Ya no queda leña
que cortar. Tras un par de carreras los perros se dejan caer cansados. Sus
lenguas asoman por un instante antes de desaparecer entre la hierba húmeda. A
lo lejos desciende el sol y su luz llega al jardín filtrada por el aire de la
tarde que la tiñe de naranja y destellos rojizos, que la disfraza de cegador
amarillo. Oigo el curso de un arroyo. Ha de estar cerca, aunque no logro descubrir
dónde. Recuerdo que me esperan en la
cocina. Cuando cruzo la puerta los perros ladran y lamento que no quede más
leña que cortar.
Dos parejas ocupan la mesa de la cocina. Se sientan
enfrentados: ellos en un flanco, ellas en el otro. Una de las dos parejas es
más joven que la otra. Una de las dos
parejas entrecruza las rodillas bajo la madera sobre la que los cuatro beben
ginebra con lima. Al verme aparecer todos ríen, ríen a carcajadas. Son
amigos. Hablaban de amor o eso dicen. Uno de los dos hombres, el mayor, contaba
algo que le ocurrió hace tiempo. No hace
tanto tiempo, reflexiona.
Entonces retoma su
discurso. El hombre que narra, que no el narrador, tiene voz de bebido.
Cierto que no se traba, pero su discurso se me antoja enrevesado. Las palabras brotan
de su boca a borbotones como la lava de un volcán en erupción. Apostaría a que los
otros tres también están borrachos, aunque menos. Quizás únicamente son felices a su
manera.
Me acerco a la nevera. Quiero ver qué han comprado para
cenar. No consigo abrir la portezuela.
Desisto.
La historia del fulano, descubro que se llama Herb, es larga y apenas le interrumpen.
Los tres escuchan con desmedido interés mientras asienten y absorben ese magma que resulta ser su
relato, en el que ahora aparece la
esperanza. Comentarios sueltos, risas como leve protesta. Luego el discurso
versa sobre la muerte, el final. Alguien
ha sufrido un accidente. Leo mejor. Una pareja sufrió un accidente. Se
recuperaron. Pero el escalofrío que me recorre de pies a cabeza es igual de
estremecedor.
Me fijo en la más joven de las mujeres. Sin recato trato
de separar su rodilla de la rodilla de su marido, Nick. Imposible descoserlas.
En cuclillas, con los brazos cómicamente apoyados en la mesa, contemplo su cara
cuando Herb comienza a hablar un idioma
que desconozco. De memoria repaso los rasgos de su rostro: ojos, nariz,
boca, barbilla. Llueven los recuerdos el instante en que Herb la llama por su nombre. Quiero hablarle. Necesito que me
atienda, pero Nick, verdadero
narrador de esta historia, toma la palabra.
Tenemos mucha suerte, apostilla. Anticipo
el engaño, las dudas, el pánico a lo inevitable que vendrá mañana y pasado
mañana. Esos temores se acrecientan al descubrir que los cuatro han
decidido cenar fuera. Primero tomarán la última copa. Herb necesita ducharse antes de ir al restaurante.
Nick no me cae bien. Rellena
los vasos de todos sin ofrecerme. Tal vez me cae mal porque sé que en
realidad, fuera de esa cocina, su cocina, no se llama Nick. Tal vez le odio porque en el fondo todo lo que allí está sucediendo
ocurre por mi mano y no la suya, pienso mientras le veo apurar el trago final
de ginebra y acercarse a la ventana, desde donde mira a un punto impreciso,
insensible a las repentinas lágrimas de Terri,
la mujer de Herb. Intento darle un botellazo. Nick me esquiva y caigo al suelo.
Las dos parejas se ponen de pie al unísono. Entre risas
abandonan la cocina. Nick y un
recuerdo recorren abrazados el pasillo. Los veo bailar. No puede acabar así. Jamás termina bien, por qué esta vez sí. Pero Herb, con el pelo aún mojado de la
ducha, andando varios pasos por detrás de la joven pareja, habla de nuevo
acerca del amor como si nada fuese a ir nunca mal. Sólo su mujer le presta
atención y a él le basta con ver que ella ya no llora. Herb se esfuerza tantísimo en explicar a Terri su visión del Amor.
Conmovedor. Con una gran ‘a’ mayúscula,
afirma emocionado.
No sé de qué hablan cuando hablan de amor, pero han bebido
demasiado, no deberían conducir. Los cuatro salen propinando un estridente
portazo y, tras su marcha, la noche devora cada rincón de la cocina. A través de
la ventana, retirados los visillos, busco a los perros. No están junto a la leña. Salgo a la carrera, los llamo,
silbo, vuelvo a llamarlos, grito, grito hasta quedar ronco. Y nada. Ante mis
ojos únicamente el frío papel blanco. Aterrador vacío que sigue a la lectura de
un cuento de Raymond Carver.
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Artículo publicado en la sección Polisemias de Mayhem Revista.