Desde hace más de una semana recojo el correo de otra
persona. Encargo personalísimo donde los haya. Como hacerse cargo del gato de
una amiga y cuidar su casa mientras ella está de viaje. Yo hago todo esto. Cada
tarde me apoyo en el quicio de la ventana de ese pequeño hogar que no es mío y
ojeo sin abrirlas (tan sólo leo los remites) las cartas que a diario llegan a
su buzón. La mayoría son extractos bancarios, cobros de agua o luz, postales de
amigos y algún que otro envío publicitario. También recibe misivas de
familiares; deduzco por la coincidencia en los apellidos. El gato, silencioso,
amable, me observa observar el correo de su ama. Entre los dos sumamos cuatro
ojos muy atentos. Y me mira como lo haría una estatua que fuese siete veces
irrompible. Tan quieto, el gato recuerda a una foto de marco o pared. De libro
de fotografía. De estos hay muchísimos repartidos aquí y allá por el piso:
ordenados en estanterías, sobre mesas, apilados en el suelo, desordenados junto
a cualquier esquina. Miles de imágenes compartiendo espacio. Y detrás de la
ventana los tejados vecinos también parecen fotografiados. Un mar de tejas que
forma olas inmóviles. Brillantes crestas sin espuma al calor del último sol de
la jornada. Esta noche, entre sorbos de cerveza y maullidos, he descubierto mi
nombre y apellidos en uno de los remites. Trazos fantasmales de color azul
escritos en el reverso de un sobre amarillo. Ninguna calle debajo de mi letra.
Tampoco se leía avenida, plaza o pasaje conocidos. Entonces he recordado las
casas donde jamás he vivido. Cada una de esas direcciones a las que no
pertenezco.
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Fotografías: Laura Villargordo
Relato publicado en el periódico online La voz de hoy.