La vio envuelta en limón y se enamoró perdidamente de
ella. El sentimiento le sobrevino con pasmosa rapidez; al menos eso fue lo que tiempo
atrás dijo Juan Águila cuando me relató este peculiar pasaje de su vida. Hace
años que no veo a mi viejo amigo y tampoco sé nada de él, no resultaría
descabellado afirmar que ya pertenezco a su pasado remoto; pero, como
últimamente he leído su nombre y apellido en numerosos titulares de prensa, y actualmente
parece gozar de cierta inusitada popularidad, ha vuelto a mi memoria el hecho
que a continuación narro. Éste me fue contado, como ya aseguraba más arriba,
por el propio protagonista y, sin obviar el carácter baladí y trivial del
asunto en sí, creo que su revelación ayudará, a la persona que se vea impelida
por la curiosidad y lea hasta el punto final de este escrito, a conocer un poco
mejor el carácter impredecible y mutable de Juan Águila, hombre capaz de todo
pero perturbadoramente tendente a la nada más absoluta.
Empezaba el texto señalando el origen abrupto y
fantasioso de la pasión que embargó a mi amigo. Y es que una noche, para nada
distinta de las precedentes, Juan soñó con ella y su razón quedó prendada,
atada al recuerdo del primer vistazo. Según las palabras que me dirigió, en
mitad de la bruma gris y granulosa de su inconsciencia surgió una figura de
rasgos y contornos difusos, una silueta de mujer que bailaba sola con la
vertiginosidad de una peonza. Y estaba envuelta en limón, de este modo me
refirió el detalle que tanto le cautivó. Cuando le pedí mayor aclaración, Juan
Águila procedió a describirme lo que yo fabulé en mi cabeza como un vestido de
color amarillo intenso, plagado de pliegues y molduras, una prenda de
incontenible vuelo y asombrosa belleza. Sus palabras sobre aquel (para mí)
intrascendental suceso onírico resultaban vívidas y especialmente inspiradas.
Me comentó, asimismo, que durante toda la duración del sueño se limitaba a
contemplarla; la veía danzar eternamente con gráciles ademanes mientras él
filmaba ocularmente un improvisado plano secuencia.
Parece ser que, a la mañana siguiente, despertó Juan
todavía preso del amor emanado del subconsciente. En esas se hallaba,
intentando afrontar su rutina cotidiana mientras su ser se rebelaba y le
instaba a regresar a la esfera del sueño, cuando quiso la fortuna que al salir
de casa rumbo a la facultad se diese de bruces con una chica que hacía lo
propio (es decir, que también abandonaba su bloque), sólo que procedente de un
portal al otro lado de la calle, e iba envuelta en un llamativo y colorido
vestido amarillo limón. La coincidencia no pasó desapercibida para Águila que,
anonadado, la observó marchase hacia el Oeste con pasos decididos. Una vez la
hubo perdido de vista, Juan se quitó las gafas y las limpió a conciencia,
usando la tela de su camiseta como gamuza. No daba crédito.
A mí aquel encuentro se me antojó en su momento (y ahora
también se me antoja, no he cambiado de parecer) como totalmente casual, nada a
lo que deba dedicarse ni un ápice de atención. Sin embargo, mi amigo me confesó
que para él no fue tan sencillo. Surgió en su sentir el germen de una idea
absurda pero que, ante la propensión evocadora de Juan, cobró fuerza: no había
sido una coincidencia verla por primera vez después de haber soñado la noche
anterior con una preciosa bailarina envuelta en limón. Jamás me atrevería a
concluir que Águila tenía fe en el destino o en la convergencia de los astros,
por decirlo de alguna forma medianamente comprensible. Mas de sus palabras, y
por lo que le conocía o, mejor dicho, por lo que le conocí (llevo años sin
tratarme con él, ya lo he indicado), deduje que sus pensamientos albergaban
cierta creencia en lo premonitorio de su sueño. Incluso, como era aficionado a
escribir y su mente recorría a veces la senda de lo imaginado y lo fabulado,
apostaría a que Juan en más de un momento sintió que aquella chica del portal
de enfrente había escapado de las invenciones de su cabeza, que un poder ignoto
le había dado forma y corporeidad la misma noche que él la había contemplado
danzar mientras su cuerpo dormía.
Si tal ramillete de incoherencias brotó de su raciocinio
tras haberla visto tan solo una mañana, qué no sintió cuando al día siguiente
se repitió el encuentro y los dos abandonaron al mismo tiempo sus respectivos
hogares y ella, de nuevo, llevaba una prenda amarilla, en este caso un
sombrero. Nada de todo aquello lo había soñado Juan, ni mucho menos pensado;
pero a él no le importaba ya que, como me dijo, había sembrado sus embelecos a
raíz de la primera visión que tuvo de la chica. En su cabeza una fórmula matemática
imposible había cuadrado y, desde ese instante preciso, decidió actuar en
consecuencia.
Y cada mañana ambos se encontraban, casualmente
coincidentes, y ella jamás dejaba de portar un elemento amarillo, del intenso
amarillo del limón: bufanda, bolso, chaqueta, jersey, blusa, botas y hasta
gafas de sol. A cada nuevo descubrimiento más se convencía Juan de lo fabulado
por él, de lo ya decidido, de toda la presuntamente compleja situación.
Además, las fugaces visiones de ella se extendieron no
sólo en el tiempo (ahora se la cruzaba a cualquier hora del día), sino también
en el espacio. Por tanto, se la topaba de frente por todo el barrio, desde la
farmacia y el vetusto videoclub hasta en la panadería y el estanco, incluyendo cafeterías
y el supermercado; volviendo completamente inevitable que Juan Águila le
dirigiese la palabra e iniciase un creciente trato de cordialidad y confianza.
De no haberla visto nunca, después de llevar años
viviendo en la misma casa sin haberse mudado, a no dejar de hallarla jornada
tras jornada. A mi amigo le parecía ésta una sucesión de hechos difícil de
asimilar y explicar salvo mediante su cada vez más afianzada creencia en lo
premonitorio de su sueño, que le comenzaba a parecer una visión del futuro. Cuando
me refirió Juan este pasaje vital, en la actualidad perdido dentro del
territorio de lo pretérito, indicó que poco a poco fue conociendo detalles de
la joven. Eran cortas las charlas que mantenían cuando se cruzaban, pero a
través de ellas supo su nombre, que acababa de concluir su carrera, que había
bailado durante años (¿de nuevo coincidencia?), que su familia residía en otra
ciudad… E innumerables detalles que le fascinaron y enamoraron.
Finalmente, Juan se atrevió a invitarla una noche. Le
propuso salir a tomar algo y conocerse mejor. Y ella aceptó encantada. Y, lo
que es peor, la cosa fue de maravilla. Digo lo que es peor porque, si antes he
obviado la actitud levemente obsesiva de mi amigo con su fijación por el sueño
y el amarillo limón, a partir de este punto de la historia me cuesta horrores mostrarme
imparcial y no juzgar severamente el comportamiento de Águila; en fin…
Antes escribía que aquella no denominada cita transcurrió
de forma fantástica. Los dos encajaban y compartían intereses comunes. Por lo
que me contó mi amigo eran sorprendentemente similares. Creo que hasta mencionó
el denostado término ‘almas gemelas’. Por supuesto, como cierre perfecto a todo
el capítulo, ella acudió a la velada envuelta en su más que mencionado vestido
de color limón.
Y quedaron en verse de nuevo muy pronto, pero Juan nunca
la llamó ni se dignó a coger el teléfono cuando ella quiso contactar con él.
Además, me confesó mi amigo, dejó de toparse con ella por las calles y
establecimientos del barrio. El amarillo limón tan llamativo y cantoso que
siempre había captado su atención, de repente, había desaparecido o se había
vuelto transparente a sus ojos, escondidos detrás de las gafas de ver.
Cuando yo, armado de valor y aterrado porque adivinaba el
tipo de contestación que iba a recibir, le pregunté por qué no había salido más
con aquella chica tan maravillosa, simpática, guapa y compatible con él; Juan
Águila sonrió complacido y se adentró en la narración de un sueño nuevo que
había tenido, una visión onírica en la que él no empleaba sus ojos azules para
filmar en plano secuencia a una hermosa bailarina de rasgos difusos envuelta en
limón, sino que en esta ocasión él se convertía en el único espectador de un
hipódromo desconocido y allí, en medio de las desiertas gradas, contemplaba la
carrera solitaria de un poderoso caballo montado por una etérea amazona; y toda
la escena bullía dentro de un ambiente marrón, una tonalidad castaña idéntica
al color de la melena de su nueva vecina, la chica recién instalada en la tercera
planta. Este fue el abrupto y fantasioso final del relato de mi amigo y, desde
aquel día, me juré que no preguntaría nada más al impredecible y mutable Juan
Águila, hombre capaz de todo pero perturbadoramente tendente a la nada más
absoluta.
->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica
Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo:
Pd: detrás de la concepción de este relato -> "She wore lemon", tema 'Lemon', de U2, disco 'Zooropa'. Enlazo el videoclip: