Uno, dos y tres, y así sucesivamente. Uno, dos y tres
otra vez. Uno, dos y tres, y todo inevitablemente triplicado. Uno, dos y tres,
y César Vallejo, común hombre de mediana edad y pequeña complexión, dedicado al
campo de la investigación académica, empezó a ir a terapia; no tuvo más
remedio. Había perdido el control de su vida por una fijación numérica que le
devoraba las entrañas. Todo debía llevarlo a cabo tres veces seguidas o si no…
César sabía que algo atroz ocurriría. Y aunque nada trágico sucediese, él
sentía que la acción quedaba sin cerrar, que no era correcto aquello de
realizarlo una vez; no, debía volver (sí hacía falta) y repetirlo hasta tres
veces, presa de superstición y miedo a esa religión matemática que él mismo
había confeccionado.
Después de oír atentamente su caso, el venerable doctor Vidal
le felicitó por haber encontrado la valentía para pedir ayuda. Entonces, tras
alentarle, el terapeuta le habló del trastorno obsesivo y sus distintos grados
de intensidad. En concreto, César descubrió que padecía un caso grave, su
neurosis le provocaba fuertes compulsiones que, anidadas en su cabeza, se
hacían tan poderosas que le derrotaban y no le dejaban descansar, a no ser que
plegase su organismo a la satisfacción obsesiva de repetir la acción en cuestión
tres veces. El doctor escuchó de la boca de Vallejo distintos ejemplos de las
pasiones numéricas que a diario le amargaban y sobrepasaban: “Doctor, tengo que
atarme y desatarme tres veces los cordones de cada zapato, abro y cierro tres veces
la puerta de la nevera, me peino y me despeino tres veces, enciendo y apago
tres veces las luces de mi apartamento, lo mismo hago cuando salgo y cierro la
puerta, claro que también bajo y subo tres veces las escaleras; y podría seguir
enumerándole…”
“No es necesario, César”, le interrumpió el afamado
doctor Vidal, eminente figura médica adornada por todos los ilustres títulos
formativos que cubrían su espalda en aquel opulento despacho de consulta, que
le comentó: “Por mi larga trayectoria profesional le puedo decir que padece
usted un caso de trastorno obsesivo de manual. No se alarme. Lo solucionaremos.
Verá, todos somos víctimas de determinados pensamientos que nos hacen daño y
nos llenan de inseguridad. Esos son pensamientos nocivos, a todos nos vienen.
El problema radica cuando estas detestables ideas fortifican y dominan la mente
del individuo, llegando al extremo final de la compulsión, que no es otra cosa
que la realización de una acción concreta destinada a calmar el apabullante
tráfico de obsesiones…”. El doctor hizo una pausa, que aprovechó para limpiar
sus lentes de ver, y dejó que César asimilase el río de nueva información que
él le acababa de verter encima. Luego, cuando la expresión del paciente nada le
dijo, Vidal le aseguró a Vallejo que podría hacer retroceder su neurosis para
que él llevase de nuevo una vida normal. Sería un proceso lento y trabajoso,
pero no imposible. Sólo hacía falta constancia y fuerza de voluntad.
“Así, de primeras, no veo que precise usted de
medicación. Si le parece, le voy a proponer unos ejercicios semanales que, poco
a poco, habituarán su mente a no escuchar la lluvia de pensamientos obsesivos.
Esto es entrenamiento, César, y usted lo va a lograr; ¡sonría, hombre!”, y el
doctor se levantó y le dio un fuerte apretón de manos. Con Vallejo agarrado, Vidal
se aproximó a la puerta de su despacho y le despidió. Antes, le propuso el
primer ejercicio, que consistiría en estar una semana sin lavarse tres veces
las manos antes de cada comida. “Es más”, dijo el médico, “no se las lave ni
una vez; usted puede realizar todas las compulsiones que precise a lo largo del
día salvo esa, ¿de acuerdo? Nada de lavarse las manos; cuando descubra el
mecanismo para vencer una fijación, podrá con todas. Ánimo, César”, y le cerró
la puerta en las narices.
Pasó la semana y César Vallejo volvió con cara
apesadumbrada a la consulta. Cuando el doctor le preguntó qué tal le había ido
durante los siete días anteriores, el paciente confesó que había conseguido no
lavarse las manos ni una sola vez, pero que, en cambio, al segundo día de
reticencia a la compulsión fue ingresado en el hospital, enfermo de un ataque
de apendicitis. El doctor Vidal no desencajó el gesto al escuchar el relato de
César, sino que mostró una amplia sonrisa. Le felicitó por su avance y se
apresuró a despejarle cualquier duda: “César, no creerá usted que se puso malo
por no haberse lavado tres veces las manos, ¿verdad?”, y no dejó tiempo a
contestación: “Esas son supersticiones absurdas. Ha sido una casualidad… César,
debe usted ser fuerte. Conforme vayamos curándole, su mente buscará mecanismos
de boicot, cosas que le hagan dudar; no vuelva sobre sus pasos, amigo”. De
nuevo, el doctor le acompañó hasta la puerta de su despacho y, en esta ocasión,
le mandó de tarea que no apagase las luces de casa tres veces antes de salir.
También le pidió que no volviera a la fijación del lavado de manos. Podía
lavárselas, de acuerdo, mas sólo una vez antes de cada comida.
Transcurrió otra semana y César regresó a ver al doctor,
en esta cita se encontraba especialmente abatido. “Doctor Vidal, al cuarto día
de estar sin apagar tres veces las luces, mi casa salió ardiendo mientras yo
estaba en el cine”, se lamentó César Vallejo. “Amigo mío, ¿y qué quiere
decirme? Que porque no ha hecho esa manía de repetir cada acción tres veces
seguidas su casa ha ardido sola… ¿Es consciente de lo absurdo que suena?
Piénselo, César. No es más que otra casualidad. No debe dejarse arrastrar por
los hábitos supersticiosos”. Las palabras del eminente doctor apaciguaron la
inquietud del paciente, que salió de la consulta reforzado y con fulgurantes
esperanzas. Para la siguiente semana, el doctor le había pedido que añadiese a
su lista de tareas contra la obsesión el no atarse y desatarse tres veces los
cordones de los zapatos.
Y… Seis meses después, César Vallejo volvió al despacho
del doctor Vidal. Pese a no haber pedido cita previa, el terapeuta le recibió y
abrazó sonriente. Notó a César muy débil y flacucho. “¿Dónde ha estado usted?”,
le preguntó con voz vivaracha: “Me ha tenido muy preocupado; llegué a pensar
que nunca volvería por aquí. No cogía las llamadas de mi secretaria”. César dejó
caer su dolorido cuerpo en la silla destinada a los pacientes y se dirigió al
médico, lenta pero contundentemente: “Hice caso de su consejo, Vidal, y cinco
días después de estar sin atarme y desatarme tres veces los zapatos me
atropelló un autobús mientras cruzaba la alameda”. Vidal le miró, la cara se le
había quedado muy blanca, sin color. “Pero resulta increíble la mala suerte que
tiene usted; parece propenso a las desgracias… Mas no crea que mi terapia tiene
algo que ver en su infortunio, amigo”, se excusó el célebre doctor. “Casi me
muero, me he sometido a innumerables operaciones… He perdido medio año, Vidal”,
ladró César. Con toda la sutileza y el buen temple que aportan muchos años de
carrera, el terapeuta supo deconstruir la ira del paciente y reconducirlo a la
vereda de la sensatez y el buen ánimo.
Minutos después, César abandonó la consulta con una nueva
tarea para vencer su neurosis: no debía abrir y cerrar tres veces la puerta de
casa cuando tuviese que salir. Una vez se hubo marchado, sentado en su
confortable butaca, bajo el firmamento de brillantes títulos formativos, el
doctor Vidal, eminente figura médica, quitó y puso el tapón a su bolígrafo tres
veces. Luego, se levantó y arrimó (y despegó) el sillón tres veces a la mesa de
caoba. De pie cerca de la puerta, apagó y encendió las luces tres veces, y su
augusta silueta se perdió en los recovecos de la consulta después de haber
cerrado y abierto tres veces la puerta de su despacho.
->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica
Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: