Mi adorada Beatriz, de acuosos ojos verdes e interminable
y ondulada melena de color castaño oscuro, se casó conmigo bajo la acuciante
lluvia de un día cinco de mayo y fuimos felices durante dos años, tres meses y
nueve días. La dicha nos acogió cariñosamente en su seno hasta una nefasta
tarde en la que las inclemencias meteorológicas, tal vez la misma lluvia que
nos vio unirnos en sagrado matrimonio, y también la mala fortuna, por qué no
decirlo, me arrebataron de los brazos a mi amada esposa, tan bella como las
flores.
Después de haber impartido la última clase del día (mi
mujer era profesora particular de inglés y latín), Beatriz caminaba, envuelta
en su gabardina y coronada por la tela impermeable de un acaramelado paraguas
marrón, hacia el apartamento en el que ambos vivíamos cuando pisó un deslizante
charco y fue a dar contra el firme de la calzada; tan diabólica suerte tuvo el
amor de mi vida que cayó de espaldas justo sobre un adoquín trágicamente
partido tiempo atrás, un maléfico fragmento de acera que se hundió en su nuca
hasta taladrarle el cráneo. Los médicos dijeron que todo fue milagrosamente
rápido, que no sufrió ni tan siquiera un segundo; que, tras dar sobre el firme
de la calle, murió de forma instantánea. Nada, por tanto, pudo hacerse por
ella. Un estúpido resbalón me había arrancado la mitad de mi existencia y,
entonces, lloré, me derramé en lágrimas de pena y abatimiento. Mi ser se
transmutó en mucosa incomprensión, pavor solitario y desdicha personal.
Abandoné mi apartamento, allí todo me recordaba a ella,
las fotos en las paredes y también sobre las mesas, sus cosas colocadas de la
misma manera que éstas la habían visto partir aquel día que no supe que era el
último; huí de nuestro hogar y me refugié en casa de mi hermano y su mujer, mi
cuñada. Ahí me escondí del mundo durante una larga temporada. Poco recuerdo
ahora de aquel aciago período de solemne luto y voluntario exilio. Creo que la
memoria tiende a difuminar lo que nos resulta dañino, para así diluir el veneno
de la tristeza entre los peldaños de la escalera del tiempo. Sólo de este modo
me explico la escasa retención que tengo de esas semanas, o quizá fueron meses,
que dormité día y noche en una cama que no era la mía, dejé de comer salvo por
obligación familiar, miré la nada continuadamente, me abstraje de toda
conversación coherente y, asimismo, abandoné a mis amigos, la profesión que exitosamente
desempeñaba y renuncié a cualquier esperanza de mejoría y resurgimiento que
hubiese podido anhelar para el incierto futuro.
No obstante, el tiempo sosiega las pasiones y las vuelve
pasadas o, como suele decirse dolosamente, pone cada cosa en su lugar. Y un
día, no muy distinto del anterior, decidí retomar mi vida, extrayendo fuerzas
de donde creía que no las había. Armado de valor y algo de amor por mí mismo,
volví al apartamento en el que una vez amé a Beatriz durante dos magníficos
años, tres meses y nueve días. El impacto de cruzar el umbral de la puerta fue
dolorosísimo, mas aguanté. Deshice mi parco equipaje y me serví una copa bien
cargada. Di cuenta de ella acodado sobre la baranda de nuestra disfrutada
terraza. Sentí las lágrimas correr por mis mejillas, pero no me desmoroné.
Logré mantenerme frío como los cúbicos hielos translúcidos que tintineaban
dentro del vidrio junto a mi mano. Mágicamente, mitigó el alcohol la melancolía
posada en mis entrañas y, además, la sustituyó por un cálido sabor a
distanciamiento, a realidad alienada, a lejanía sanadora… Si algo de esto
resulta remotamente plausible.
El caso es que, seguidamente, pasé al baño y me sumergí
en una ardiente ducha. El caudal de agua me azotaba la espalda y bullía con la
persistencia de un martillo detrás de mis orejas cuando percibí una leve
alteración infinitesimal en el vaho imperante por toda la estancia. Lo aduje a
un extrañamiento en mi percepción, vaticiné que el choque del hogar y todos los
recuerdos habían debilitado mis nervios, me habían vuelto propenso al susto y a
la angustiosa preocupación. Pero mis quebrantos no retrocedieron ni un ápice,
ya que noté de nuevo una modificación molecular en el baño y, en esta ocasión,
no hallé argumentos que apaciguasen mi alma. Envuelto en una toalla emergí con
el pesado bote de gel esgrimido a modo de sable o cimitarra. Entre la densa y
húmeda bruma me conduje hasta el pequeño ventanuco, para abrirlo de par en par
y así dejar que el vapor de agua se perdiese en los confines de la noche.
La visibilidad volvió con celeridad al baño y, para mi
indescriptible sorpresa, me encontré frente a frente, únicamente dos palmos de
distancia nos separaban, la figura espectral de mi difunta y añorada mujer,
Beatriz. Ella flotaba con ademanes imposibles ante mí mientras me miraba
fijamente. Mi mandíbula desencajada no respondía a mis intentos de articular el
habla, a los deseos de gritar. Mi mirada vagaba errabunda a través de los
perfectos trazos de su sedosa y, ahora además, blanquecina piel. Límites
etéreos conformaban su insondable figura. Y sus ojos, acuoso cénit de aquel
rostro de porcelana, parecían si cabe más verdes y más vivos (por
contradictorio y absurdo que este detalle pueda sonar); al menos
(permítanmelo), se me antojaban de un tono más vívido o intenso que el que
ofrecían cuando ella pertenecía a nuestro orbe y era mi amada esposa.
Me golpeé con fuerza la cara, pero Beatriz no
desapareció. Iniciaba un juramento mental para concienciarme de la necesidad no
volver a probar una gota de alcohol cuando el espejismo de mi mujer se aproximó
para darme un beso en los labios. Oí entonces su voz y mi tacto percibió su
textura incorpórea. Me dijo entonces ella que me había echado de menos, mas que
ya se encontraba de vuelta y todo sería como antes, que nada podría separarnos
de nuevo y que lamentaba mucho haberme dejado viudo tantísimo tiempo. Y cuantiosas
otras palabras me pronunció al oído con su voz dulce e imborrable aquella
anoche en la que, por improbable que se os antoje, yacimos juntos y el tiempo
retrocedió semanas o meses, nos retrotrajimos a una época que era sólo de los
dos y en la que fuimos inmensamente felices.
A la mañana siguiente me elevé a los niveles de la
consciencia procedente de lo que yo creí habría sido un fantasioso sueño, mas
el difunto ente de Beatriz, ceñida en gasa y halo, estaba tumbada a mi lado.
Sus acuosos ojos verdes me habían contemplado dormitar, algo que me produjo
espanto. Me susurró, entonces, algo indescifrable y yo escapé con rumbo hacia
la cocina, no sin antes haberle preguntado qué deseaba desayunar. Ella me
respondió que en su estado no podía ingerir alimento alguno, pero que de buen agrado
me acompañaría mientras comía yo algo. Durante aquel largo día, Beatriz no se
separó de mí ni un mísero segundo y tampoco calló, sino que habló y habló,
contó y contó; mil temas volcó sobre el aire y yo atendí a ellos y me reí
cuando tocó esbozar una sonrisa, contesté con precisión cuando me fue requerido
y, en definitiva, disfruté de su presencia lamentablemente muerta; y es que la
había echado de menos en incontable medida. Sin embargo, algo intangible
chirrió en mi discurrir, algo arcano y obscuro me heló los vellos, aunque no
soy capaz de inferir con mayor detalle cuál fue la primera punzada de desagrado
y hartazgo que me sobrevino.
La situación permaneció inmutable a lo largo de varias
jornadas. Parecía que viviríamos así eternamente, el uno junto al otro, vivo y
muerta amándose por siempre, hasta que le comenté que debía volver al trabajo.
No podía seguir más tiempo de baja. Ella me indicó que no quería estar sola
bajo ningún concepto y me recriminó que yo era muy cruel por proponer abandonarla
a lo largo de tantas horas. Me costó una barbaridad convencerla y desde este
momento la situación fue irremediablemente a peor. Debí haberlo visto venir.
Cada día, a la vuelta de la oficina, nos enfrascábamos en
continuas discusiones. Beatriz, aquel ángel de mis pasiones ahora tornado en
demonio, me criticaba sin cesar e insinuaba que me demoraba a propósito para
estar menos tiempo en casa. El rato que me encontraba en el apartamento no se
me despegaba, tampoco hablaba, sólo me contemplaba: me veía comer, escribir,
vestirme… Ella no tenía que realizar ninguna de aquellas tareas cotidianas y se
limitaba a seguirme como un molesto encantamiento maldito. Cuando le insinuaba
que me agobiaba, que me estresaba, que necesitaba mi espacio privado; ella se
ponía hecha un basilisco y destrozaba las lámparas y los muebles que hallaba a
su paso.
Por aquel entonces yo empecé a necesitar recuperar de
nuevo el trato con mis amigos, esparcirme esporádicamente. A Beatriz aquello no
le parecía correcto, decía que era una forma de enterrarla, de renunciar a
nuestro amor. Poco a poco, pero de forma constante, me estaba hundiendo en un
pozo de desesperación del que nada podía contar a nadie sin temor a que me
tildasen de lunático o, peor todavía, de loco.
Además, mi otrora amada esposa no dejaba de hacerme
requerimientos. Quería que pintase la casa de tal o cual color cada dos por
tres, que cambiase un cuadro de sitio; continuamente me pedía que le leyese.
Eran todas estas acciones que no podía llevar a cabo por ella sola y, si me negaba
a complacerla, su ira se volvía corrosiva. De modo que, por ejemplo, le leía a
Cortázar y también a Borges, autores que la cálida y apacible Beatriz había
adorado. Ahora, en cambio, ya muerta se quejaba de ellos y los vilipendiaba, y
me exigía que le recitase a viva voz cuentos de Salinger, truculentas historias
que a mí me helaban los huesos.
Creo recordar que cuando me propuso tener un hijo los dos
juntos comprendí que mi vida se había ido por el sumidero y necesitaba ayuda.
Acudí a videntes, sanadores y chamanes. Implorante y arrodillado como un devoto
creyente, les rogaba a éstos que me librasen del fantasma de mi esposa que
había regresado del más allá y, atrincherado en casa, el hogar en el que una
vez nos amamos, mortificaba mis días y mis noches. Recibí todo tipo de consejos
y recetas, pero ni las alas disecadas de murciélagos ni las pulseras atestadas
de pentagramas hicieron retroceder a Beatriz que, al comprobar que intentaba
enterrarla en el pasado, se colmaba de implacable cólera y gritaba y golpeaba
el aire presa de un insoportable frenesí destructivo.
Me parece que fue entonces cuando valoré momentáneamente
la opción de quitarme la vida. Durante un tiempo confeccioné un plan para
desaparecer de la faz de la Tierra, mas en el penúltimo instante las dudas me
hicieron desistir: si Beatriz me mangoneaba estando yo vivo, qué no haría una
vez hubiese perecido y perteneciese, sin evitación posible, a su esfera…
Desistí de mi empeño y me dediqué a malvivir bajo su sortilegio. Cada día
escapaba unas horas de ella en el trabajo, pero luego llegaba al apartamento y
su sombra me perseguía y atosigaba a preguntas y requerimientos. Mi estado
comenzó a avejentarse visiblemente. También descubrí que sus etéreos contornos
se habían afilado, que sus antiguas y sedosas manos eran ahora garras mefíticas,
que sus amorosos y perfectos ojos del pasado no hacían sino recordarme en esos
momentos los orbes de dos globos muertos, que vigilaban debajo de una larga
maraña de pelo seco, ralo y estropeado.
El espíritu de Beatriz no olvidaba que no había querido
tener un hijo con ella, pese a lo grotesco de su petición. Y sus sospechas
acerca de mis intenciones se dispararon hasta el infinito… En los últimos
tiempos, temerosa de que me fugue y abandone el hogar, me acompaña a diario hasta
el trabajo y me recoge de él. Yo miro a la gente con la que me cruzo por la
calle y le hago disimuladas señas para que vean a mi flotante esposa, pero sus
pupilas nada distinguen en el aire viciado de la ciudad. Para ellos marcho
sólo, únicamente acompañado por mi maletín de mano. Imbéciles.
Me había rendido a este sin vivir que es mi vida hasta
que hace poco me enteré por una página de internet que existe un exorcista
experto en este tipo de casos; y yo que me creía el único, ver para creer. He
conseguido ponerme en contacto con él y en próximas fechas nos va a visitar.
Desconozco cómo va a terminar todo esto, mas sólo deseo que sea escrito el
punto final de la historia. Este hombre, monseñor Vélez dice llamarse, me ha
garantizado que me librará de Beatriz.
Mientras aguardo su redentor arribo, escribo estas
prolijas líneas que dejan testimonio de mi infernal realidad. Si algo tremendo
me sucediese (no me atrevo a aventurar qué), quisiera que los lectores de este
documento supiesen a ciencia cierta que no fue el azar ni el destino, tampoco
la impredecible acción de la lluvia bajo la que algunos nos casamos u otras
resbalan y mueren una tarde perdida en el tiempo; no, nada de eso, la
responsable fue mi esposa Beatriz, la que una vez fue de acuosos ojos verdes e
interminable y ondulada melena de color castaño oscuro. Nos casamos un día
cinco de mayo y fuimos inmensamente felices durante dos años, tres meses y
nueve días. Murió de manera trágica y yo la lloré e imploré su vuelta, craso
error. Ahora sé que hay que dejar descansar lo muerto y no se debe reabrir lo
claramente cerrado. Todo ocurre por algún motivo y si se quiebra este precario
equilibrio, si este designio incomprensible es alterado y a un marido se le
concede la vuelta de su dulce y apacible esposa, las consecuencias se tornan
caóticas, desesperantes e insoportables. Y es que nada destruye más que las
desmedidas pasiones… En realidad, me equivoco en esto último, ya que sí, me
temo que aún son peores las pasiones pasadas.