Entre sorbos pequeños y tragos largos a mi taza de café
pude ver, casi sin querer, distraído, cómo a la chica sentada un par de mesas
más allá de la mía, mientras recogía los muchos papeles que había consultado
sin descanso durante cerca de media hora, se le caía la hoja amarillenta que con
tanto ahínco había observado y que en ese momento guardaba, o mejor dicho
intentaba guardar (ya que no lo logró), junto a las otras en un amplio bolso, me
atrevería a decir amplísimo, de color tostado que sostenía entre sus brazos. El
grácil fragmento de celulosa descendió pausadamente y tras dos piruetas
invisibles que sólo yo contemplé fue a parar contra el frío suelo que, además, estaba
húmedo debido a la proximidad del mar. Ella no reparó en su pérdida y, por
tanto, no se agachó para recuperar su lámina, algo que me habría permitido admirar la ondulación de su sedosa y larga melena oscura. En lugar de eso, aquella
joven siguió a lo suyo y, tras introducir todos y cada uno de aquellos papeles
en su bolso (faltaba el extraviado aunque ella aún no lo sabía), sacó un par de
monedas del bolsillo y se dirigió hacia al camarero, que descansaba junto a la
puerta de pie, la espalda apoyada en la fachada de la cafetería, con la
intención a abonar su frugal consumición: un zumo y lo que desde la distancia
me pareció un sándwich vegetal.
Quizá todavía era pronto para su hora de la
cena y únicamente se había detenido en aquel establecimiento costero para hacer
tiempo antes de que se hiciese noche cerrada, sin luna, y tuviese que volver a casa. El caso es
que ya había pagado y dejado la correspondiente propina cuando yo conseguí
reaccionar de mi momentáneo aturdimiento y decidí avisarla de su olvido, no
fuera a ser éste un grave descuido, visto cómo había ojeado y repasado la amarillenta
hoja de papel. Con aplomo me incorporé y alcé un brazo en señal de alarma y, como no
reparaba en mi acción y seguía andando hacia la salida de la terraza, dándome
cada vez más la espalda, grité un “disculpe” y un “oiga”, pero ella no se giró
ni se volvió, tal vez no me oyese o puede que, al no conocerme, pensase que las voces
iban dirigidas a otra persona. Descorazonado la vi difuminarse calle abajo, iluminada por la luz de las farolas que empezaban a cobrar vida. A los pocos
segundos desapareció de mi campo de visión.
Me sentí algo molesto conmigo mismo y me reprendí
por no haber hecho más, por no haber corrido tras ella con el papel en la mano,
como sucede en las películas. Pero enseguida me dejé caer de nuevo en la butaca de mimbre y
mi mente volvió a chapotear, como me había ocurrido antes, en vaporosos pensamientos,
sólo que esta vez las ideas que rondaban mi cabeza estaban relacionadas con
aquella guapa joven que tan meticulosa se había mostrado con sus folios y que, pese a ello, no había evitado perder uno, puede que el más valioso de todos. Quién sabe. Acompañaba mis cavilaciones con largos sorbos a mi por instantes menguante taza
de café, al tiempo que clavaba la vista, los ojos claros, en el trozo de
celulosa que seguía sobre el suelo, que yacía boca arriba como un soldado en el
campo de batalla, con gotas de acuosa humedad en vez de roja sangre.
¿Qué pondría en la amarillenta hoja?
¿Estaría garabateada de apuntes? Ella era joven pero no lo parecía tanto como para seguir en
la universidad. ¿Sería entonces algún
folio vinculado con su trabajo? Imposible saberlo, a lo mejor era parte de
un importante informe que debía entregar a la mañana siguiente y por eso la repasaba con tanto esmero aquella tarde que se ponía y en la que los dos coincidimos en la misma
cafetería. Podría ser; sin embargo, esta última hipótesis no me resultaba del
todo factible debido a que el papel mostraba una tonalidad macilenta, parecía
muy viejo, o al menos daba la impresión de que el paso del inevitable tiempo
había causado desperfectos en su superficie, los achaques previos a una futura descomposición... Esta inminente descomposición de la hoja me hizo pensar, entre trago y trago, en una carta de amor, de un amor
antiguo, quizás el primero y que aún persistía o que ya se había marchitado pero
permanecía de alguna forma presente en su mente, en su vida; un testimonio en forma de
papel que le recordaba que aquella historia fue real y no inventada,
y que el olvido nunca podría borrarla. Aunque, claro, no se me antojaba normal que ella guardase ese papel, que debía de ser tan importante, con el resto de hojas del día a día. Algo tan especial para
ella no lo llevaría como el que carga con la lista de la compra.
A lo mejor, elucubré mientras daba el último sorbo a una taza de café ya fría, era el legajo de un testamento o tal vez un escrito o carta procedente de un miembro de su familia (padre o
abuelo, madre o abuela, un hermano o hermana...), en el que dicho pariente le contaba un secreto familiar o le
revelaba una queja sólo hecha pública tras una sobrevenida muerte; o a través de esta carta el emisor le deseaba buena suerte y le hacía saber lo mucho que la quería…
Definitivamente, era imposible saber qué ponía
en aquel fragmento de celulosa que dormitaba en el suelo a pocos metros de mis
pies. Únicamente saldría de dudas si me levantaba y lo asía con la mano y
después, con la luz apropiada porque nunca es fácil leer la letra de otra persona,
posaba la vista en cada uno de sus contornos para saber y así conocer y, al fin
y al cabo, salir de dudas y descubrir si había acertado o, lo más probable, me
había equivocado en mis suposiciones. Pero esa idea la descarté al momento, ya
que yo no tenía derecho a intervenir, no merecía saber lo que en aquella hoja
sea que pusiese, no fuera a ser algo que me afectase de una improbable forma o me volviese cómplice de
cualquier avatar que a mí no me había tocado vivir. Pusiese lo que pusiese no sabía el
nombre de ella ni donde vivía, por lo que no podría devolvérsela o informarle de su
descuido.
Cuando ella se marchó, no evité su pérdida. Ahora,
en cambio, era mi oportunidad de enmendar el error. Ya no podía volver a meter aquel folio carcomido en el tostado
bolso, pero sí estaba en mi mano impedir que cualquier otro leyese aquellas
líneas. De modo que me levanté y me acerqué al camarero, que seguía donde
mismo, en idéntica e indolente pose, para pagar mi solitario café. A medio camino me detuve y, tras
agacharme, agarré el papel, su tacto era graso, lo troceé en mil pedazos y lo
arrojé a la planta más cercana antes de irme a casa. Desde aquella tarde voy
mucho más a esa cafetería y he de confesar que lo hago con la intención de
encontrarme de nuevo con ella y que tomemos algo juntos. Tal vez, cuando
brindemos, si es que esto llega a producirse, me atreva a confesarle que yo sé dónde
perdió la hoja que tanto buscó aquella noche y que yo guardé un
secreto que jamás llegaré a conocer.