En la primera parte: Jaime Águila, otrora prestigioso y poderoso articulista, desgrana sin tapujos su trayectoria vital y se retrotrae a lo que él mismo llama 'sus años dorados', justo antes de conocer a Mara Ruiz y al trágicamente finado Horacio Trebujena, enigmático sujeto del que Jaime declara ser su asesino.
(Continúa)
Decía que fue entonces cuando conocí a Mara Ruiz. Me fue presentada
en una cena oficial que organizaba el periódico con no sé qué motivo social
como trasfondo, algún tipo de acción benéfica. Nunca he estado interesado en
esas gaitas, simplemente asistí para contentar al editor de turno. Sesteaba
aburrido, fingiendo disfrutar de una animada charla con un grupo de solícitos
anunciantes del diario, cuando una redactora con la que no había cruzado más
que un par de palabras en cinco años me asió de la perfectamente planchada manga
de mi chaqueta y dijo con una voz que advertí como anormalmente aguda: “Aquí
está… Hola… Buenas, señor Águila, le presento a Mara Ruiz. Es la nueva figura
de la pintura de la que tanto se está hablando. Insistía mucho en conocerle,
¿sabe? Dice que le lee todos los fines de semana”. Aquella irritante
introductora se retiró y le tendí la mano a Mara, que me la estrechó al
instante, pudiendo yo sentir el tacto suave de su mano y su apretón firme,
decidido. Me mostré encantado de conocerla y charlamos durante largo rato. Por
descontado, me olvidé de aquellos molestos anunciantes y de su insulsa
cháchara. No volví a verlos en el resto de la velada.
En cambio, de Mara sí que no me separé en toda la noche.
¡Ay! Si ustedes la hubiesen visto… Aunque mi cabeza no rija como antaño y mi
relato se pierda en recovecos e inexactitudes, a ella sí que la recuerdo a la
perfección, es como si ayer la hubiese visto por primera vez. ¿Quién iba a suponer
siquiera lo que se nos venía encima? Yo, desde luego, no y ahora no se me
apetece hablarles de eso. No obstante, sí les diré que aquella noche ella iba
guapísima, el pelo recogido y sus grandes ojos azules discretamente pintados, y
que nos reímos mucho, largo y tendido. Creo que congeniamos y apostaría que le
caí bastante bien. Por mi parte, quedé locamente enamorado de ella desde
aquella misma noche. No teníamos la misma edad, ella era algo mayor (tampoco
importaba, teniendo en cuenta lo mayor que ahora ella se ha hecho respecto de
mí), pero este burdo dato biográfico no fue obstáculo para que nos viésemos
varias veces más y acabásemos trabando amistad. La invité dos noches al teatro
y cenamos, por lo menos, en otras tantas ocasiones.
Pero en ese momento hizo su aparición el indeseado
Horacio Trebujena y nada fue igual a partir de este punto. Vaya desgracia la
mía… Horacio era periodista y de los malos; dispénsenme, esto último lo añado
yo. Su jefe estaba harto de él y quería despedirle. Le había concedido un
ultimátum o eso era lo que se decía en los mentideros de la ciudad y lo que
llegó a mis oídos cuando empecé a indagar sobre su incierta figura. Sí sé de
buena mano que conoció a Mara Ruiz a causa de una entrevista. Su periódico, que
era el más directo competidor del mío, quería paliar la pérdida de lectores (los
estábamos destrozando, en términos estrictamente comerciales) dando a conocer
nuevos talentos locales en una novedosa sección semanal. Para ello destinaba
una doble página central cada domingo en la que se publicaban las distintas
entrevistas de lanzamiento. La tercera estrella en ciernes requerida por el
diario no fue otra que Mara Ruiz y Trebujena se encargó de componer la pieza;
tal vez su última oportunidad de congraciarse con su jefe. Y ahí todo empezó a
truncarse para mí. Aunque, por supuesto, yo no fui consciente de ello en un
primer momento. En ese instante, sencillamente me conformé con leer la
entrevista cuando fue publicada y me alegré del éxito que tuvo la misma, que
propició que la popularidad de Mara creciese. Se imaginarán ustedes que yo
deseaba lo mejor para ella, por supuesto.
Luego, con el tiempo, he sabido que mi querida Mara quedó
gratamente impresionada de la complexión fuerte de Horacio (he podido verlo en
persona y su pecho parece hecho de latón, similar a esos troncos abombados y
llenos que suelen lucir los cantantes de ópera) y su lustrosa melena rubia (y
extrañamente lisa, como si se la planchase). Su trato era muy cortés y los que
en vida lo contaron entre sus amigos y conocidos presumen de su irreverente
humor y su capacidad de divertir a cualquiera. Trebujena era un hombre afable y
sin dobleces, es más, diría que no tenía ningún poso o vida interior. Todo en
él era superficial y banal, parecía ser presa de lo aleatorio y lo cotidiano.
Más de una vez me he preguntado si llegó a tener alguna inquietud en su vida.
Pero claro que las tenía, sólo que yo no supe descubrirlas a tiempo… ¡Imbécil
de mí! La cosa es que este iluso chupatintas comenzó a conquistar a Mara desde
el mismo día en que la entrevistó, el bandido no perdió el tiempo. Fue
conocerla y, al instante, ya quererla para sí. Y lo peor es que lo consiguió.
Si yo presumía, y presumo, de mi amistad con ella y
nuestras esporádicas quedadas, he de reconocer que Trebujena me adelantó por la
izquierda como una exhalación. Mientras yo creía gozar de una posición
envidiable en cuanto a mis intenciones con Mara, Horacio y ella ya se veían muy
a menudo y hacía tiempo que su relación había sobrepasado los límites de la
simple amistad. Cuando me enteré, reaccioné muy mal y, además, tuve mala suerte
(todo hay que decirlo).
Me lo dijeron de manera accidental, como todas las
grandes revelaciones que nos llegan en la vida, y me lo contó un amigo que no
pretendía hacerme ningún daño; ni siquiera sabía que yo conocía a Mara. Fue
algo del estilo de “¿a qué no sabes la última?” mientras conversábamos y nos
tomábamos unas cervezas junto al paseo marítimo. Rápidamente, mi cabeza comenzó
a elucubrar. Me sentí ultrajado y traicionado. Me excusé con mi amigo y me
marché inmediatamente. Pagué antes lo que nos habíamos bebido. Cuando arranqué
el coche, mis pensamientos estaban a muchos kilómetros del resto de mi cuerpo.
Recuerdo que me prometí que iba a destruir a ese periodista que había osado
entrometerse en mi camino. Decidí que le dedicaría la columna del siguiente fin
de semana. No sería difícil tener listo el artículo aunque tendría que
informarme sobre él primero, estudiar cuáles eran sus puntos débiles, por dónde
podía criticarlo. Olía la carnaza y mi mente carburaba las primeras líneas de
la feroz semblanza: “El mundo de la prensa no es un pliego de virtudes, con
ello nada descubro, pero hasta ahora la Vergüenza (escrita con mayúscula) no
había penetrado en las hojas de los periódicos. Lamentablemente, la degradación
ha llegado hasta nosotros personificada en la figura del tergiversador
Horacio…”.
No fui capaz de terminar la segunda frase de mi aún
danzante texto. Al igual que no fui capaz de llegar más allá del cruce que
coronaba la calle de un único sentido en la que había aparcado el auto. No fui
capaz de nada de ello porque, mientras abandonaba mi plaza de estacionamiento,
no vi el semáforo con el disco rojo encendido (mis ojos sí lo vieron pero mi
razón atendía en esos momentos a otros asuntos) y, por tanto, no frené sino que
aceleré mediante un fuerte pisotón al pedal. El camión que cruzaba la vía
perpendicular tampoco frenó a tiempo, aunque sí lo intentó, y mi coche, conmigo
dentro, fue embestido y lanzado cien metros hacia la derecha, donde quedó en
medio de la calzada, bocarriba, después de haber dado seis vueltas de campana.
Fueron seis, una detrás de otra, aunque creo que a la tercera yo ya estaba
inconsciente. Y eso es todo lo que recuerdo de mi desconcertante muerte…
(Continuará... Y concluirá en una tercera y última parte)