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Fragmentos de ‘El
vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’.
Manuscrito pendiente
de publicación.
“Te hablo de una muerte, de un asesinato, estrictamente
conceptual”, me dijo a modo de conclusión mi amigo Jaime Enriz con su habitual
y lenta, pero al mismo tiempo segura, forma de hablar y con la voz también algo
rasgada o ronca debido a lo extenso que había resultado ser su discurso o idea
a mí, y únicamente a mí, relatada. “No te entiendo”, le repliqué enseguida
cuando lo que realmente deseaba decirle es que no quería entenderle.
Él no se alteró ni se exasperó, no mostró un ápice de
hartazgo o cansancio, sólo se acercó la taza de café a los labios y, con
delectación, dio un largo trago con el que se mojó la garganta; dejó luego la
porcelana sobre su moderno escritorio, donde ésta había descansado justo antes
de que él la cogiera, y volvió a hablarme. Asustado, comprendí entonces que él
trataba de explicarme y hacerme cómplice, pretendía persuadirme.
Y ahora que lo que aquí escribo ya ha ocurrido y es
pasado, y sé, por tanto, cómo acabó todo y lo que ha sido de cada uno de
nosotros; me pregunto si acaso no llegó a lograrlo, si mi amigo Jaime no
consiguió ‘explicarme y hacerme cómplice’ aquella tarde, sorprendentemente fría
para esas fechas del año, en la que nos sentamos en su despacho y mientras el
sol caía o empezaba a declinar tras las montañas, al otro lado de la bahía, él
me contó ‘con pelos y señales’, como suele decirse, su plan; plan del que aún
hoy recuerdo los detalles y al que él se refirió de nuevo en nuestra
conversación de aquella tarde cuando, tras dejar la taza de café y, ya con la
sed saciada, retomó la palabra:
—Sí que me entiendes, de hecho me entiendes
perfectamente; eso es seguro, Juan. Te hablo de asesinar a Luz, de matarla y
salir impune de ello, de deshacerme de ella y no volver a verla más, y que,
además, nadie lo descubra jamás, que nadie sepa nunca de mi intervención en su
desaparición; nadie, nadie salvo tú y yo, claro está. Pero eso no es algo que
me preocupe lo más mínimo, ya que sería, y de hecho será porque voy a llevar a
cabo mi plan aunque esta tarde no te revelaré el cuándo, como aquella otra vez
hace tanto tiempo, ¿te acuerdas? Seguro que todavía te acuerdas, ¿verdad?”.
Lo que mi amigo Jaime Enriz no sabía y con seguridad
ignoraba es que aquella misma noche, después de haber pasado yo con él casi
toda la tarde, los dos sentados alrededor de su mesa de despacho, tomando un café
y charlando (él hablando y yo, entre tanto, escuchándole); yo había quedado con
su novia, Luz, y que los dos (es decir, ella y yo se entiende) estuvimos
juntos, no mucho más tarde de despedirme de él (quizá transcurrió una hora
entre el final de un encuentro y el comienzo del otro), toda la noche en un
hotel pequeño y discreto, ubicado cerca de la plaza de toros de La Malagueta.
Y, ante todo, lo que mi amigo Jaime Enriz no podía saber, ya que ni Luz ni yo
le avisamos de que íbamos a vernos y, mucho menos, le comentamos nada acerca de
la naturaleza de nuestro encuentro; es qué nos dijimos y qué hicimos aquella noche
inusualmente fría en la que, ahora lo sé, les traicioné a ambos: a mi amigo y
también a ella, la novia de mi amigo: a uno lo traicioné por obra y a la otra por
omisión.
A Luz la traicioné porque no la previne ni la avisé y, en
lugar de hacer eso, que hubiese sido lo correcto y lo adecuado, callé y guardé
silencio, y lo hice pese a que sabía (y lo sabía desde hacía escaso tiempo, cuestión
de horas), de las intenciones de Jaime y de su plan, proyecto del que me había
hecho partícipe al relatármelo sin yo querer escucharlo. Ahora que escribo
estas líneas, podría decir y argumentar en mi defensa que callé y no la previne
porque no creí en ningún momento las palabras de él y también podría declarar,
al mismo tiempo, que pensé que todo lo que mi amigo me había confesado no podía
considerarse nada más que una fanfarronada, un exabrupto oral (por llamarlo de
alguna manera) o, a lo mejor, una simple broma macabra, un chiste de muy mal
gusto. Pero si hiciera esto, estaría mintiendo y siendo insincero.
Aquella noche que Luz y yo estuvimos juntos no le hablé
del proyecto de Jaime porque me encontraba muy cansado, exhausto mental y
físicamente, y sólo quería estar con ella, el uno junto al otro sin distracciones,
sin tener que narrarle algo que la disgustaría y preocuparía, y haría que se
pusiera en guardia. Con total seguridad, ella se habría asustado y alterado
profundamente si hubiera oído de mis labios aquella frase que mi conciencia me
instaba a reproducir en voz alta y no sólo en mis pensamientos: “Jaime te
quiere matar y, encima, pretende que parezca un accidente; piensa escapar
impune de ello”. Y, como esta afirmación era y es (porque sigue siéndolo aunque
haya pasado el tiempo desde entonces) algo en extremo oscuro y desagradable, no
encontré en toda la noche el momento para serle franco y, además, pronto todo
esto que ahora recuerdo y escribo, y que me había contado mi amigo Jaime horas
antes, se me olvidó debido a que Luz (fue ella), no me dio tiempo para pensar
en ello. A diferencia de mí, ella sí quería hablar y yo la dejé hacerlo porque
supe que así me entretendría, como de hecho hizo, y de esta forma yo dejaría
descansar al fin mi conciencia, inevitablemente atormentada, doblemente
atormentada (por obra y por omisión).
De modo que, cuando aquella noche Luz me cubrió con sus
besos y ambos nos dejamos caer lentamente, como si flotásemos, sobre la amplia
cama de nuestra, recién cogida y a punto de ser estrenada, habitación de hotel
y, mientras yo trataba de desvestirla (se presentó a nuestra cita portando una
falda de lisa de un color a juego con un jersey de cuello vuelto y unas botas
altas), ella me susurró muy cerca del oído: “Tenemos que decírselo ya. Quiero
hacerlo de una vez, te digo que estoy harta de él y no le aguanto más”. Al no
encontrar en mí respuesta alguna a su comentario o petición, ella retiró sus
manos de mi cuello y las llevó hasta las dos mías, que subían bajo su falda y
le acariciaban lentamente los muslos. Luz las detuvo, presionó mis manos contra
las suyas y me miró con fijeza; quiero decir que me miró con expresión atenta y
con detenimiento. Tumbada como estaba encima de mí, no pude apartar la vista de
sus hermosos ojos grandes y oscuros, y entonces sus labios volvieron a moverse
y ella habló de nuevo, con el mismo tono de susurro apenas audible, ahora
estando segura de que tenía toda mi atención: “Yo ya no quiero a Jaime y él
tampoco me quiere a mí. Eso lo sé. No puedo seguir viviendo una mentira. Juan,
tú eres a quien yo quiero y tú dices que me quieres a mí, así que dime, ¿cuál
es entonces el problema?”
Toda aquella noche anómalamente fría, Luz y yo yacimos
juntos en la amplia cama de nuestra habitación de hotel. Cuando ella se quedó
dormida, muy tarde y siendo ya de madrugada, yo permanecí echado a su lado y,
de repente y poco a poco, comencé a cavilar y a reflexionar, sin quererlo, en
las palabras de ambos: en las de Jaime y en las de Luz; y tuve por primera vez
un mal presagio sobre el futuro.
Y si era verdad aquello de que él planeaba urdir su
muerte, mejor dicho, su asesinato. ‘Debería hablar con ella’, deduje,
‘contárselo todo ahora, ahora que todavía queda tiempo y la puedo proteger de
él, al que conoce casi mejor que yo y la persona con la que convive, su pareja.
Claro que’, seguí pensando, (ya había empezado a darle vueltas a la cabeza y
ahora era difícil detener la espiral de ideas y valoraciones), ‘y si ella no me
cree o no se toma en serio mi advertencia, mi consejo’. En ese momento de la
noche, repito que ya estaba bien entrada la madrugada, todo se volvió una duda
para mí y nada agobia e inmoviliza más que las dudas: ‘¿Cuándo llevará Jaime su
plan a cabo? Puede ser hoy o mañana o dentro de un mes o en cinco años. Cómo
saberlo’.
El hecho de haberme puesto a pensar en el incierto futuro
y en el día de mañana me recordó y trajo a mi mente que a la noche siguiente yo
debía coger un tren con rumbo a Córdoba para pasar allí un par de días,
entrevistándome con Carlos Bepo para desentrañar el siguiente paso en mi
rastreo de la figura de Elston Gunn y su canción olvidada y perdida. ‘Será
mejor’, concluí, por tanto, ‘que intente dormir un rato para así estar
descansado cuando salga el sol dentro de unas escasas horas. Será un día largo. Ya habrá tiempo de hablarle
a Luz, de avisarla y serle sincero; todavía no corre riesgo, al menos, no corre
ningún riesgo concreto y ahora duerme; mejor no desvelarla, como estoy yo’.
Miré mi reloj de pulsera que descansaba sobre una mesita
de noche de madera blanquecina y comprobé que ya eran más de las tres de la
madrugada. Luego, lo volví a dejar sobre el mueble y me giré, dando de este
modo la espalda a la única ventana de la habitación; dicha ventana estaba
cerrada y, a través de ella, podía entreverse una luz mortecina y fantasmal
procedente de la calle, el haz azulado y amarillento de alguna farola cercana
al hotel. Y escuché como la gélida brisa marina golpeaba contra nuestro
cristal. ‘¿Por qué los hoteles ya no tienen persianas sino sólo cortinas? La
claridad de las primeras horas de sol siempre resulta insoportable’, se me
ocurrió de repente, comenzaba a notarme algo amodorrado y somnoliento...
Mientras las manecillas del reloj de pulsera seguían
lentamente su eterno y cíclico camino, yo miré a Luz, observé cómo dormía
plácidamente. Su respiración se había vuelto lenta y pausada. Sin embargo, y
para mi sorpresa, aprecié un leve fruncimiento en su ceño, que estaba
parcialmente cubierto por varios mechones de largo y ondulado cabello. Quizá,
se me ocurre ahora y creo que también lo aventuré aquella noche, estaba
asediada por pesadillas en sus involuntarios sueños y, mientras los párpados
tapaban sus grandes ojos oscuros, impidiéndole ver el modo en que yo la veía
dormir, su cabeza proyectaba imágenes de peligro y preocupación. A lo mejor no
eran pesadillas, se me ocurrió de pronto. Puede que simplemente fuera su
subconsciente, que sabía más que ella y pretendía avisarla de las funestas
intenciones de Jaime (justo lo que yo no había hecho). Puede que el inconsciente
se manifestara sólo mientras ella dormía, cuando su voluntad se tornaba más
débil y sugestionable. De repente, sentí otra punzada de angustia que me
recordó mi traición por omisión…
A mi amigo Jaime Enriz, en cambio, le había traicionado
por obra y eso no me soliviantaba tanto. Me había acostado con su novia, Luz, a
la que yo quería (tal vez más que él) y a la que yo velé, entre caricias y
besos, su fruncido y a la vez tranquilo sueño durante toda aquella larga y fría
noche en la que el viento marino de la madrugada no dejó de golpear, sin
descanso, el cristal de la única ventana de nuestra habitación de hotel;
recordándome, igual que un metrónomo, que el tiempo pasaba y se escapaba y yo,
aun sabiendo, permanecía callado.
->Dentro de dos semanas (el sábado 21 de diciembre) la quinta entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables
letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen
intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas
y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el
comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo
que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre
la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas
que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin
y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e
imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.