coche, que estaba estacionado prácticamente al
lado del ‘Irish song’. No sin reticencias logré que se montase y conduje en
silencio hasta los primeros bloques de Benalmádena. Seguí recto. “Alberto, te
has dejado atrás mi casa… Era… Allí”, me dijo Peter con la lengua un poco
pegada al paladar, deduzco que fruto de las jarras que llevaba filtradas en su
vetusto organismo. “Ya, ya, no te preocupes; es que quiero enseñarte un club de
billar que hay un poco más adelante. Te va a gustar, un día tenemos que ir”, le
expliqué. “Pero es… Tan tarde”, argumentó Hand. “Nada, nada. Es únicamente que
lo veas por fuera y sepas dónde queda”, le prometí con los ojos puestos sobre
el asfalto, sin mirarle.
Subidos en el coche recorrimos la carretera paralela a la
costa y cruzamos todo el pueblo. Junto al acantilado de una cala de
Torrequebrada estacioné el auto. Estábamos solos. En la distancia se veía la
silueta de neón del famoso casino. Y, al otro lado, pequeños chalets
serpenteaban hacia lo que a lo lejos se erigía: Fuengirola. Observé a Peter
Hand y vi que tenía los ojos cerrados. Al notar que nos habíamos detenido los
abrió sobresaltado. Llevé mi mano izquierda al espacio debajo del sillón y
despegué un pequeño revólver que brilló al recibir el roce de la penumbra nocturna.
Él vio el arma y se estremeció. Su voz gutural preguntó: “¿Quién te envía?”.
“Tu pasado”, respondí yo. El silencio solidificó entre nosotros y su mutismo exclusivamente
se quebró para emitir a viva voz una reflexión personal: “I was blind but now I
see… ¿Cómo no me he dado cuenta antes?”. “No creo que ahora eso importe mucho”,
sentencié mediante un susurro. Mi pulgar retiró el seguro y la bala se alojó en
el interior de su agotado cráneo. El silenciador evitó el ensordecedor estampido
y fue la sangre, densa, rojiza y a borbotones, la que bañó el cristal de la
ventanilla del copiloto y corroboró el final de los días de Peter Hand.
Con un pañuelo de tela, borré mis huellas del volante y
la palanca de cambio. Mi mano envuelta en fino hilo retiró el freno de mano y
el coche empezó a rodar muy despacio. Me apeé del mismo. Con lentitud constante,
el vehículo fue adquiriendo velocidad. Yo me arrebujé el abrigo y dirigí mis
pasos hacia Benalmádena, mientras los días de turista de Peter Hand
desaparecían en las profundidades de aquella cala.
->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica
Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: