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Conversación
telefónica mantenida con Lucía Zamora.
Agosto, 2013.
Durante un rato estuve realmente preocupada. Mi plan se
deshacía como un azucarillo dentro de un vaso de agua. Sin embargo, de repente
le vi y eso me tranquilizó. Y, diría más, llegué a relajarme por completo ya
que, pese a que yo urdía esa tela de araña y era la que le esperaba y debía
localizarle y ganarme su confianza, fue él el que primero reparó en mi
presencia y el que, desde ese preciso momento, no me quitó los ojos de encima
de una forma bastante descarada, facilitándome todo tanto… O, al menos, eso
pensé yo en un principio cuando le observé dejar su bandolera y una pequeña
maleta en el espacio superior destinado a tal fin y ocupar, luego, una plaza a
escasas filas de mí, un asiento que le colocaba de cara al mío (yo me hallaba
sola situada en una de las mesas para cuatro pasajeros); frente a frente, sus
grandes ojos azules tras las amplias lentes, los dos éramos prácticamente los
únicos pasajeros del vagón, viajeros de un tren que a velocidad vertiginosa
cruzaba la geografía andaluza rumbo a Córdoba. Aquella fue la noche que conocí
al impredecible Juan Águila, enigmático sujeto con el que una nunca sabía a qué
atenerse; sí, eso lo descubrí muy pronto.
No aguantó muchos minutos en su asiento y, apenas hubimos
abandonado la estación de María Zambrano, la zona periférica de Málaga todavía
corría frente a nosotros al otro lado de la oscura ventanilla, se levantó y con
andares seguros pero prudentes se aproximó hasta mi mesa. Educadamente me
consultó si me importunaba que se sentara allí. Según me dijo, quería
aprovechar el tiempo del viaje para revisar unos papeles y componer unas notas
y, claro, para él sería muy ventajoso disponer de una superficie sobre la que
descargar su cúmulo de folios. Le respondí que no me molestaba en absoluto y
que se pusiese cómodo. Él sonrió de forma enigmática y volvió sobre sus pasos.
Asió la maleta y la bandolera, y las cambió de sitio. Antes de depositarlas en
el espacio destinado a tal fin, esta vez dicho espacio se hallaba sobre la
mesa, extrajo unas libretas y varios documentos grapados. Aún no se dejó caer
sobre el asiento, sino que rebuscó en el interior de la chaqueta que portaba.
Su mano izquierda reapareció ante mi vista con un par de bolígrafos azules. Una
vez acomodado, se enfrascó en la lectura concentrada de sus hojas y sólo
despegaba los ojos de aquel material impreso para anotar alguna que otra frase
o palabra en una de las libretas; eran cuadernos de hojas lisas, sin tramados
de líneas o cuadros, simples hojas blancas. Por mi parte, yo fingía leer una
novela y le estudiaba con detenimiento; el viaje acababa de comenzar.
Intentaba componerme una estudiada idea acerca de Juan
Águila. Había leído sobre él, también había escuchado cosas de su vida; pero
ahora le tenía delante de mí y debía llevar a cabo mi propósito, mas no sin
antes destriparle ocularmente, radiografiar sus maneras y sus tics, desentrañar
todos los pensamientos que se escondían detrás de sus grandes gafas de ver en
unos ojos extraños y profundos y, ya lo he especificado antes, azules. Esperaba
que fuese más alto, la verdad. Sí que, como me lo habían descrito, también
había caído en mis manos alguna que otra foto de él (pero nunca me fío mucho de
ellas, ya que en una imagen pueden sacarle a una desde tal o cual ángulo y así
dar una apariencia de lo que no se es; todo se ve muy distinto cuando el trato
se vuelve en persona), era muy delgado y le envolvía un aura de misterio, de
misterio triste si me permites la puntualización. Águila vestía, qué bien
recuerdo esto, una estrafalaria camisa azul atestada de lunares blancos y
agradecí sobremanera que el aire acondicionado del vagón no le invitase a
deshacerse de la chaqueta de corte deportivo que me libraba de la visión
completa y devastadora de aquella blusa de decoración escalofriantemente retro.
Y es que hacía frío dentro del tren, yo no me había quitado la cazadora.
Entre ojeadas y mentirosos fogonazos de atención al libro
que reposaba entre mis manos, le descubrí un par de veces mirándome de soslayo.
Algo le inquietaba, lo supe enseguida. Poco después, su descaro mutó y pasó a
ser absoluto. Juan dejó el bolígrafo con sus congéneres, descansando sobre la
lisa superficie de la mesa, y se quedó observándome con fijeza. Qué sencillo
todo, menudo imbécil. Falsamente molesta, apoyé el libro boca abajo en mi
regazo y le devolví la escrutadora mirada. Su sonrisa me hizo esbozar a mí
otra. Bajo el desordenado y voluminoso pelo de la cabeza, su pose me resultó
momentáneamente conmovedora. Pero estoy bregada en mil batallas y no me iba a
ablandar por su gesto de inocente memez. Tal vez en este punto no supe apreciar
el poso de brillo inteligente que latía bajo su apariencia externa. Estoy dispuesta
a reconocer que quizá me equivoqué y le prejuzgué con excesiva premura. Qué
distinto es todo cuando se recuerda y ya no tiene arreglo porque ha sucedido y
no se puede deshacer. Entonces, todos decimos aquello de que tuve que haber
sido más avispada y haber intuido o conocido sus recónditos intereses…
Ah, decía que me quedé mirándole y devolviéndole la
sonrisa. Los dos estuvimos unos eternos instantes así, frente a frente en
silencio, sólo separados por la mesa, una sucesión de inertes túneles se
desplegaba en el paisaje por el que galopaba el potente tren de alta velocidad.
El recorrido entre Málaga y Córdoba se cubre en algo menos de una hora de
reloj, por lo que no podía dormirme en los laureles aunque, como de veras me
ocurría, estuviese disfrutando con la confección de la red que le atraparía
fácilmente; Águila me parecía más que dispuesto a dejarse embaucar. De modo
que, sin perder más tiempo, le pregunté qué miraba con tanto interés. “Diría
que a ti”, me respondió. “Pero no te alarmes”, prosiguió, “que sólo bromeo. ¿Me
dejas hacerte una pregunta?”. Le aseguré que no había ningún problema, pero que
para ser precisos le dejaba hacerme otra pregunta, puesto que al inquirirme ya
había formulado la primera de sus cuestiones. Él se rió a mandíbula batiente y
simuló aplaudir en señal de aprobación. Entonces fue cuando me preguntó si yo
era lectora de El sol del Sur y supe
que no había dado puntada sin hilo, cada vez le tenía más a mi merced.
“Jamás he oído hablar de ese periódico o revista; lo
siento, no lo leo”, le contesté. Juan me comentó que aquello le parecía harto
curioso y me aclaró que se trataba de un diario, no de un magacín. A
continuación, me comentó que lo sacaba a colación porque él trabajaba allí y
hacía pocos días había publicado una reseña sobre el libro que yo leía en esos
momentos. “Es una casualidad tonta, lo sé, pero no por ello me parece propio
dejar de mencionarla”, matizó. Agarré el libro y lo sostuve delante de mi cara
como si lo viese por primera vez. Era La
última noche en Twisted River, una novela del escritor John Irving. Le dije
a Juan que sí que era toda una coincidencia y añadí que me encantaría leer su
texto para ver si coincidían mis criterios con los de un reputado crítico
literario en prensa. Aquello le provocó otra carcajada. A Águila todo
aparentaba hacerle gracia, desconozco si real o fingida.
Me aclaró que él no trabajaba como crítico literario,
aunque sí realizaba de vez en cuando las tareas puntuales como si fuese uno de
ellos. De hecho, argumentó que, según la ocasión lo requiriese, escribía para
el periódico acerca de cualquier asunto noticiable: sucesos, crónicas
deportivas, crítica de libros, denuncia social, horóscopo (campo en el que
aseguraba estar volviéndose un experto cuando se trataba de fallar cualquier
adivinación respecto al provenir)… Aprovechó Águila este momento para
disculparse y, como él mismo puntualizó, presentarse como era debido. Yo le
correspondí diciéndole mi nombre y él me estrechó la mano. Noté su tacto suave
y algo blando, pero no me desagradó.
Permanecimos brevemente en silencio. No largo rato.
Seguidamente, Águila me preguntó mi opinión sobre el libro; a él le había
encantado, lo que le había animado a escribir la crítica para el diario. Le
conté que mi personaje favorito era el de Ketchum y, al instante, vi como un
brillo resplandecía en sus ojos. Me estaba asegurando de pulsar las teclas
precisas. Luego, le hablé de lo acertada que me parecía la trama en sí. Diserté
sobre el misterio y la huida del cocinero Dominic y su hijo Danny de aquel
accidentado y fortuito crimen, y la evolución de los personajes con el tiempo.
Y, por supuesto, di mi opinión acerca del carismático y barbudo Ketchum y sus
excentricidades. Juan no tardó en sacar a colación diversos episodios de la
novela.
Le pedí que no me diese muchos detalles, ya que todavía
la llevaba a medias. Él juró solemnemente, y por primera vez intuí con certeza
la parcela cómica de su personalidad, que jamás me revelaría nada que pudiese
estropearme un emocionante giro de la trama. Empecé a comprender que aquel
peculiar hombre se tomaba todo a broma; todo a broma, pero al mismo tiempo todo
le parecía tremendamente serio. Sé que te puede resultar contradictorio, pero
para nada lo es. Deja que me explique. Su humor era un mecanismo de defensa, una
herramienta tan precisa como un mísil teledirigido, así de trabajado lo tenía.
Representaba el escudo bajo el que escondía lo que fuese que guardase. Supe por
cómo me miraba que, al contrario de lo que pudiera parecer, no me costaría
llegar a su interior. Algo de mí le atraía, siento sonar presuntuosa. Pero
debía ir con cuidado, tenía que ser efectiva, resolutiva, pero sin despegar los
pies del suelo ni un instante…
Ahora que ya nos habíamos presentado de la forma usual y
había quedado claro entre nosotros que ni yo iba a leer ni él iba a retomar sus
notas, ahora sí podíamos hablar con calma y yo podría hurgar en busca de la
información que tanto ansiaba descubrir. Me había llevado medio trayecto, pero
la red estaba urdida; él se había instalado cómodamente en ella. De modo que le
pregunté para qué se dirigía a Córdoba. De forma embustera sugerí que a lo
mejor visitaba a su familia. “No, nada de eso”, me indicó él, “es todo mucho
más laboral; digamos que hay un libro que estoy preparando…”, y se detuvo y
miró a ambos lados, aun a sabiendas de que nadie nos oía, y retomó su
parlamento: “Verás, no quiero seguir en el periódico para siempre”. Hice gesto
de asentir y me mostré comprensiva. Le halagué refiriéndole lo polifacético que
decía ser, que si escribía en prensa, pero también sabía facturar una crítica
literaria y, además, componía un libro. Que todo se me antojaba muy interesante
quise que creyera, pese a que en el fondo sí que sentía verdadero interés por sus
tejemanejes. Aclarándole que no pretendía ponerle en un apuro, le pedí que me
contase (si podía), algo más de ese libro. “¿Qué o quién hay en Córdoba que te
obliga a ir?”, le pregunté al tiempo que echaba el cuerpo hacia delante y mis
ojos se clavaban en los suyos, a una novela y sólo unas hojas grapadas de
distancia.
No dudó ni se paralizó. No lo valoró con mesura. Juan
Águila me respondió al instante, mas no tuvo tiempo de explicarse debido a que,
a la segunda palabra que salía de los labios que escondía su barba de pocos
días sin afeitar, el tren frenó abruptamente y, tras un par de leves sacudidas,
quedamos detenidos en medio de un campo verde negruzco, una extensión dividida
en dos por la línea ferroviaria, con la luna sobre nosotros y la noche bañando
la tierra que horadábamos. Tres segundos después de parar nuestra marcha, no
dio tiempo a siquiera preguntarnos qué había sucedido, se fueron todas las
luces del vagón y nos hallamos a oscuras. Nada se veía dentro del tren, ni
rastro de las supuestas luces de emergencia para estos casos. Afuera, los
campos brillaban con la luz irreal que caía del firmamento. Dentro, nada se
veía ni oía. Los dos estábamos inexplicablemente silenciosos.
Dentro de mi cabeza yo elucubraba acerca de la
posibilidad de un improbable fallo en el suministro eléctrico, cuando sentí que
una rápida presencia me rozaba, fue una estela etérea que cruzó a mi lado y se
perdió en las profundidades del tren no sin antes haber acariciado mis labios
con dulzura. Todo mi cuerpo la había sentido e incluso juraría que el pelo se
me meció ante su paso. Temí que Juan se hubiese levantado y, tras la caricia,
pretendiese huir, propiciando que todo mi plan se escapase en lo ignoto de la
noche. Ahora caigo en lo absurdo de mi miedo, ya que no tenía dónde meterse
dentro del tren. Pese a ello, al momento me giré y busqué entre las sombras. De
repente, volvió la luz y el crepitar de los potentes motores diesel, que recuperaron
su perdido empuje. Nada vi en el pasillo del vagón ni más allá.
Miré al frente y Juan Águila seguía allí, impasible. Su
pose era la misma que antes del apagón eléctrico, como si el tiempo se hubiese
congelado para él. Me miraba con incomprensible devoción. “No tengas miedo,
estas cosas a veces pasan; no será nada”, me dijo en tono quedo, su voz era
opuesta a la viveza de sus ojos azules. Sin comprender, le pregunté si había
sentido a alguien pasar corriendo a nuestro lado; le pregunté también si se
había levantado o si había ido a algún sitio, aunque sabía que aquello no había
sido posible por falta de tiempo y porque no había sentido nada en los momentos
de oscuridad, aparte de aquel extraño roce o caricia desconocida y su fugaz
paso. “¿Te ibas?”, le inquirí asustada. “¿Adónde? Estamos en un tren en mitad
de ningún sitio; no creo que uno puede bajarse así como así”, me respondió y
volvió a reírse, y yo sentí alivio, pero también algo de miedo. Y, sin valor
para sonsacarle si era él el que se me había acercado, presentí aterrorizada
que mi tela de araña no se encontraba tan fantásticamente urdida como yo barruntaba…
Pero nuestra charla, al igual que el veloz avance del
tren, siguió sin más contratiempos y en un breve suspiro, tras algunas
obviedades y la más baladí de las chácharas, desembarcamos en la estación de
Córdoba y cada uno siguió su camino, separándonos por medio de una cordial despedida.
En esos momentos me pareció que el apagón y, sobre todo, la dulce caricia en
mis labios habían sido soñados; lo aduje todo a un inesperado embelesamiento
mental a raíz de una enana, momentánea y puntual avería mecánica que la
subjetividad había dado peso y valor en mi psique. Todo eso pensé y hasta
empecé a creérmelo. Sin embargo, ya en la cama del hotel, antes de dormirme,
únicamente iluminada por la borrosa luz amarilla de la lámpara de noche, abrí La última noche en Twisted River y me
encontré, en medio de la página por la que me había quedado leyendo en el tren,
una blanquecina tarjeta que jamás había visto. En ella se encontraban
caligrafiadas unas seleccionadas palabras (y un número de teléfono) que, al
examinarlas, me provocaron un abanico de inexplicables sensaciones que me mantuvo
despierta toda la madrugada de aquella noche en la que traté por primerísima
vez al enigmático Juan Águila.
->Dentro de dos semanas (el sábado 7 de diciembre) la cuarta entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.