No se lo haré largo, Belano. Por aquel entonces yo
respondía al nombre de Frank y trabajaba en una fábrica. Nada fuera de lo
común. Era uno de esos sitios en los que se fabrican tazas que llevan escritos
mensajes del estilo de buena jubilación o feliz cincuenta cumpleaños o te
quiero o el mejor padre. Ya sabe, seguro que alguna vez ha regalado a un
familiar o conocido una taza así. Podríamos llamarlas tazas de regalo, para
englobarlas todas bajo el mismo término. Pues bien, como le decía, yo trabajaba
en una de esas fábricas y mi cometido consistía en ribetear con tinta de color
gris plata el mensaje escrito en cada taza. Era una tarea rutinaria, yo ni
siquiera debía pensar la frase sino que me limitaba a ribetear el exterior de
las letras. De modo que resultaba un trabajo repetitivo y nada imaginativo,
pero yo era feliz o, al menos, tan feliz como puede llegar a serlo un hombre
sin demasiadas aspiraciones.
Un día recibimos órdenes desde arriba. Los jefes habían
decidido ampliar el target o público objetivo al que vender sus tazas y, para
lograrlo, las frases de dichas tazas debían cambiar. A partir de ese momento,
nos suministraron un nuevo catálogo de mensajes escritos y yo tenía que, como
ya hacía antes, ribetear de plata las letras. La decisión de los dueños del
negocio fue acertada porque, según decían, la fábrica empezó a vender
muchísimas más tazas y los beneficios de la cuenta de resultados se dispararon.
Pero, mientras todos se alegraban y congratulaban mutuamente, algo me crispaba
los nervios. Aquellas frases nuevas me repelían. Cierta aura emanaba de ellas,
una tensión intangible que me perturbaba y acababa haciéndome enfermar.
Con el transcurso de los días mi incomodidad en la
fábrica creció hasta niveles insoportables y un día estallé. Me acerqué a uno
de los encargados y le dije quiero fabricar las tazas de antes. ¿Estás de
broma, Frank? Nos estamos forrando con las nuevas, fue su respuesta. Yo insistí
y le repliqué te digo que no puedo ribetear las letras de las tazas nuevas.
Pero si son idénticas, sólo ha cambiado el mensaje. Imposible, me reafirmé. ¿Es
que te incomoda lo que dicen las tazas? Me preguntó el encargado. Nada de eso,
le aseguré, pero no soy capaz de ribetearlas. La conversación se extendió
durante unos inacabables minutos hasta que comprendí que no lograría hacerle
entender. De modo que abandoné el trabajo y también renuncié a mi nombre.
Desde entonces vago por las calles y los parques de la
City. El paso del tiempo ha ido borrando de forma progresiva los recuerdos de
mi vida anterior, así como en mi mente las frases que ribeteaba se van filtrando
en un mar de olvidos. Me he convertido en un vagabundo, un mendigo al que le
gusta sentarse en los bancos londinenses como éste que ahora compartimos, banco
donde personas como usted, Belano, leen tal o cual novela, tal o cual ensayo. Y
aprovecho estos momentos de proximidad física para relatar mi historia. Lo hago
en parte esperanzado, en parte víctima de la superstición. He de confesarle que
secretamente guardo el anhelo de que alguno de mis interlocutores sea capaz de
dar sentido a mis palabras; tal vez ése sea usted… Y bien, Belano, ¿qué opina?
*Este breve cuento es una adaptación libre de un fragmento de la novela 2666, escrita por Roberto Bolaño.