Anoche vi una estrella fugaz y pensé en ti, canta de vez
en cuando Bob Dylan con su voz que gira y gira por el ancho mundo de forma
imposible, con su voz bañada en un mar de nostalgias y desamores. Por lo
general, las nostalgias dormitan hasta que se las despierta. Sepultadas en
rincones a menudo poco accesibles, se acumulan unas sobre otras en permanente
estado de hibernación, expectantes ante la remota e improbable llegada de la
mano que las sacará de su sopor y las volverá de nuevo presentes y con peso.
Uno de los escondites favoritos de las nostalgias son las
cajas de zapatos, pero no cualquier caja de zapatos, sólo esos voluminosos
contenedores de cartón gastado y estropeado que presumen de poseer una visible
capa de polvo sobre la tapa; un manto de belicosos ácaros que borra lo que el
rotulador o el bolígrafo o, en menor medida, el lápiz escribió, palabras
delebles del estilo de “recuerdos”, “fotografías” o “memorias”. Por supuesto,
estas cajas no guardan los zapatos que ya nadie recuerda, tirados o perdidos o
caídos bajo el peso de unos pies y un cuerpo que, por poco que camine, se acaba
haciendo notar y acarrea consecuencias para las endebles costuras y hechuras
del calzado. Ahora estos cofres de cartón sirven a otro propósito superior o,
si se quiere, a otro fin más emotivo: conformar el hogar de las nostalgias.
Hay días y fechas para todo, también para los momentos de
recogimiento y alborozo, a partes iguales. Las veladas navideñas suelen
extenderse en el tiempo; nunca se hacen largas, mas tampoco puede decirse en
voz alta sin faltar a la verdad que resulten breves ni sucintas. En estos
instantes de guardia baja y entornos atípicos respecto al resto de jornadas del
año, las nostalgias se sienten especialmente confiadas, incluso irradian una
energía invisible que parece atraernos hacia ellas. Conscientes de su fuerza durante
las Fiestas, nos llaman desde el otro lado de la existencia y nos piden que las
invoquemos, que las hagamos reales, que (al igual que un libro apoyado en el
regazo) las dotemos de vida a través de nuestra lectura, de un simple vistazo.
Días de Navidad menores, no los grandes festejos sino
esos improvisados instantes en casa de los abuelos, en torno a una mesa pequeña
y casi siempre de cocina, en los que tíos y primos, tías y primas, se sientan y
conversan y se ríen. Y, de repente, alguien llega, da igual quién, siempre es
alguien; de repente, esa persona llega con una caja de zapatos bajo el brazo y
dice mirad lo que he encontrado o comenta me he topado con esta antigua caja en
tal o cual armario o en lo alto de una repisa o estantería. Y por qué no la
abrimos es lo que responde enseguida la bendita muchedumbre familiar, pero no
llega a tiempo la sugerencia porque el cartón ya ha sido despojado de su
sombrero y quedan, frente a un numeroso tumulto de ojos fascinados y siempre
pares, un cúmulo de fotografías vetustas y rescatadas del olvido; pero no, esa
es únicamente su apariencia, en realidad son las nostalgias que viven otra vez,
que han culminado su mantra resucitador y nos acarician ya desde este lado de
las cosas.
Festejos de finales de diciembre sin el fatuo de las
opíparas comilonas, festejos navideños que se asemejan a esas rarezas
musicales, a esos adorados discos de versiones en directo o a esos otros que se
hallan compuestos por temas que quedaron descartados del álbum definitivo; que,
siendo simples matices insignificantes en la carrera de un artista, para
algunos fans e incondicionales suponen la piedra de toque, el punto álgido de
una pasión. Así valoro yo estos sorpresivos y nunca organizados ratos con la
familia, estos ‘bootlegs memorísticos’.
Y es que esas fotos hablan largo y tendido de lo que se
fue y de lo que se perdió, también de lo que queda y de lo que se retiene. En
ellas puede verse, las nostalgias disfrutan al contemplar cómo nos conmueven y
atenazan el pecho con triste alegría melancólica, a los progenitores cuando todavía
no lo eran y se mostraban jóvenes y joviales ante el objetivo de la cámara.
Siempre resulta espectacular el parecido entre padres y madres con sus hijos e
hijas, y estos últimos fabulan, como si de un juego se tratase, y se creen
ellos enmarcados dentro de unos contextos no experimentados, ya que son sus
rostros los que nos miran desde el rollo de película revelada…
Una película revelada y quemada, positivada largo tiempo
atrás. Las esquinas aparecen dobladas y no tan picudas, desconchones o rayos de
iridiscencia lumínica cruzan el rectángulo paisajístico de muchas de las
imágenes como muestra tangible del paso de la vida; y es que las nostalgias
también presumen de lucir cicatrices, arañazos que las marcan y las definen.
Qué agradables segundos, minutos y horas de cándida
revisión histórica, de caldo de cultivo para la narración de anécdotas
pretéritas cercanas a lo olvidado. Y se descubre mucho, se aprende lo que no se
sabía y por momentos se vuelve atrás, se viaja en el tiempo hasta el origen de
todo o incluso más allá, debido a que en multitud de imágenes uno mismo ni siquiera
aparece, aún no había nacido; pero no es óbice para no disfrutar del relato y
mencionar a unos y otros por sus nombres (nombres y más nombres), figuras
irreconocibles en la comparación con su copia o trasunto actual; algunos por
desgracia incluso han sido borrados o han quedado extintos del curso del mundo.
Sentidos y alegóricos pasajes en familia, ritos de improvisada tradición que son
intensamente vividos. Guardan las navidades esta rara propiedad, la capacidad
de dar cabida a lo más maravilloso de la existencia. Fechas de reunión
alrededor de una mesa, casi siempre de cocina, y de muchas conversaciones y más
risas.
Y también se conocen mujeres en Navidad, sobre todo
cuando para estos días uno viaja a una ciudad que es la suya pero en la que no
vive. Y a veces se conecta con estas recién conocidas de un modo especial y
mágico, y los días corren raudos y escapan y pronto han pasado y han sido
disfrutados ya… Aunque no se pierden por el hecho de haber concluido, uno se
resiste a desprenderse de ellos. Uno, al igual que ese Dylan que toca y toca
por el ancho mundo en sus noches melancólicas (tal vez el bardo de Duluth
también es susceptible al influjo de las nostalgias), entona ‘Shooting star’
(‘Estrella fugaz’) y recita esos versos que en castellano dicen algo así como
escucha el motor y la sirena del último coche de bomberos procedente del
infierno, la última radio aún sigue sonando y me temo que ya es demasiado tarde
para decirte las palabras que tú necesitabas oírme pronunciar.
Transmutado en Dylan me resisto a dejar caer el polvo de
la historia sobre lo recientemente vivido, mas otra parte de mí (la más
sensata) se resigna a ir preparando la caja de cartón, fuera ya esos zapatos
que allí descansan ahora, que ha de guardar las que ahora son fotografías y
pronto se tornarán en nostalgias que nos llamen desde el fondo de un armario o desde
lo alto de una estantería o repisa. Mientras escribo unas letras con lápiz, lo
prefiero al bolígrafo o el rotulador, sobre la rugosa tapa acartonada me pregunto
y a la par me imagino quién será el que o la que un día (¿y también cuándo
ocurrirá esto?) entrará en la cocina de casa de los abuelos con ella bajo el
brazo convertido en heroico rescatador o rescatadora de lo pretérito. Qué será
de nosotros, no consigo argüir una respuesta… Sólo sé que anoche fue la primera
del año y yo pensé en ti, te rememoré mientras veía difuminarse en la lejanía
del horizonte la estela de una rauda Estrella fugaz.
*La ilustración al principio del texto ha sido realizada por la diseñadora gráfica
Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: