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Extracto de un correo
electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.
Si he de escribir sobre Juan Águila, no tengo más remedio
que retrotraerme a la excéntrica noche en la que, al igual que haría un par de
meses después, para pedirme el favor de que compusiera estas líneas, vino a mi
casa sin previo aviso y me dijo “cámbiate que vamos a cenar fuera, ¿te
apetece?”. La pregunta final parecía sugerir que mi amigo me estaba ofreciendo
o proponiendo que saliésemos a cenar algo y ponernos al día (llevábamos unas
semanas sin vernos), pero yo bien intuí, y lo supe además nada más abrir la
puerta y encontrármelo en mitad del oscuro descansillo (por qué no enciende la
luz cuando sube por las escaleras; es más, por qué sube siempre a mi apartamento
por las escaleras, ¡si mi bloque tiene ascensor!), con la gabardina colgando de
desigual manera de sus delgados hombros y el gesto cansado y entusiasta, una
extraña combinación…
Les decía que yo bien intuí que no me estaba invitando a
nada, sino que se encontraba convencido de que le iba a acompañar a donde fuera
que tuviese pensado llevarme. De modo que, a pesar de tener mi cena, una triste
tortilla de ajetes entre dos escuálidas rebanadas de pan, enfriándose sobre el
poyo de la cocina, obedecí y entré en mi cuarto, para salir cinco minutos más
tarde con los vaqueros ya puestos (adiós al gastado chándal de estar por casa)
y una chaqueta en la mano, por si refrescaba luego y la camiseta no me abrigaba
lo suficiente. En esta ciudad el tiempo cambia de un momento a otro.
Bajamos en el ascensor sin mediar palabra. Tuve que
volver a subir al apartamento porque con las prisas me había olvidado la
cartera y también el móvil, y sólo había cogido las llaves (menos mal, por
cierto, o me habría quedado en la calle). Juan me esperó abajo. No quiso subir
de nuevo. Al salir del portal, me lo encontré recostado junto a una farola
cercana. Jugueteaba con el móvil entre sus manos. Cuando reparó en mi
presencia, cada vez más próxima, se lo guardó en un bolsillo interno de la
gabardina y me dijo que anduviéramos hasta su coche. “Está a la vuelta de la
esquina”, dijo. Su voz me sonó un poco ida, puede que algo ausente; tal vez no
fue nada… A veces cuesta horrores explicar con palabras las sensaciones que uno
ha experimentado o que experimentó.
Escribía que cuando me sintió llegar a su posición, Juan
guardó el teléfono, por tanto, no alcancé a ver qué trasteaba en el aparato. Sí
que creo que consultaba algo y el fugaz vistazo que logré echar, imposible
jurarlo a ciencia cierta (no tuve tiempo), me hizo pensar en un mapa o algún
tipo de representación gráfica. Caminé anexo a mi amigo en silencio, cavilando
y tratando de adivinar qué me deparaba la noche, hasta su auto, un Renault
Mégane de color gris, adornada la luna trasera con una alargada pegatina que recordaba
los dos primeros títulos mundiales de Fernando Alonso en la Fórmula Uno,
2005 y 2006.
Se disponía a subir cuando Juan pareció recaer en algo y
no se adentró en el coche, lo rodeó y me indicó que me bajase, yo ya me había
sentado en la posición del copiloto. “Conduce tú, Ale”, fue su única
aclaración. “¿Y eso? ¿Quieres que lo lleve yo?”, no pude evitar preguntarle. Mi
amigo me miró y apostaría a que dudó, a que, por un momento, no supo qué
decirme. Miró a los lados, no había nadie, a esa hora de la noche (eran más de
las diez) y en lunes no es común ver gente andando por las calles de Teatinos;
sí que llegaba ruido de risas y charla del interior de los bares cercanos.
Satisfecho o, al menos, convencido de que nadie estaba cerca de nosotros, Juan
por fin se dignó a responderme y comentó: “Es una larga historia, por favor”. A
secas.
O aquella anoche me encontraba especialmente dócil o una
vez más mi amigo (creo que ya les conté a ustedes algo de acerca de su
capacidad para crear misterio) había conseguido inocularme una dosis letal de
curiosidad que me hacía querer saber qué lo tenía tan raro y silencioso, a
dónde pretendía llevarme; básicamente, qué le pasaba. El caso es que me plegué
a su petición y, un par de minutos más tarde, pasábamos junto al Hospital
Clínico y nos disponíamos a abandonar Teatinos, sentido Málaga.
Entonces Juan, que aún no se había abrochado el cinturón
de seguridad y desordenaba la guantera en busca de algo que no conseguía
encontrar, me indicó que tomase la ronda de circunvalación. “¿Hacia el recinto
de la feria?”, le pregunté. “Sí…”, respondió con el piloto automático, de forma
(otra vez) ausente, mientras su cabeza estaba concentrada en su infructuoso
rastreo; no sé cuántos papeles debía de tener guardados dentro de la pequeña
guantera del Mégane. “Vale, pero ponte el cinturón, tío, que vamos a meternos
en la autovía”, le ordené o le pedí, ni siquiera sé en qué tono le dije esto,
porque bastante tenía yo con hacerme con los mandos de aquel coche que no había
conducido en mi vida. Lo que no se haga por un amigo. “Ahora, ahora; claro,
tío; pero tú asegúrate que te incorporas dirección Cádiz, no Almería”, y así
comprobé, para mi sorpresa, aunque algunas sospechas ya me habían rondado la
cabeza, que no íbamos hacia Málaga ciudad. Por si fuese poco, encima nos empezó
a llover…
Ahora que es de día (aunque ya por la tarde) y estoy
sentado de forma confortable frente al ordenador y, entre pequeños tientos a la
taza de café, tecleo lo que ustedes están leyendo, y empiezo a ver lejanos los
sucesos de aquella noche que viví al lado de mi amigo Juan Águila, lo que los
difumina en mi olvidadiza memoria y me permite alguna licencia o adorno (será
mínimo, ya que no deseo incumplir mi compromiso con el narratario), me gusta
pensar que el cielo lloraba de risa en las alturas y por eso nos llovió. El
firmamento se desternillaba de nosotros o puede que no, que sólo se carcajease
de mí, secundado por la risa de Juan, ahogada y sepultada dentro de la
guantera.
No llegamos hasta Cádiz. El trayecto en coche fue mucho
más breve, aunque se hizo, a mí al menos así se me hizo, asombrosamente largo.
Procedo a explicarme. Bajo una apremiante lluvia, conduje en silencio por la
ronda de circunvalación hasta el Palacio de los Deportes Martín Carpena. Allí
abandoné la autovía y, a petición de Juan (me alegró sobremanera ver que había
cerrado la guantera y estaba quieto en su asiento, con el cinturón de seguridad
ya abrochado), me interné por la antigua carretera de Cádiz, la cual pasaba y
todavía pasa junto al aeropuerto.
Velozmente, empezaba a familiarizarme con los pedales del
Mégane y el tráfico brillaba por su ausencia; cruzamos varios concesionarios y,
tras dejar atrás una gasolinera y la entrada al polígono de La Azucarera, enseguida
nos encontramos atravesando la desembocadura del Guadalhorce. Las luces de la
torre de control parpadeaban ante nosotros, pequeños flashes intermitentes desenfocados
por la cortina de agua. Juan, que su inactividad había resultado ser
excesivamente efímera, encendió la luz interior del coche y un torrente
amarillo nos cayó sobre las cabezas. El río era una insondable mancha negra a
nuestra derecha. Entonces, desplegó mi amigo un mapa y su dedo índice (el
izquierdo, ya que Juan es zurdo) inició un errabundo recorrido entre las
cuadrículas de lo que parecía un vetusto y desfasado mapa de carreteras.
Las esquinas arrugadas y vueltas hacia arriba me hicieron
compadecerme de Águila, por lo que le pregunté: “¿Adónde vamos? Porque pareces
perdido”. “Nada de eso, nada de eso, Ale…”, me respondió y esta vez sí que
percibió mi imperiosa necesidad de información extra, de modo que añadió: “Todo
recto vamos bien. Cuando vayamos a pasar Torremolinos te indico”, y volvió a
imbuirse en su exasperante silencio. Dicho silencio me hizo reparar por primera
ocasión en la música que sonaba de fondo, tan bajo se oía que no me había
percatado de ella hasta ahora. Miré la radio. “TRACK 10”, leí, al lado de un
poco imaginativo y pixelado dibujo de un CD, en la pequeña pantalla del aparato
de música. “¿Qué suena, Juan?”, inquirí. “Es Tom Waits, ‘Rain Dogs’”, y yo me
reí como un loco. Aquello era realmente maravilloso, cómo no había imaginado el
título de la canción. Hubiese sido difícil encontrar una banda sonora mejor
para nuestra situación. “Muy apropiado, insuperable”, le espeté a mi amigo al
tiempo que un cartel anunciaba que estábamos adentrándonos en Torremolinos y la
lluvia ofrecía una tregua. Divisé un claro en el cielo y eso me hizo albergar cierto
grado de esperanza...
Minutos más tarde estacionaba el auto en una amplia calle
que, entre grandes hoteles y bloques de apartamentos, corría paralela al paseo
marítimo. Juan me había guiado hasta esa zona turística próxima al mar. Con
anterioridad yo ya había transitado esa parte de la costa, aunque no recordaba
mucho de ella. Sabía que a algo más de un kilómetro hacia el norte se extendía
el barrio pesquero de La Carihuela.
Nos apeamos del coche y mi amigo camino decidió hacia la
otra acera. De milagro se libró de que una furgoneta, que rodaba veloz, le
atropellase. Él no pareció inmutarse de tal amago de fatalidad. Un suelo
empapado por la lluvia caída hacía resonar nuestras pisadas en medio de una
atmósfera nocturna de luces difusas y anaranjadas. Pasamos de largo ante un bar
belga y también delante un chino. El litoral malagueño se encuentra atestado de
locales pertenecientes a extranjeros instalados en la provincia que, además,
atienden casi exclusivamente a clientes foráneos.
En el tercer local, en cambio, nos detuvimos. Águila me
dirigió un gesto que no supe descifrar y luego se internó en aquel
‘ristorante’. Yo le seguí. Al otro lado de las puertas de madera la cálida
atmósfera resultaba gratificante y acogedora. Un bigotudo y orondo camarero se
acercó a nosotros. Después de intercambiar unas pocas palabras, nos acompañó
hasta una mesa anexa al ventanal que daba a la calle. En silencio contemplé la
decoración del lugar. Las paredes, asimismo el techo, estaban atestadas de
banderines, bufandas y camisetas de cientos de equipos de fútbol, de todas las
nacionalidades y ligas.
Juan reparó en mi examen ocular y me preguntó si nunca
había estado antes allí. Le respondí que no. Él me aseguró que me iba a gustar,
que no me defraudaría. Aproveché el breve intercambio de frases para
interrogarle acerca del motivo por el que cenábamos en aquel sitio en concreto,
que nos pillaba excesivamente retirado y más, tratándose como se trataba
(siento la redundancia), de una noche desapacible y lluviosa. “Todo a su
tiempo, Ale”, me aplacó, para posteriormente añadir: “¿Qué vas a beber?”. Como
desconocía si me iba a tocar conducir durante el trayecto de vuelta, pedí una
coca cola; Juan, por el contrario, dijo que tomaría un botellín de cerveza. El
raudo camarero trajo las dos bebidas y nos dejó un par de cartas. Mientras las
ojeábamos, extrajo un encendedor de uno de los bolsillos de su chaleco y, con
aprendida habilidad, dio lumbre a la vela que, circunvalada por una copa de
cristal grueso y algo mate, presidía la mesa de cuadros rojos y blancos del
tramado mantel.
Con voz cantarina el camarero anunció que volvería
enseguida, cuando supiésemos qué plato deseábamos. Y, a continuación, se marchó
a atender una de las otras dos mesas que estaban ocupadas: en una de ellas
había una pareja de jóvenes, parecían (o a mí me lo parecieron) novios, y en la
otra un matrimonio ya avejentado daba cuenta de una opípara cena… El local en
sí, tan italiano en los colores y la ornamentación, fuera había podido ver que
el toldo de la terraza se hallaba pintado con los colores de la bandera del
país con forma de bota; desprendía confortabilidad.
Uno estaba cómodo en el interior y el olor procedente de
la cocina resultaba, como poco, delicioso. Era aquel un buen ‘ristorante’. De
momento, a falta de yantar las viandas, se llevaba mi aprobado y así se lo hice
saber a Juan, que no se inmutó y creo que ni tan siquiera me escuchó. Le veía
enfrascado en la lectura, prácticamente jeroglífica (de la atención que le
estaba dedicando), de su carta. Mas no tomé a mal su indiferencia, sino que me
dio absolutamente igual. Qué sé yo… Empezaba a invadirme un sentimiento de
optimismo, quizá la noche no iba a transcurrir de forma tan mala, después de
todo.
Presto como un rayo volvió el orondo camarero. Ahora pude
observar su frondoso y rubio bigote. Ese sujeto se me antojaba tan arquetípico,
tan ‘stromboliano’, como la propia decoración de la pizzería y/o ‘ristorante’. Empezó
a tomarnos nota. Yo sabía lo que quería, una lasaña. Pero mi querido Juan se
adelantó y pidió primero; a veces su falta de modales se vuelve completamente
reprobable: “Buey a la langosta aliñado, por favor”. Nada más haber salido las
palabras de su boca me sentí profundamente avergonzado. El camarero no
descompuso el semblante y objetó un cordial: “¿Perdone, señor?”. “Sí”, repitió
Juan: “Le he pedido”, y lo pronunció muy lentamente, como si estuviese hablándole
a alguien duro de oído: “Buey a la langosta aliñado”.
“Pero me temo que tal plato no está en el menú,
caballero”, dijo el amable empleado del establecimiento al tiempo que miraba a
izquierda y derecha, implorando una ayuda que sentía no le iba a socorrer. “Ya,
ya…”, Juan estaba glacial, impávido: “Vaya a la cocina y pregúntelo; seguro que
algo queda”. Y, seguidamente, extrajo mediante un veloz movimiento de mano un
billete verdoso (¡100 euros!) que guardó en uno de los bolsillos del chaleco abotonado
al inflado torso del camarero. Éste último se marchó circunspecto, no sin antes
garantizar que regresaría en breve, en cuanto supiese si la solicitud del
caballero podía ser atendida.
En el momento en que volvimos a estar los dos solos,
atosigué a Juan a preguntas y esta vez no iba a dejar que me aplacase con
evasivas. Quería saber de qué iba todo aquello, por qué se encontraba tan raro
y silencioso o si no… Le garanticé que me iría de allí y se las averiguaría sin
mí. Lo tenía muy claro y de este modo se lo hice saber, pienso que fue una
amenaza en toda regla la que vomité sobre mi amigo. Seguramente, así la
percibió él, ya que comenzó a soltar prenda, como suele decirse. Fue en este
momento cuando por primerísima ocasión escuché el nombre de Amadeo Garrido. La
historia, ustedes la sabrán ya mejor que yo, por lo que no citaré salvo lo
imprescindible, emana de un encuentro que mi amigo tuvo con el tal Garrido.
Juan debía entrevistarlo para el periódico en el que trabajaba y, de forma
inesperada, en mitad de la conversación surgió el nombre de Elston Gunn…
“Ale, ¿te acuerdas de Elston Gunn?”, me inquirió Juan en
tono bajo y con el rostro cerca de la vela que nos iluminaba. “Por supuesto”,
contesté, “cómo no voy a conocerlo; en esta ciudad, en esta país, es una celebridad.
Todo el mundo sabe de él y sobre todo tú, Juan, un maldito experto en la
materia; te he escuchado batallitas de todo tipo acerca de Gunn”. Mi amigo sonrió
complacido, luego me afirmó: “Pues bien, Garrido me relató una historia curiosa
sobre la existencia de una canción de Gunn que casi nadie conoce, que no
aparece en su discografía, que fue grabada días antes de su muerte y en
compañía del mismísimo Tom Waits; sólo se tocó una vez en un concierto
realizado en una playa durante una noche de San Juan…”. “Espera, espera”, le
interrumpí: “O no hablas o no callas. Por favor, ve por partes que me pierdo…
Ah, y antes de que prosigas vuelve al principio, ¿qué tiene que ver todo eso
con qué cenemos hoy aquí y pidas ese plato imposible? Juan, a veces no creo que
estés en tus cabales; es como lo de hacerme conducir tu coche sin…”.
Todo eso descargué sobre mi amigo, que la verdad es que
me tenía bastante harto (por mucha curiosidad que sus planes me provocasen),
pero no me pude desahogar más, debido a que cuando me hallaba en mitad de mi
iracundo parlamento sentí la voluminosa presencia del camarero, que aguardaba
junto a la mesa, con una boca sonriente bajo el frondoso bigote. Por tanto,
reprimí mi cólera y le pregunté con la cabeza que qué pasaba. Sin borrar su
expresión victoriosa, comentó éste que la solicitud del caballero iba a ser
atendida, de modo que, por favor, le siguiésemos hasta la cocina. Ahora que
echo la vista atrás se me antoja que este fue el momento de la noche en el que
comprendí que nada de aquello tenía sentido, pero no, nada de eso. Todavía me
quedaba demasiado inverosímil y absurdo por vivir… No obstante, durante aquella
velada no tuve tiempo a siquiera una fugaz reflexión y estas cavilaciones me
sobrevinieron ulteriormente. Antes de terminar su frase, Juan ya se encontraba
de pie y caminaba en pos del camarero rumbo a la cocina. Yo les imité. Crucé el
salón del ‘ristorante’, donde de repente caí en el enfado que tenía el hombre
joven, miembro de la supuesta pareja de novios que nombré con anterioridad...
Los tres atravesamos una alta puerta batiente, similar a las del viejo y lejano
Oeste, y nos adentramos en la parte trasera del local. Los insultos e
improperios que el posible novio lanzaba a otro camarero se silenciaron una vez
que el aleteo de la puerta quedó quieto, con nosotros (Juan y yo, y el camarero)
del lado opuesto.
Aquella cocina no era común. Algo irradiaba de ella, de
sus estantes, de sus cacerolas, de sus fogones… No consigo explicarme con mayor
claridad. El caso es que la estancia me puso en alerta desde el primer momento.
Y la repentina aparición de la anciana y menuda cocinera, con sus ojos hundidos
y su pelo abundante y blanco recogido en un moño que estiraba los surcos de la
piel de su rostro, no ayudó a que me calmase. A mi vera Juan parecía
expectante, mas tranquilo, como si la situación fuese tremendamente común. La
voz quejosa y profunda de la chef nos dio la bienvenida. Su español aún
guardaba, pese a los años en la península que deduje debía de llevar, un fuerte
acento italiano. Vi cómo se guardaba el billete de cien euros en el interior
del batín y, seguidamente, inició un peculiar trasteo del contenido de una
inmensa olla.
El camarero, ahora menos sonriente, nos invitó a que nos
aproximáramos infinitesimalmente a la anciana mujer y su vetusto caldero. La
luz en la cocina se proyectaba mortecina, procedente de pequeños focos
polvorientos ubicados aquí y allá; la combinación de haces, con sus estudiadas
sombras y formas, teñía el espacio de un tono dorado oscuro, dentro del cual el
aire se antojaba denso y esponjoso. El bigote del camarero se había tornado de
un rubio más intenso. Aunque esta descripción no ha de ser tomada al pie de la
letra, ya que adelanté antes que aquel lugar me afectó de cierta y extraña
forma, que alteró mi ecuánime sentido de la percepción de inexplicable modo…
El ruido de un mozo lavando los platos en un lugar perdido
de la recóndita cocina, que tenía que quedar en un punto invisible para
nosotros, me hizo girar bruscamente la cabeza. Cuando miré de nuevo hacia
adelante vi a Juan un par de pasos más cerca de la cocinera. Ella preguntó
quién era la persona por la que preguntábamos. Juan pronunció entonces el
nombre de Elston Gunn. Se sonrió la mujer e inició un lento y constante movimiento
circular de su cucharón dentro de la olla, bajo la que el fuego había cobrado
fuerza y calentaba concienzudamente lo que fuese que aquel receptáculo cobijase.
Quise asomarme para ver el interior de la perola, pero el bigotudo empleado me
agarró del brazo y me recomendó que no lo hiciese. “La chef sabe lo que se
cuece; ésta es una labor carente de peligro, pero no conviene confiarse en
exceso, amigo”, me susurró al oído.
Contemplé a Juan y vi sus ojos demasiado abiertos y desenfocados.
Qué hacíamos delante de aquella mujer y su olla. Como si ella hubiese oído mis
quebrantos mentales, se dirigió a nosotros y habló lentamente a la par que
rebuscaba entres sus especias e iba volcando alguna de ellas en el interior de
la inmensa cacerola (con cada nuevo condimento emanaba un gas de color variable
y se oía un chapoteo): “Ya no quedamos muchas que sepamos preparar estas
recetas”, pronunció con exasperante parsimonia; añadió luego: “Sin embargo, los
guisos y las salsas poseen la virtud de conectar realidades; casi nadie lo cree
pero, si se siguen los pasos certeros y precisos, pueden unir lo vivo con lo
muerto y reclamar la presencia del que desapareció…”. Su discurso cayó víctima
de una atropellada risotada de júbilo. Yo no podía creer todos los disparates
que la señora, probablemente senil, nos estaba contando. No obstante, el
camarero y sobre todo Juan parecían aceptar como verdad absoluta lo afirmado
por esa mujer.
“¿Pero qué tontería es ésa?”, vociferé. Fue Juan el que
me respondió y el que me instó a callar cuando, según él, nos hallábamos ante
un momento ‘trascendental’: “Ale, en algunos sitios te leen el futuro en los
posos de café, en otros te echan las cartas para horadar el porvenir y aquí el
espiritismo reside dentro de esa perola; Elston Gunn nada sumergido en esa
salsa”. Tuve que contenerme para no zarandear a mi amigo por los hombros.
Menudo imbécil.
El silencio se instaló en la cocina y sólo la chef se
atrevió a quebrarlo al susurrar: “Ya debía haber aparecido… Tarda demasiado… Parece
que no perteneciese al orbe de…”. Agarré a Juan del hombro y tiré de él.
Necesitaba huir de allí. El estampido de una burbuja me frenó. Mis ojos
percibieron el humo grumoso y negro que se elevaba de la olla y, esta vez era
distinto, danzaba delante de nuestros sorprendidos rostros, empezando a
adquirir cierta constitución. Me disponía a blasfemar cuando observé que el
humo se deshacía de nuevo en la nada más absoluta. La anciana se esforzaba en
remover la olla y recitar extrañas palabras entre dientes, mientras luchaba por
mantener vivo el guiso o salsa o…
La puerta se abrió entonces de un fuerte golpazo y entró
por ella el joven novio de una de las mesas que tan airado había parecido mostrarse
desde hacía rato. Le seguía, pegado como una sombra que intentaba detenerle, el
camarero amonestado. “Se van a enterar, tratar de esta forma a unos clientes…
¡Cuánto más tendremos que esperar si puede saberse!”, pronunciaba cada frase a
borbotones, como ladridos, preso de una furia desatada que contrarrestaba con
su imagen elegante y su ropa aseada, y un afeitado impecable. Al vernos a todos
de pie junto a una gran olla de la que salía un cada vez menos danzante humo,
se calmó levemente. Dirigió su ira al bigotudo y orondo camarero y a la
anciana, visiblemente molesta por la interrupción y los problemas en su
potingue, y advirtió: “Mi novia y yo nos vamos de aquí, pero no quedará así la
cosa. ¿Saben quién soy, majaderos? ¡José Antonio Tapia! Óiganme, impresentables,
¡José Antonio Tapia!”. Entre los dos empleados le acompañaron hasta la salida
de la estancia y sus gritos se perdieron más allá de ella.
Una vez recobrado el quedo silencio, la anciana se colocó
junto a Juan y le devolvió el billete. Se excusó diciendo que no estaba la
noche para preparar cierto tipo de recetas. Según parece, los espíritus andaban
inquietos y el ambiente en el ‘ristorante’ no resultaba el más idóneo (me lanzó
en ese instante una mirada furibunda). Águila cogió los 100 euros y salimos del
establecimiento sin decir adiós. No había ni rastro del cliente colérico ni de
su novia. El matrimonio ya mayor también había desaparecido. En la calle, donde
de nuevo llovía, mi amigo se ahuecó la gabardina sobre los hombros y miró unos
momentos en lontananza, la vista perdida en lo que intuí pensamientos difusos.
“Juan, ¿estás decepcionado? ¿No pensarías que esa vieja de verdad nos pondría
en contacto con el espíritu de Elston Gunn?”, y me reí al terminar de haberlo
dicho. “Claro que no”, me objetó él, para puntualizar después: “Ya que Gunn
está vivo, como sospechaba. Eso veníamos a comprobar”.
“No esperabas que lo de la olla funcionase… ¿Pero tú
habías visto a la vieja hacer esto con anterioridad?” Mis preguntas no hallaron
contestación alguna. Juan Águila ya andaba decidido hacia el coche. Por mi
parte, aligeré el paso para ponerme a su altura y, como dos ‘rain dogs’, como
dos perros de lluvia (esos a los que canta Tom Waits con su voz ronca e imposible),
nos filtramos en la noche sin rumbo cierto, al menos sin que yo supiese cuál
era, en busca de nuestro siguiente destino… Y sin haber cenado, permítanme que
resalte esto último.
->Dentro de tres semanas (el sábado 11 de enero) la sexta entrega verá la luz. ¡Disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.