Gema apareció junto a la primera piedra en el iris. Sombra
de carbón azul, improvisada segunda pupila, que vislumbré dentro de mi ojo
derecho una mañana frente al espejo. Desgarbada, con labios de celebración y manos
de trabajo, Gema estaba a su lado. Era una mujer de mi edad y piel nieve. Que
vestía de amarillo, adornada con pulseras blanco y negro. Días más tarde se lo relaté
al doctor Ángel Socorro, oftalmólogo de humor vítreo, que sonrió antes de prometer:
“Nada peligroso, Fernando, tan sólo un pequeño efecto de tu sensibilidad especial”. Me hablaba del misterioso borrón ocular. Yo
quería preguntar —saber— acerca de Gema. A la que reconocía allá donde mirase: en
el autobús, supermercado, contemplándome en la oficina, sentada en mi salón,
hasta colocada sobre la almohada cuando se hacía de noche. Aunque ella nunca
dormía. Siempre despierta, a veces tejía. También gustaba de ver la televisión muda.
Incluso montaba puzles de madrugada. Terminé acostumbrándome a su silenciosa vigilia.
Confieso que empecé a observarla con otros ojos. Entonces apareció Paco y en mi
iris izquierdo, el predilecto de un zurdo convencido, germinó una mancha
similar a la inaugural. Una mota que me volvió de un algún modo simétrico o, al
menos, compensado.
Paco era su marido. Mayor que Gema, hablaba sin descanso.
Igual que ella, me seguía a jornada completa. Paco recordaba a un roble atropellado.
Tenía pelo de calabaza. Dientes exclamativos. Paseaba ropa de faena y gesto compungido.
Juanillo y Mar, cinco y tres años de alegrías, tardaron dos meses en llegar. Mientras
sesteaba se instalaron en mi ojo derecho, el de su madre. Supongo que por mayor
apego. Los cuatro formaban una familia jaspeada en el iris. Incapaz de
pestañear, regresé corriendo a consulta. “Nada peligroso, Fernando”, repitió el
doctor Socorro, amigo de los bises. Sonreí a la expectativa. El oftalmólogo
también dibujó una media luna bajo su nariz. Tras varios minutos en silencio,
el especialista detalló: “Hay una intervención muy sencilla, que no duele en
absoluto; y con ella desaparecían pero…”. Se detuvo de nuevo, como si no
estuviese seguro de lo que iba a añadir. Finalmente, concluyó: “¿Tanto te
molestan?”. Él hablaba de los habitantes de mis ojos. Yo de sus sombras.
Esa misma noche encontré al cuarteto cenando en la cocina.
Acerqué un taburete y me senté. En apenas quince minutos Paco narró el cierre
de la fábrica, la imposibilidad de cumplir con los pagos. Hui cuando pronunció desahucio. Por la mañana el doctor
Socorro me operó con éxito. A las pocas horas recibí el alta. Pero nadie me
esperaba en casa. Ciertas manchas son imborrables.
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Óleo sobre lienzo: Bridge Over the Stour, de Childe Hassam
Relato publicado en el periódico online 'La voz de hoy'
Óleo sobre lienzo: Bridge Over the Stour, de Childe Hassam
Relato publicado en el periódico online 'La voz de hoy'