“Si nadie lo detiene, si no son asidas las invisibles
riendas, el caballo salvaje correrá más allá del horizonte, galopará en pos de
su muerte”. Cerró el libro y lo lanzó lejos de él. Tres horas de lectura
revoloteaban alrededor de su cabeza. Infinitas palabras danzaban frente a sus
ojos de forma espasmódica, tangencial e irreal. Sin embargo, dentro del cráneo,
el núcleo de sus cavilaciones permanecía intacto, un foco de atención centrado
desde hacía días, un propósito que no se había dejado seducir por las
insinuaciones y las proposiciones inciertas de la literatura.
Únicamente el caballo había cruzado el rubicón del atormentado Roberto Alias,
pero la derrota del aquel corcel hecho de papel era inevitable, ya que se
enfrentaba a hordas de preocupaciones sentimentales y malos augurios amorosos, insuflados
por una mente terriblemente atribulada, transmutada en la figura de un barco que
amenazaba con hundirse en el viaje a una desgracia segura.
El portátil encendido sobre la mesa, la laminosa pantalla
desplegada entre una aglomeración de libros y papeles, resulta una irresistible
tentación siempre. Y así fue también esa vez. Si ‘tuiteo’ la frase, tal vez salga de mí, quizá me abandone para no
volver; todo lo que aparece en Twitter está condenado al olvido y a la
inexistencia más absoluta de una vigencia caducada apenas hecha pública la
reflexión o la cita, o la inquietud. De
esta forma podré deshacerme de ella, podré liberarme. El caballo vagó por
los derroteros de las redes sociales y, como un enlace lleva a otro y a menudo
se vuelve difícil retornar a la vida real y deshabitar el ciberespacio, Roberto
entró en su cuenta de Facebook en lugar de apagar el ordenador, todo habría
sido tan distinto…
Su expectación y también su miedo cristalizaron en la
gota de denso sudor que cruzó de arriba abajo la lente izquierda de sus gafas
de ver. Varias notificaciones y nada más, simples cortinas de humo con las que
ya se encontraba acostumbrado a bregar. No
debería… Estoy mejor así, sin saber, feliz ignorante. Un rápido movimiento
del ratón desplegó el menú de los mensajes, ninguno nuevo. Ya lo suponía. Notó que la sangre le hervía y al mismo tiempo se le
congelaba, una extraña contradicción. Llevaba días esperando una respuesta escrita
que empezaba a pensar, para su horror, que a lo mejor nunca llegaría. No puede terminar de esta manera. No tiene
sentido y, por tanto, no es verosímil, ni siquiera posible o viable. Mas,
no obstante, así parecía ser. Ella se había hartado de él y había optado por privarle
de sus atenciones. ¡Roberto, hasta nunca!
Roberto Alias se incorporó y anduvo frenético por la
estancia como un león enjaulado. El recorrido, al principio errático, de sus
pisadas coaguló en un vagabundear definido y preciso, una ruta breve pero
intrincada entre el mobiliario. Cómo era
aquel cuento… A los pocos minutos el suelo insinuaba una trazada limpia
cada vez más visible, la senda de un infinito peregrinaje. Sí, sí, lo recuerdo, pero qué título tenía. Una magnífica idea… Eso es
lo que necesito. Esa es la solución a
este dolor. Si Roberto hubiese seguido caminando dentro de su cuarto, pronto
habría empezado a erosionarse el piso y sus pies quizás habrían ido a dar al
techo del vecino de abajo. Nada de esto llegó a producirse porque se contuvo y
las numerosas fotos de las paredes fueron testigos mudos de ello. Volvió al
ordenador y tecleó con presteza. Y leyó, leyó como si le fuese la vida en ello.
Leyó a pesar de lo ilógico de la narración, de lo fantasioso de la historia.
Pero Roberto leyó y también creyó, y ya nada fue igual para él. No existía
punto de retorno. Me he decidido.
La solución al misterio estribaba por volver atrás, retroceder
en el tiempo. Todo había empezado mal.
Palabras desacertadas habían escapado de su boca. Ahora veía y entendía con
precisión quirúrgica cada uno de sus errores, tan numerosos y estúpidos, por
otra parte. No debí haberle dicho
aquello, tampoco eso otro. Oportunidad quemada, ocasión desperdiciada. Si aquel
primer día hubiese sabido, si hubiese sido capaz de intuir el porvenir… Pero
no fue capaz. Un final frío, carente de discusión. Ojalá, al menos, ella me odiase. He de canjearme una segunda oportunidad, un
billete hacia la redención.
Y el pasaporte a un nuevo comienzo pasaba por la solícita
y sugerente ventana abierta del navegador. La
eternidad, a un botón de distancia. Instrucciones precisas para atrapar una
quimera. Roberto se quitó las gafas y se rascó el pelo rizado y
desordenado, sin peinar o, sin duda más apropiado, mal peinado. Sus manos
tantearon la oquedad bajo la cama y sólo regresaron a la visibilidad cuando hubieron
agarrado un par de gastadas zapatillas de deporte. Al atárselas y pisar con fuerza
para comprobar que estaban bien sujetas a los tobillos, una leve y vetusta polvareda
irradió de las suelas. Se cambió de camiseta y dejó el cuarto tal cual. Ese hombre delgado, algo enfermizo, que te
mira desde el espejo eres tú. No lo olvides. No lo olvidaré.
Roberto se olvidó de sí mismo en cuanto echó a correr
calle abajo. Habitualmente, realizaba el mismo recorrido: atravesaba las
estrechas bocacalles colindantes con su casa y desembocaba en el paseo
marítimo, que seguía, dibujando por toda la bahía una trayectoria en forma de
gran letra ‘C’ invertida, hasta el puerto de la ciudad, situado al Oeste. En
aproximadamente media hora solía llegar al final de su trayecto y, entonces,
sólo entonces (nunca antes), emprendía el camino de vuelta, mucho más duro y
exigente debido al incipiente y fatigante cansancio. Aquella mañana, que de por
sí ya era calurosa, preludiaba una ardiente jornada. Roberto, para no terminar
emprendiendo el camino de costumbre, hubo de luchar contra sus hábitos
adquiridos a base de férrea constancia. Voy
hacia el Oeste, pero más allá del Oeste; una carrera hasta el ayer, una huida
del hoy…
A base de fuerza de voluntad, se internó en la playa,
dejando el paseo marítimo a su derecha, y corrió durante varios kilómetros
sobre un sendero de arena que cruzaba el litoral, paralelo a la orilla. En
algunas zonas, el camino distaba cincuenta o, tal vez, cien metros del agua y,
en otros enclaves, la imponente proximidad de las olas rompientes le lanzaba
pequeñas y húmedas gotas en la cara y empañaba sus entornados párpados y ojos.
No era la primera vez que corría por la playa, aunque no le hacía especial
gracia el velo arenoso que invadía su garganta con cada trote sobre el firme.
Sin embargo, nunca había arrancado con esa vertiginosa velocidad, con ese ritmo
infernal desde el principio. Hay que
apresurarse. Corre, corre. Roberto se preciaba de dosificarse con maestría,
medía sus esfuerzos y nunca se desfondaba. Empleaba los primeros minutos de
tanteo, con el propósito de desentumecer el cuerpo, antes de subir la
intensidad del ejercicio. Corre. Pero
no hubo calentamiento esa mañana. Corría por su vida, volcado en un
interminable sprint. Pronto llegarás…
¡Corre!
Enseguida el sudor le empapó la camiseta. Y no tardó
mucho más rato en comenzar a boquear. El aire no le oxigenaba. No llegaba
fresco a sus pulmones, sino que asemejaba estar compuesto de fuego, de pequeñas
partículas candentes que le abrasaban por dentro. Aun así, no se detuvo,
tampoco frenó. Corre. Siguió adelante
y, lo que es más (si cabe), incrementó la frecuencia de sus zancadas.
Antes de llegar al puerto, su punto común de retorno, ya
se había tropezado tres veces y en una de ellas a punto estuvo de caer de
bruces sobre la lacerante arena. Salvó el golpe con un instintivo movimiento de
brazos que le permitió recuperar el equilibrio. Cada metro recorrido aumentaba
su sufrimiento. Notó que su cabeza no regía con claridad. Corre. No se preocupó demasiado por esta dolencia a causa de que el
estómago, otro frente de malestar físico, amenazaba con abrirse paso a través
de su boca. El cuerpo de Roberto Alias se encontraba cerca del colapso y él
siguió impávido, espoleado por haber alcanzado el puerto. Corre. Serpenteó entre los muelles de carga mientras veía cómo los
colores de los buques de carga, blancos y amarillos, azules y rojos, un
caleidoscopio portuario, levitaban a su alrededor de manera imprecisa,
moviéndose dentro de una quieta inmensidad, balanceados por una infinitesimal
corriente marina. Nada de todo lo anterior llegó a distraer a Roberto, ni tan
siquiera un ápice de su mermada atención reparó en el decorado que cruzaba en
su endiablada carrera al Oeste, al ayer.
Sólo se puede volver atrás, corriendo hacia el ayer, ganando tiempo al tiempo.
No ha de quedar tanto…
Pronto se vio enfrascado en sortear los escollos y
baches de una playa que no conocía, un territorio indómito que sus zapatillas
de deporte horadaban por primera vez. El calor latía sobre su nuca y hombros, y
emanaba a su vez del interior de su pecho, un corazón estresado, el ritmo
cardíaco por encima de las posibilidades físicas y el entrenamiento ensayado.
Roberto oía su entrecortada respiración y el martilleo procedente de sus
entrañas. Corre, corre, corre… Y no
vaciló. No era factible, pero sintió cómo su velocidad se volvía superior. Y
cayó, cayó estrepitosamente después de haber pisado en falso un montículo de
arena. Corre. Su cara aterrizó contra
la blanda y rasposa playa. Le había cogido tan de improviso que no había tenido
tiempo de apoyar las manos. Has de levantarte
y seguir. No te retrases. Alguien se acercó a preguntarle qué tal se
encontraba. Roberto Alias no le oyó. Acababa de divisar la casa de ella, la que
había conocido y también había olvidado. Estoy
llegando…
Creada al albur de un desértico espejismo, a escasos
kilómetros, uno o dos, no más de tres, la playa se desdoblaba en pliegues
irreales y cedía su espacio a la noche y, dentro de su negrura, brillaba una
lejana calle rematada por un bloque de pisos blancos como el mármol. Roberto
reinició su galopada, pero enseguida volvió a caer. Sus pies palpaban un suelo,
por momentos, inexistente. Se incorporó de nuevo. Unos pasos después pensó que
iba a desplomarse irremisiblemente. No sucedió. Corre, corre. No aterrizó contra el suelo, pero sí se arqueó y su
cabeza se quejó. Punzadas de dolor astillaban su agotado cuerpo. Astillas en el cerebro. Se obligó a
recordar las palabras adecuadas, las que tenía que decirle a ella en el ayer,
para exorcizar el fantasma del presente…
Había viajado hasta allí para susurrarle un infalible conjuro.
La sexta vez que Roberto se desplomó sobre la arena,
excesivas e irregulares contracciones cardíacas y vista perdida, casi ciega, ya
no fue capaz de levantarse. De modo que se arrastró, reptó hasta el final de la
playa y, en lo que va de un metro a otro, pasó a hallarse en mitad de una calle
nocturna. Vociferaron a su espalda. Roberto no se volvió. Corre, corre... Unas inacabables escaleras le guiaron hasta una
fornida puerta de madera. Tocó el timbre y se alisó los cabellos… El dolor
había desaparecido. Su ropa para hacer deporte había sido sustituida por una
camisa azul y pantalones vaqueros, y zapatos. Las reinstauradas gafas le
conferían a su visión la necesaria exactitud de contornos y relieves. Ella
abrió la puerta y le sonrió. “He venido a arreglar lo que algún día se
estropeará”, anunció Roberto Alias. “¿Y por qué has tardado tanto?”, respondió
la dulce y levemente grave voz de ella. Ambos se miraron, en silencio. Roberto
no podía creer que la tuviese enfrente, que pudiese ver su ondulada melena
larga y oscura, sus ojos grandes, sus facciones alegres… Y algo contrarió su
gesto, un mohín de incomodidad se instaló bajo el flequillo: “¿Has oído?” Y
añadió, en tono quedo, un susurro apenas audible para él: “Varias personas
gritan desde la calle o, a lo mejor, desde más lejos: piden una ambulancia… Alguien
debe de estar muy enfermo”. Roberto aguzó el oído y voces de alarma procedentes
de otro mundo taladraron su cráneo: “Ha caído y no respira, ¡rápido!”. “Pues yo
no oigo nada”, mintió y parpadeó al mismo tiempo. Se abrazaron bajo el marco de
la puerta, se besaron y ella le invitó a entrar en casa. Roberto cruzó el umbral
sin echar la vista atrás. Exiliado del hoy, convertido en suplantador de su yo
pretérito, se sentía preparado para reescribir, borrando las huellas trazadas
en el sendero del tiempo, sus páginas del ayer.